Homilía para el domingo, 2 de septiembre de soo7

XXII Domingo de Tiempo Ordinario

(Lucas 14)

Parece como un paso adelante. Sin embargo, vale un segundo vistazo. Los trabajadores están ganando más plata que nunca. Sin embargo, han tenido que trabajar más horas por semana también. La vida es siempre un reto de balancear el tiempo en el trabajo y el cuidado de la familia, los esfuerzos para mejorar la sociedad y el descanso para mantener la salud.

Nosotros somos un pueblo trabajador. Siempre trabajamos no sólo para ganar la vida sino también para mantener el equilibrio. Sin el trabajo la vida se volvería estéril como tierra sin agua. No somos como Peter Pan, el muchacho mítico que rechazó a crecerse. No, anticipamos una carrera para realizarnos en el mundo. Aún personas retiradas buscan trabajo voluntario para que no desgasten todo su tiempo mirando la tele.

El evangelio no toca directamente el tema del trabajo. Tiene que ver con el comportamiento de cristianos en la sociedad. Sin embargo, desde que participamos en la sociedad mayormente por el trabajo, podemos leer el pasaje tomando en cuenta nuestra labor.

El pasaje contiene dos partes. Jesús aconseja a los huéspedes que no ocupen los primeros asientos y se dirige a los anfitriones que inviten a los necesitados a sus casas. La primera parte nos recuerda a ser humildes y la segunda, a ser compasivos. ¿Cómo podemos aplicar la humildad y la compasión a nuestras vidas laborales?

Algunos piensan que su trabajo valga simplemente porque lo hacen. Eso es la falta de humildad. Pues, la verdadera humildad no es menospreciar a nosotros sino apreciar justamente lo que seamos y lo que hagamos. Un hombre cumplido cuando trabajaba en la fábrica siempre firmaba el artículo con, dijo él, “orgullo.” Eso es, hizo su mejor para rendir un producto de calidad. Al menos en este caso el orgullo no se opone a la humildad sino la apoya. Rendimos productos de calidad cuando desarrollamos nuestra capacidad por la educación, el entrenamiento y la experiencia. También es necesario que nos fijemos en lo que hacemos. Por supuesto, tenemos que dejar a otras personas el juicio de calidad. Sin embargo, cuando desarrollemos la capacidad y trabajemos con la atención, a lo mejor nos van a promover a los altos puestos.

Aunque todo trabajo justo mejora el mundo, la mayoría de la gente trabaja en primer lugar para los frutos económicos. El trabajo nos provee frijoles, techo, y cuidado médico para seguir adelante. Sin embargo, los frutos del trabajo no son exclusivamente para nuestro propio bien. Son los medios con que cumplimos las obligaciones a la familia y también a los necesitados. Algunos no pueden trabajar sea por falta de salud, por falta de empleo, o por tener a un pariente en casa enfermo. Nuestro apoyo a estos pobres asegura dos cosas: no les falten a ellos lo básico en el mundo y no nos falte a nosotros un lugar en el cielo.

A veces nos critican a nosotros cristianos de divorciar el lunes del domingo. Eso es, no vivimos durante la semana la fe que profesamos en la misa dominical. Podemos superar esta crítica por aplicar el evangelio hoy cuando volvemos al trabajo. Que seamos humildes de modo que tomemos orgullo en nuestra labor. Y que utilicemos parte de los frutos del trabajo para cumplir nuestras responsabilidades hacia los pobres.

Homilía para el domingo, 26 de agosto de 2007

XXI Domingo de Tiempo Ordinario

(Lucas 13)

Cuando éramos chicos en la escuela católica solíamos hacer preguntas difíciles a las maestras de religión. “Hermana,” hubiéramos dicho, “si estás matado cuando caminas a confesión, ¿vas al cielo o al infierno?” Por supuesto, la hermana conocía muy bien el juego. Ella hubiera respondido, “¿Qué piensas tú?” En el evangelio hoy, Jesús responde tan hábilmente como la hermana a un interrogante.

“¿Señor, es verdad que son pocos los que se salvan?” alguna persona le pregunta a Jesús. Tal vez los fariseos han instruido al interrogador que la mayoría de la gente son malditos perezosos. Pero hoy día, la gente piensa más en la misericordia de Dios. A lo mejor nuestra pregunta es distinta. “¿No es que Dios salve a todos?” preguntaríamos a Jesús. Aún si nosotros guardamos la fe, todos nosotros tenemos a queridos seres que no adhieren a los mandamientos. “Dios no va a condenarlos, ¿verdad?” esperamos.

En el evangelio Jesús esquiva la cuestión. Quien el Padre salvará y quien condenará es para Él de determinar. No obstante Jesús nos comparte su sabiduría. “Esfuércense por entrar por la puerta que es angosta,” Jesús aconseja. Quiere decir que debemos disciplinarnos para que siempre hagamos lo bueno y evitemos lo malo. No hay lugar entre sus seguidores por los flojos que dicen, “un vistazo a la pornografía o una mentira no hace daño a nadie.” Podemos añadir que no somos verdaderamente cristianos si nos ignoramos de los necesitados.

Posiblemente algunos de nosotros todavía pensemos que asistir en la misa va a ganar la salvación. No es así, Jesús aclara, cuando dice: “Entonces le dirán con insistencia, ‘Hemos comido y bebido contigo…’ Pero él les replicará,…’Apártense de mí todos ustedes los que hacen el mal.’” Sin embargo, no es la verdad que la misa no nos ayude. Al contrario, Jesús espera que la misa nos sirva como una plataforma de lanzamiento donde recibimos el combustible y la dirección para perseguir el bien. En una ciudad el director del asilo de desamparados más grande puede hallarse todos los días a la misa de las siete en la catedral.

“¿Es necesario que seamos católicos para ser salvados?” Ésta fue una de nuestras preguntas favoritas para las maestras de religión. Si nos contestaron “sí,” exclamaríamos, “¿Qué pasan con todos los buenos judíos?” Si dijeron “no,” tendríamos una excusa de no levantarnos para la misa dominical. ¿Cómo respondería Jesús? Dice en el evangelio hoy, “Vendrán muchos del oriente y del poniente, del norte y del sur, y participarán en el banquete del Reino de Dios.” A lo mejor quiere decir que todas estas gentes serían evangelizadas. Sin embargo, aún si está refiriendo a aquellos que sin escuchar del amor de Dios han respondido a la gracia del Espíritu Santo en sus corazones, habrá una necesidad para misioneros. Eso es, nosotros cristianos católicos tenemos que dar testimonio al amor de Dios por predicar el evangelio fuera de los lugares donde nos sintamos cómodos. Tenemos que contar a la gente en el trabajo tanto como a nuestros hijos y nietos cómo Dios nos ha bendecido. Tenemos que enseñar el amor de Dios a los que limpian los lugares donde trabajemos tanto como a nuestros vecinos. Sí, tenemos que ser misioneros todos nosotros.

Homilía para el domingo, 19 de agosto de 2007

XX DOMINGO ORDINARIO

(Hebreos 12)

De las cartas del Nuevo Testamento ninguna es más curiosa que la a los Hebreos. Una vez se pensaba que San Pablo fue el escritor de esta carta. Pero con más atención al vocabulario y al razonamiento se dio cuanta que no, Pablo no podía haberla escrito. Hasta ahora el autor queda un misterio tanto como los destinatarios. Se cree que ellos eran cristianos judíos por los contenidos de la carta, y por eso se llama la carta “a los hebreos.” Pero no sabemos con certeza donde vivieran ni si fueran realmente de raíces judías.

Sin embargo, se destaca la Carta a los Hebreos por su consideración sumamente balanceada de Jesús como Dios y como hombre. También, la carta es un tesoro de joyas bíblicas. Sólo ella habla de Jesús, “hoy como ayer y por la eternidad” (Heb 13,8). Sólo ella describe la palabra de Dios como “más penetrante que espada de doble filo” (Heb 4,12). Sólo ella nos da una definición muy atestada de la fe: “La fe es la forma de poseer, ya desde ahora, lo que se espera y de conocer las realidades que no se ven” (Heb 11,1).

Sobre todo la Carta a los Hebreos cala hondo en el corazón porque describe la lucha contra el pecado. Como dice el pasaje que leemos hoy, esta lucha no nos ha costado el derrame de sangre; sin embargo, nos cansa. Ésta es la lucha de mantenernos como fieles cristianos católicos en una sociedad más apegada a la comodidad que a la rectitud y más observante de la selección nacional que la misa dominical.

Es la lucha de varias mujeres no casadas contra la tentación de juntarse con un hombre. Es dura como batallar un jaguar porque necesitan el apoyo para criar a sus niños. Es también la lucha del homosexual de vivir casto con pasiones que no se calman fácilmente. O es el reto de no tomar lo que no nos corresponda. Una vez un hombre encontró cinco mil dólares en una bolsa al lado de una bomba de gasolina. Devolvió el dinero a la administración de la gasolinera y vino quien se le cayó la bolsa para reclamarla. El hombre era persona muy honrada pero admitió que estuvo tentado a huirse con los billetes.

La Carta a los Hebreos nos exhorta que fijemos la mirada en Jesús para conducirnos como él. Él ha sufrido la cruz, una prueba más dolorosa que tendremos nosotros. El propósito aquí no es sádico: porque Jesús sufrió, también debemos sufrir nosotros. No, la idea es esperanzadora. Como el dolor que sufrió Jesús le ganó la gloria, así nuestro dolor juntado a aquel del Salvador va a resultar en nuestra vida inmortal. Siempre queremos fijar los ojos en Jesús.

Homilía para el domingo, 12 de agosto de 2007

Domingo, 19 Semana del Tiempo Ordinario

(Lucas 12)

Para prepararnos para un huracán tenemos que atender varias cosas. Deberíamos identificar los posibles peligros para proteger el hogar antes de que llegue la tormenta. También tendremos que conseguir varios suministros de emergencias como recipientes suficientes para cinco galones de agua para cada uno en la casa, bastantes alimentos no perecederos para cinco días, un botiquín de primeros auxilios, y un radio portátil y linternas de pilas. Además, será necesario tener un plan de evacuación que incluye las rutas indicadas de salir y un vehículo lleno de gasolina.

En contraste con esta lista larga de quehaceres para un huracán, el evangelio hoy nos recomienda sólo unos requisitos para la venida del Señor. En primer lugar debemos desencumbrarnos de cosas no necesarias. Es correcto, no tenemos que conseguir más cosas sino deberíamos regalar lo superfluo nuestro a los pobres. ¿Está lleno nuestro almacén de alimentos? Que hagamos algunas dispensas para los apurados. ¿Nos ha tenido éxito el negocio este año? Que preparemos un cheque para aquellos que asistan a los necesitados.

Entonces, tenemos que ponernos de hábitos para servir a los demás. ¿Cómo cumplimos esto? Aquí son algunos ejemplos. Un hombre de negocios cada viernes deja su oficina en el centro al mediodía para ir a un comedor para los desamparados. Allí se pone de un delantal para servirles la comida. Un contratista oye del apuro de unas religiosas que venden tamales para edificar su convento. Una persona deshonorada las ha estafado de $15,000. Entonces, el contratista les ofrece el servicio de supervisar la construcción. Un mecánico de raza negra encuentra a un viajero blanco cuyo carro se le ha quebrado en la carretera la noche antes del Día de Dar Gracias. El mecánico le arregla el carro sólo por el costo de los repuestos.

La recompensa para el servicio sobrepasa toda expectativa. Más allá en este evangelio de Lucas Jesús dice a sus apóstoles que ninguno de ellos dejaría a comer a un siervo antes de sí mismo (17,7). Sin embargo, aquí el Señor dice que hará casi exactamente esto a aquellos que se preparen para su venida por servir a los demás: “se recogerá la túnica, los hará sentar a la mesa y él mismo les servirá.”

Los peros de prepararse bien para el Señor a menudo son que no tenemos tiempo y que somos demasiado ocupados. No obstante, cuando examinamos nuestras vidas, quedamos desconcertados con cuanto tiempo despilfarramos sobre cositas. Miramos televisión aunque decimos a los niños que ello es desestabilizador. Hablamos por teléfono hasta que echemos chismes que lamentamos. Sería mejor que dediquemos alguno de este tiempo disponible al servicio de los demás. Sería pagar un pequeño precio por un gran premio. De veras, nos procuraría la vida en abundancia.

Homilía para el domingo, 5 de agosto de 2007

Domingo XVIII del Tiempo Ordinario

(Colonsenses 3)

Una pintura de la historia del camino a Emaús llama mucha atención. Muestra, naturalmente, Jesús platicando con dos de sus discípulos en el sendero. Pero las tres figuras ocupan sólo una pequeña porción de la obra. Más dominante es la naturaleza. Los árboles oscuros y los cielos brillantes empequeñecen a los humanos. La pintura nos comunica la idea que el cristianismo va a comenzar como movimiento chico dentro de un mundo inmenso. En la segunda lectura Pablo pone a todos nosotros en el lugar privilegiado de los dos discípulos de Emaús.

Cristo ha resucitado de la muerte. Ya vive en lo alto, libre de las amenazas del pecado. Sin embargo, es accesible a nosotros. Pablo nos urge que lo acompañemos. Lo hacemos cada cuando pongamos a lado comportamientos viles para tomar comportamientos suavecitos. Eso es, nos juntamos a Cristo cuando dejamos chismes, jactancias e insultos para decir cumplidos, agradecimientos, y disculpas.

El primer paso del acompañamiento consiste de quitarnos de los vicios. Los pecados habituales nos pegan como pulgadas a un perro. Dentro de poco no sólo nos molestan a nosotros sino también a todos nuestros asociados. Porque las pasiones sexuales nos agarran como ningún otro, Pablo coloca los pecados que causan primeros en su lista de vicios. Lo prohibido incluye el adulterio (el acto sexual hecho por una persona casada con otro que no es su esposo o esposa) y la fornicación (la unión carnal entre dos personas no casadas). También es pecaminosa la avaricia para cosas. Pablo llama la avaricia una forma de idolatría porque nos hace pensar que un televisor con pantalla plana o un SUV va a hacernos felices.

En lugar de seguir llevando los vicios, Pablo exhorta que nos revistamos con el nuevo yo. Y ¿qué es este “nuevo yo”? No es un nuevo ropero con la marca Calvin Klein sino una nueva consciencia de vivir por el amor de Cristo. Somos de él desde que hemos sido bautizados en su muerte. Por eso, en lugar de ponernos como número uno, buscamos la paz entre la gente.

Tomamos un ejemplo de la vida de Santo Domingo, cuya fiesta celebramos este miércoles. Cuando era joven estudiante, Domingo copiaba los apuntes de su profesor en sus pergaminos con los pasajes bíblicos. De esta manera tuvo para sí mismo un tesoro de sabiduría. Pero Domingo no estaba contento con la riqueza cuando vio mucha gente muriendo de hambre en la ciudad. Entonces vendió todo lo que tenía aún sus pergaminos preciosos para socorrer a los pobres. ¡De hecho, quería venderse a sí mismo como esclavo para ayudar a los hambrientos!

No, nosotros no tenemos que dar vía nuestro carrito o nuestra casita. Pero ¿qué podemos hacer para vivir por Cristo? ¿Conocemos a un anciano solitario a quien le gustaría una llamada telefónica? ¿Hay un amigo con quien hemos discutido en el pasado sin jamás haber reconciliado? ¿Existe una familia sin recursos a la cual hemos pensado llevar una dispensa? Por el amor de Cristo que no esperemos más en extendernos a estas personas.