El domingo, 28 de marzo de 2010

DOMINGO DE RAMOS

(Isaías 50:4-7; Filipenses 2:6-11; Lucas 22:14-23:49)

Un monje describe a Dios como “la misericordia dentro de la misericordia dentro de la misericordia”. Es cómo vemos a Jesús a través del evangelio según san Lucas. En este evangelio él viene predicando la liberación a los cautivos y cuenta del Buen Samaritano. Los investigadores dicen que muy posiblemente san Lucas escribió la historia de la mujer sorprendida en adulterio pero por razones no conocidas en algunas copias primitivas del Nuevo Testamento se la incluyó en el evangelio según san Juan. Ciertamente la pasión según san Lucas irradia la misericordia como el sol inundando la casa en la mañana con sus rayos.

En el jardín cuando Judas viene para señalar a quien es Jesús, el Señor le dice, “¿Judas, con un beso entregas al Hijo del hombre?” Aunque no nos parezca nada extraordinario, por llamarlo por nombre Jesús está ofreciendo a su traicionero la oportunidad de arrepentirse. Cuando el padre en la parábola del hijo pródigo intenta a persuadir al hijo mayor que se una a las festividades, lo llama por nombre. “Hijo”, le dice, “tú siempre estás conmigo…” Vamos a ver pronto otro ejemplo de misericordia iniciado con tal llamamiento por nombre.

Se acordarán todos que Jesús extiende la misericordia cuando cura al criado del sumo sacerdote. El criado viene con el grupo que arresta a Jesús cuando un discípulo le corta la oreja. Jesús se muestra misericordioso por preocuparse no por su propia pasión empezando ya sino por la herida de uno de sus perseguidores. También Jesús trata a Pedro aquí con la misericordia. Solamente en este evangelio está Jesús en vista de Pedro sentando en el patio del sumo sacerdote. Después de que Pedro le niega tres veces, canta el gallo y Jesús vuelve a mirar a Pedro. Es la acción de Jesús, no el sonido del gallo, que le mueve a Pedro a recordar la profecía de Jesús que le negaría. ¿Cómo es un acto de misericordia? Ahora Pedro puede purificarse con sus lágrimas para cumplir la otra parte de la profecía acerca de confirmar a sus discípulos hermanos.

Por su puesto, es en la cruz donde Jesús expresa la más misericordia. Solamente en este evangelio según san Lucas Jesús pide el perdón por sus verdugos. Parece que Jesús está inventando excusas por los judíos y romanos que están poniéndole a la muerte cuando dice, “…no saben lo que hacen”. Sin embargo, a lo mejor Jesús está refiriéndose al hecho que ellos no entienden a quien están ejecutando. Cuando entró en Jerusalén unos días anteriormente, Jesús mencionó la misma falta del entendimiento de parte del pueblo. Dijo: “¡Si entendieras, siquiera en este día, lo que puede dar la paz! Pero ahora eso te está escondido y no puedes verlo….” Como toda la ciudad entonces, ahora en la crucifixión la gente no se da cuenta que está maltratando al Hijo de Dios.

Antes de morir Jesús se estira una vez más para salvar a aun otra persona en miseria. La manera en que el criminal se dirige al Señor nos llama la atención. Dice solamente, “Jesús”, sin ningún otro título o descripción de respeto (no se sabe por qué la traducción usada en Méjico y los Estados Unidos pone “Señor” en lugar de “Jesús” pero es cierto en el griego original es “Jesús”). Pero este saludo de cariño junto con sólo un arrepentimiento de medias basta para mover a Jesús a prometer al criminal el paraíso.

Nos importa la misericordia de Jesús no sólo porque lo muestra santo como Dios Padre. Más al caso aún nos hace falta su misericordia. Somos llamados para vivir como hijas e hijos de Dios pero muy pocos realizamos la santidad. Algunos pecamos de manera obvia y gravísima. Pero la mayoría que acudimos a misa cometemos actos cotidianos de soberbia y falta de honradez. Pensamos en otras personas como instrumentos debajo de nuestro poder. Mantenemos nuestras dudas sobre la empresa de la religión. Como el criminal al lado de Jesús en la cruz deberíamos llamarle por nombre. “Jesús”, deberíamos decir, “acuérdate de mí”. Y muy posiblemente escucharemos su respuesta, “Hijo, tú siempre estás conmigo”.

El domingo, 21 de marzo de 2010

V DOMINGO DE CUARESMA

(Isaías 43:16-26; Filipenses 3:7-14; John 8:1-11)

Fue un domingo como todos. La gente llenó la catedral para la misa. Después de leer el evangelio, el sacerdote empezó a predicar. Entonces un furor rompió el orden. Alguien comenzó a gritar mientras se acercaba el púlpito. Con pistola en mano, exigió la escucha de todos. La escena no es muy diferente en el evangelio hoy. Los escribas y fariseos interrumpen la enseñanza de Jesús con lo que corresponde a una pistola.

En el medio del espacio entre Jesús y la asamblea de gente arrastran a una mujer completamente humillada. Ella estuvo sorprendida en adulterio. El texto no describe como se la ve, pero a lo mejor está media desnuda y totalmente sonrojada con la vergüenza. Si estuviéramos en el área del templo esa mañana, se espera que hubiéramos apartado la vista por simpatía con ella. Pero a los escribas y fariseos no les importa la perdida de dignidad de la mujer. Ni realmente les importa su pecado. Sólo quieren explotar su vulnerabilidad para atacar a Jesús. Van a montar un asalto de dos pasos. Primero, citarán las escrituras: “Moisés nos manda en la ley apedrear a estas mujeres.” Entonces, anticipando que Jesús tendrá un juicio contrario, le selló su destino con la pregunta, “¿Tú, qué dices?”

Parece que los escribas y fariseos están utilizando la estrategia del diablo que vemos en las tentaciones en el desierto. Ellos invierten el sentido de la escritura para atrapar a Jesús. La ley propone formar un pueblo justo. Aquí sus supuestos expositores no se muestran a sí mismos justos ni mucho menos. Sin embargo, las palabras de los judíos dan eco al otro pasaje evangélico con un significado distinto. En el Sermón del Monte, que encontramos en el Evangelio según san Mateo, Jesús mismo cita la ley de Moisés. Dice: “Se dijo a los antepasados: ‘No mates’” y “‘No cometerás adulterio’’ y “‘No jurarás en falso’’’ etcétera. Entonces Jesús reinterpreta los mandamientos para llegar a una moralidad más profunda que viven los escribas y fariseos. Dice, como en la pregunta dirigida a Jesús por los mismos escribas y fariseos: “Pero yo les digo: cualquiera que se enoje contra su hermano” y “quien mire con malos deseos a una mujer” y “no juren nunca”. Quiere que sus discípulos sean perfectos con sus acciones exteriores en acuerdo con sus intenciones interiores. Por supuesto, Jesús puede hablar así porque es el Hijo de Dios que viene para aclarar la voluntad de su Padre.

Veamos cómo Jesús responde a la pregunta de sus adversarios: “¿Tú, que dices?” Primero dice: “Aquel de ustedes que no tenga pecado, que le tire la primera piedra”. En otras palabras, que no condenemos a nadie a la muerte por adulterio. ¿Eso quiere decir que la pena de muerte es completamente prohibida? No lo creo, pero ciertamente está restringida. Jesús quiere que siempre tengamos misericordia al culpable porque ha sufrido la perdida del respeto humano. Se puede añadir, aunque no está sugerido directamente en el texto, que si existe otro modo para impedir al culpable cometer el crimen de nuevo más que ejecutarlo, tendremos que aprovechárnoslo.

Después de verificar que nadie siente tan arrogante para tirar piedras a la mujer, Jesús le dice a ella: “Vete y ya no vuelvas a pecar”. Realmente no le importa el pecado del adulterio, tan serio como sea, sino que no cometa ningún pecado de nuevo. Tenemos que interiorizar estas palabras porque no están intencionadas solamente para la adúltera sino para todos nosotros. Tal vez pensemos que sólo es una frase llena de lugares comunes como “Tenga buen día” y como no podemos controlar el día, ni podemos impedirnos a nosotros mismos pecar más. Pero sí, es posible porque tenemos la ayuda del Espíritu Santo. Seguramente podemos conducirnos con más virtud que en el pasado. Si tropecemos, siempre podemos pedir la gracia para tratar de nuevo.

El mes pasado la coreana Kim Yuna llamó la atención del mundo en las olimpiadas. Hizo una actuación en patinar libre intachable. Sus saltos fueron altos, sus giros completos, y sus aterrizajes suaves. Tan excelente como la señorita Kim patina, Jesús nos manda vivir en el mundo. Hemos de tirar agradecimientos, no piedras. Hemos de mirar la dignidad de otras personas, no su vulnerabilidad. Hemos de mostrar la misericordia, no la arrogancia.

El domingo, 14 de marzo de 2010

IV DOMINGO DE CUARESMA

(Josué 5:9.10-12; II corintios 5:17-21; Lucas 15:1-3.11-32)

Ya no sólo los ciegos escuchan a los libros grabados. También los conductores pueden disfrutar de las obras de Gabriel García-Márquez o de Isabel Allende. Pero no deberíamos pensar en los libros grabados como simplemente leídos. Más bien son actuados con un actor representando los papeles de los diferentes personajes encontrados en la historia. Así deberíamos ver a nosotros mismos representando los papeles de los tres personajes principales en la parábola del evangelio.

Algunos de nosotros vemos a sí mismos fácilmente como el hijo menor. Tal vez somos el último en la familia o simplemente la “preferida de tata”. Pero en un sentido casi todos de nosotros asemejamos al hijo menor de la parábola. Pues casi todos de nosotros hemos dejado la casa de nuestros padres para buscar la riqueza en el mundo – sea por comenzar una familia, sea por estudiar, o sea por tomar empleo en otra parte. En el proceso nos olvidamos del amor inagotable de Dios y como resultado, las normas del mundo reemplazan el plan de Dios para nosotros. Ponemos nuestros corazones en ganar millones en vez de crecer en la sabiduría. Deseamos los placeres del cuerpo en vez del bien común. Se puede extender la lista pero no es necesario. En cada vuelta anhelamos lo pasajero y pasamos por alto lo bueno que nos forma como nuestro Padre en el cielo.

En la parábola el hijo menor sufre por la falta de prudencia, recuerda la bondad de su padre a todos, y regresa a casa para pedir la misericordia. Todos nosotros tenemos que dirigirnos en el mismo rumbo. Es el redescubrir del amor de nuestro Padre Dios que nos pone en movimiento. Este amor es como un diamante – sin tiempo, sin precio, y sin corrosión. Nos provee una vida estable y un destino esperanzador.

Nosotros que acudimos la misa dominical no deberíamos tener dificultad representando el papel del hijo mayor. Pues, Jesús incluye este personaje en su historia por los fariseos, los más fervientes en la religión. Guardando, al menos en la superficie, todos los mandamientos, creemos que merecemos toda la atención de Dios Padre. Por eso, nos molesta mucho cuando otra persona quiere colarse en la fila donde hemos estado esperando. O murmuramos cuando el jefe o el párroco elogia al otro cuyo aporte no nos parece tanto como lo nuestro.

La miopía del hijo mayor no le permite percibir la magnanimidad de su padre. Enojado con la celebración para su hermano, el mayor no se da cuenta del hecho como su padre se ha humillado a sí mismo para llamarlo a la fiesta. Ni aprecia que la herencia que queda ya pertenece a él. Seguramente es penoso vivir con resentimiento y envidia. Pero no estamos sin remedios cuando parece que no recibimos todo lo que merecemos. Podemos escoger a vivir en la gratitud por lo que tenemos. Particularmente nosotros aquí tenemos mucha razón para agradecer a Dios. En primer lugar, la mayoría de nosotros tenemos familias que nos quieren. Segundo, vivimos en una sociedad libre con oportunidades de aprender y de trabajar. Finalmente, tenemos la fe que nos provee acceso a la fuente y el término de la vida. En lugar de obsesionarnos sobre cómo injusto parezca el mundo, pudiéramos ofrecer oraciones de gracias.

Llamamos la parábola “El hijo pródigo”, pero es el padre que domina la historia. Un símbolo para Dios, el padre se incomoda para buscar a los dos hijos extraviados. ¿Cómo podemos imitar a él? El padre se acoge a su hijo menor sin darle un discurso sobre la economía. También nosotros deberíamos aceptar a todos encomendados a nuestro cuidado – no sólo a hijos sino también a parientes, amigos, y asociados. Posiblemente no podamos aprobar todas sus acciones pero de todos modos queremos mostrar nuestro afecto hacia ellos. Una vez una mujer llorando que su hija era homosexual vino a pedir el consejo de un sacerdote. Ojala que tomara a cariño sus palabras que no es pecado ser homosexual y que la hija necesita el apoyo de su madre. Más allá que la aceptación tenemos que pasar tiempo con aquellos en nuestro cuidado. Nos instruye cómo el padre en la parábola interrumpe su festejar para ayudar a su hijo mayor superar su ira. No le exige que se una en la celebración pero demora para explicar el propósito de la fiesta. El tiempo para amistades, aún tiempo para los hijos está haciéndose cada vez más escaso. Se ha informado que la gente no visita ni a sus amigos ni a sus parientes con tal frecuencia como hacía una generación. Tampoco están los padres pasando tiempo con sus propios hijos. Estas tendencias son lamentosas. Pues, la confianza, como una perla, requiere un gran rato para construirse.

La última escena del cine “Maestro y comandante” muestra un buque de vela haciendo una media vuelta en el medio del océano. Esto puede simbolizar al hijo menor regresando a su padre en la parábola de Jesús. También asemeja a cada uno de nosotros durante la cuaresma. Ya es tiempo para darnos cuenta de que nos hemos extraviado en la búsqueda de diamantes. Ya es tiempo para redescubrir la perla del amor de Dios para cada uno de nosotros y para formarnos como a Él. Ya es el tiempo para formarnos como Dios.

El domingo, 7 de marzo de 2010

III Domingo de Cuaresma

(Éxodo 3:1-8.13-15; I Corintios 10:1-6.10-12; Lucas 13:1-9)

Los informes sobre el terremoto en Haití siguen asombrándonos. El gobierno del país dice que dos cientos treinta miles de personas han perecido. Añade que hay otros tres cientos miles heridos y un millón de habitantes sin techo. Ahora estos desamparados sufren por las lluvias, y tendrán el problema continuo de alimentarse. Como los hombres en el evangelio, querríamos hablar con Jesús sobre la catástrofe.

Vienen a Jesús con las noticias que Pilato ha tenido asesinadas algunas personas mientras ofrecían sacrificios. De la pregunta con que Jesús responde a sus informadores tenemos la idea que ellos quieren saber qué pecado cometieron para merecer un fin tan atroz. Pues, los antiguos siempre ven un vínculo entre el comportamiento de la persona y la consecuencia que experimenta. Sin embargo, a Jesús no le importa quien cometió cual pecado.

Ni le interesaría al Señor nuestro interrogante. En tiempos modernos -- tal vez por el reto de los ateos, tal vez por la predicación de Dios con un amor no condicional – preguntamos: “¿Cómo puede ser que Dios permita pasar el terremoto haitiano, el tsunami de 2004, el genocidio en Ruanda, u otro tal desastre?” Tal vez los terroristas merezcan la aniquilación, pero ¿qué mal hicieron los niños aplastados en el terremoto? Razonamos si Dios es bueno y todopoderoso, no querría que sus hijos e hijas sufrir tanto. Si no es bueno, no vale la alabanza. Si su poder tiene límites, tenemos que revisar la teología bíblica.

Como Moisés viendo la zarza ardiendo en la primera lectura, Jesús sabe que Dios es una entidad más allá de nuestros pensamientos. No podemos calcular los principios de Su ser, ni podemos entender por qué permite el sufrimiento de los inocentes. Para Jesús dos otras cosas son ciertas como la luz de la mañana. Primero, Dios tiene los pelos de los niños contados para que se les cambie la suerte. Y segundo, como dice en la lectura, si no nos arrepentimos, pereceremos de manera horrible.

Muchos responderán a Jesús, “¿De qué tenemos arrepentirnos? No vivimos en pecado.” La ceguera a nuestros propios pecados también es un síntoma del tiempo. Jesús nos ha venido para formarnos en verdaderos hijas e hijos de Dios. Se ha crucificado para limpiar nuestros corazones de los deseos para dominar, poseer, y tomar el placer animal. En su libro sobre la pena de muerte, la religiosa Helen Prejean describe al señor Lloyd LeBlanc, el padre de una victima de homicidio, con tal corazón arrepentido. Un día la hermana Helen buscó al señor LeBlanc en su campaña para salvar la vida del asesino. Como un héroe, dice la hermana Helen, el señor Leblanc le pidió a ella que se arrodillara con él para rezar no sólo por su hijo y su esposa y la otra victima del crimen y sus padres sino también por los asesinos y sus padres. Hasta que reconozcamos a nuestros enemigos como hermanos e hermanas como el Lloyd LeBlanc, tendremos que reformarnos.

Hace casi ocho años y medio los terroristas tumbaron las Torres Gemelas. ¡Qué atroz experiencia fue! ¡Cómo rezábamos por las tres mil víctimas! Sin embargo, no se recuerda ninguna oración por los terroristas. Sí, es cierto, fueron matados en los atentos. Pero ¿echamos una oración para que Dios les tuviera misericordia en sus almas? O ¿rezamos por sus padres que tenían que vivir con la vergüenza de tener a hijos culpables de la muerte de miles de personas inocentes? Hasta que podamos rezar por éstos espontáneamente, tendremos algo de arrepentirnos.