El domingo, 2 de octubre de 2011

XXVII DOMINGO ORDINARIO

(Isaías 5:1-7; Filipenses 4:6-9; Mateo 21:33-43)

La vieja quería desahogarse. Como otros, se exasperaba de las injusticias del tiempo actual. Ella reclamó que las tormentas recientes en su ciudad causando mucha inundación no fueron por casualidad. Más bien, según ella, “Dios está tratando de decirnos algo pero nadie le hace caso”. En otras palabras, ella creyó que Dios estaba castigando al pueblo por su mala conducta. Sí, es posible que Dios, como el propietario en la parábola de Jesús, estuviera penalizando a la gente por sus pecados. Sin embargo, tenemos que cuidarnos cuando interpretamos el mal tiempo como la voluntad de Dios. Si no, la próxima vez que pase un tiempo agradable tendríamos que concluir que Dios se ha cambiado la opinión.

Ciertamente existe un montón de acciones humanas que perturban a Dios. Los narcotraficantes asesinan a los inocentes en sus propios países mientras esclavizan a los jóvenes en otros. Los muchachos luchan contra sus padres. La solidaridad entre los ricos y los pobres sigue deteriorando. Pero más que estas barbaridades, a lo mejor se harta Dios de la manera en que la gente abusa el sexo. Dios les dotó el sexo a los seres humanos para poblar la tierra y por otras razones trascendentes. Pero los hombres lo han pervertido en su búsqueda interminable para el placer.

El sexo sirve como el mecanismo para despertar a la persona de su ensimismamiento. Sin el apetito sexual muchos jóvenes serían cerrados en sí mismos sin deseo de relacionarse con sus pares. La pornografía quiere retroceder el proceso. Usada para estimular el placer, la pornografía reemplaza los esfuerzos de conocer a la otra persona con la fantasía de poseerla gratis. En el pasado la grafiti y las revistas fueron los medios más comunes de este azote. Ya los videos, el Internet, y el teléfono celular por mucho dominan la industria.

No es que la pornografía se acaben con imagines cursando la mente rápidamente. Más bien, como un tornado, dejan víctimas en todos lados. Daña a las personas involucradas en la producción de la materia, particularmente mujeres y muchachas. Más al caso, la pornografía perjudica a los que la miran – mayormente hombres pero también mujeres. Se ha asociado la pornografía con varias patologías incluyendo enfermedades psicológicas, problemas en el matrimonio, y la tendencia a violar mujeres.

El acto sexual se hace para el matrimonio; eso es, la unión de un hombre con una mujer hasta que muera uno u otra. El papa Juan Pablo II nos ha ayudado entender esta relación particular. Dijo que Dios, como una comunión de personas, creó a los hombres en su imagen para amar y formar sus propias comuniones personales. Se logra la comunión más íntimamente en el matrimonio.

Por la naturaleza del acto matrimonial el hombre se compromete todo su ser a la mujer y viceversa. La intimidad y la entrega del acto hecho con el compromiso son tan completas que los dos sienten que valen la vida del otro. La unión da la posibilidad de prole que profundiza aún más el amor. Por todo esto se puede discernir porque el sexo fuera del matrimonio es una mentira, un engaño, últimamente un pecado mortal. Sea entre una persona casada y otra, entre dos personas no casadas, o entre dos personas del mismo sexo, la relación fuera del matrimonio no puede conllevar ni la entrega completa, ni el gran valor, ni la profundización del amor. Sólo trae el placer que desaparece tan pronto como agua pasando por el drenaje.

Cuando se casan una pareja, el novio mira en los ojos de la novia y viceversa. Entonces él dice a ella, y ella a él, que se compromete a sí mismo “en lo próspero y en lo adverso”. Eso es, se quedarán unidos sean tiempos de tormentas o tiempos agradables. Con esfuerzos tan grandes como los de un tornado ellos van a luchar por la comunión. Van a luchar por la comunión.

El domingo, 25 de septiembre de 2011

XXVI DOMINGO ORDINARIO

(Ezequiel 18:25-28; Filipenses 2:1-11; Mateo 21:28-32)

Se dice que la religión más grande en los Estados Unidos es el Catolicismo. Y la segunda religión más grande es la de los ex-católicos. No es cierto todo esto. Pero manifiesta una verdad. Muchas personas están dejando la Iglesia Católica. Según una encuesta, de los adultos en los Estados Unidos 31.4 por ciento dicen que fueron criados como católicos mientras sólo 23.9 por ciento se identifican como católicos ahora. Como el primer hijo en la parábola del evangelio hoy, esta gente inicialmente dice que “sí” pero no cumple su compromiso.

Personas saliendo de la Iglesia no es nada nuevo. El evangelio según san Juan cuenta de “muchos de los que habían seguido a Jesús lo dejaron…” (Juan 6:66). En la Apocalipsis el vidente Juan reprocha a la Iglesia de Éfeso: “No tienes el mismo amor que al principio”. En México aproximadamente 85 por ciento de la población dicen que son católicos, pero existe evidencia que una porción significante de estos asiste a los servicios de otras comunidades de fe.

¿Por qué la gente deja la fe católica? Jesús provee algunas razones donde habla de la semilla cayendo en diferentes lugares. Como la semilla en el camino que las aves comen, algunas personas se hacen presas del diablo por el sexo o el dinero. Otras, como si fueran plantas ahogadas por espinos, son tan entregadas a los deportes, al trabajo, o a sus hobby que cesan a acudir a la iglesia. Para entender los motivos más corrientes la revista jesuita América hizo “entrevistas de salida” con la gente que se han dejado el Catolicismo. Los resultados no sorprendieron. Una mujer dijo que se decepcionó cuando algunos obispos no permitieron a los políticos católicos recibir la santa Comunión porque no estaban por una ley que prohibiría el aborto. Otra mujer se quejó de su párroco que abolió el consejo parroquial. Un hombre contó de un monseñor que negó la experiencia del abuso que el hombre mismo vivió.

La gran mayoría de nosotros ha sentido desilusionados con la Iglesia por estas razones y otras. Tal vez hayamos pensado en dejarla. Sin embargo, como el segundo hijo en la parábola, decidimos que vamos a seguir lo que percibimos como la voluntad de Dios Padre. ¿Por qué nos quedamos? Sí, tenemos miedo de ser condenados si no vamos a misa. Pero, como los demás, a lo mejor pudiéramos convencernos que Dios nos aceptaría si vivimos honradamente. De todos modos se puede discernir al menos tres otras razones para quedarse católicos. En primer lugar la fe católica define quienes somos. Es la tradición de nuestras familias y el ambiente de muchos de nuestros amigos. Dejar ser católicos sería como cambiar nuestros apellidos y mudarnos a la Antártica. En segundo lugar, nos impresionan la permanencia de la Iglesia y la integridad de su doctrina. Ha sobrevivido por dos milenios soportando persecuciones externos y escándalos internos. Asimismo, la doctrina de la Iglesia es tan coherente que enseña a los sencillos mientras se defiende contra los cínicos. Sobre todo seguimos como católicos porque nos damos cuenta que Dios ha dotado a la Iglesia con todo lo necesario para hacernos santos. Particularmente en la Eucaristía, donde compartimos en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, nos damos cuenta como el Señor nos fortalece para vencer el pecado.

Una vez un periodista preguntó a la Madre Teresa de Calcuta si era santa. La Madre Teresa lo miró en los ojos y le dijo: “Es mi tarea ser santa. También es la tuya. ¿Por qué piensas Dios nos ha puesto en la tierra?” Es la tarea de cada uno de nosotros. Tanto los políticos como los obispos, tanto los mexicanos como los americanos, tanto los cínicos como los monseñores están en la tierra para hacerse santos. Y la Iglesia existe para ayudarnos en esta tarea. La Iglesia existe para ayudarnos ser santos.

El domingo, 18 de septiembre de 2011

XXV DOMINGO ORDINARIO

(Isaías 55:6-9; Filipenses 1:20-24.27; Mateo 20:1-16)


Babe Ruth era el mejor beisbolista de su época. Dicen que él cambió el deporte con sus jonrones gigantes. Por supuesto Ruth ganó mucha plata por sus hazañas. Un día un periodista le preguntó qué pensó de su salario de $80,000 como más que lo del Presidente. Ruth respondió, “Tuve un mejor año que él”.

Ruth no es el único que cree que el valor del hombre depende sólo de su actuación. A mucha gente le fascinan personas con salarios exorbitantes. Quedan maravillados con ejecutivos ganando millones de dólares cada año. Envían a los cirujanos que cobran miles por una cirugía. Asimismo desprecian a aquellos cuyos salarios son una pequeña parte de lo que ganan los ricos. Sean campesinos o sean maestros de escuela les consideran como perezosos e ignorantes. En el evangelio Jesús corrige esta perspectiva que aprecia a la persona principalmente por valor económico.

La parábola de Jesús cuenta de un propietario que paga a todos sus trabajadores la misma cantidad. Tantos aquellos que laboraron sólo una hora en su viña como aquellos que se esforzaron por doce reciben el mismo denario. Cuando los pobres que soportaron el calor del día vienen a quejarse, el patrón les despide severamente. Dice que han recibido el salario en que estaban de acuerdo. Jesús no cuenta – a lo mejor porque es bien entendido – que el propietario paga a todos un denario porque es el mínimo para mantener al trabajador y su familia por un día.

Desde que el propietario de viña representa a Dios Padre, Jesús está tratando la justicia divina. Enseña que ella supera todos intentos humanos para proveer por el pueblo. Dios conoce los problemas de mente y las disposiciones del corazón de cada uno de sus criaturas. Responde a él o a ella con el mixto de penas y premios para atraerle al camino de la vida eterna. Para uno será un buen sueldo. Para otro será una gran familia. Para aún otro serán manos hábiles.

La justicia humana se aproxima la justicia divina cuando se da cuenta de la dignidad de la persona. Cada ser humano es imagen de Dios que merece el apoyo para crecer en persona responsable. El principio bajo la queja de los trabajadores – que se les pague según el esfuerzo expendido – sirve como un paso primero de la justicia. Pero no se debe terminar aquí. En la cuestión de pagos la justicia tiene que considerar también la capacidad del trabajador, sus necesidades personales, y el efecto de sus labores. Por esta razón los gobiernos han implementado mecanismos como el salario mínimo, ajustes en la tasa de impuesto, y – en necesidades extremas – la asistencia social.

Para perseguir la justicia tenemos que vigilar sobre la codicia. Sí, a veces parece que no somos adecuadamente recompensados por nuestro trabajo. Pero en lugar de siempre exigir más, primero deberíamos agradecer a Dios por lo que poseemos. Entonces, podemos revisar las cuentas para ver si realmente nos hace falta más. También, si vamos a ser justos, fomentaremos un afecto para todos – ricos y pobres. Desgraciadamente en la parábola los trabajadores de la madrugada no imaginan a sus colaboradores de la tarde como sus hijos que al menos por un día han tenido buena suerte.

Algunos definen al ser humano como (en latín) homo económico, eso es el hombre que vive para expandir su valor económico. No parece justa esta definición. Según Jesús el ser humano es homo delectus, eso es el hombre querido por Dios. Por el amor de Dios somos creados en su imagen. Por el amor de Dios somos miembros de su gran familia. Por el amor de Dios perseguimos la justicia.

El domingo, 11 de septiembre de 2011

EL XXIV DOMINGO ORDINARIO

(Eclesiástico 27:33-28.9; Romanos `14:7-9; Mateo 18:21-35)

Es cinco y media de la tarde. Sientes estresado, frustrado, airado. Pues has estado estancado en el tránsito por casi quince minutos. Entonces la radio anuncia su selección del día para “la cura de cólera de camino”. De repente te alivias. Vas a escuchar música que vuelve la furia en la paz. Asimismo en la primera lectura hoy el sabio Sirácide amonesta remedios para el rencor.

Sirácide vivió unos dos cientos años antes de Cristo. En su tiempo muchos judíos estaban adoptando las costumbres de los griegos que tomaron poder de Israel. Sirácide quería enseñar al pueblo la superioridad del judaísmo a la filosofía helenista. Aunque los griegos tenían el estoicismo enfatizando el control sobre las emociones, los judíos brindan un motivo mejor. El judío dominará el rencor para recibir la salvación de Dios.

Pero ¿siempre es malo el enojo? Se confiesa el enojo como pecado tanto que vale la pena tratar el tema. El enojo es una emoción. Es cómo se responde a la injusticia que se siente. Como tal, ¡no es pecado! Pero cuando se permite que el enojo desborde en la cólera, la ira, o el rencor que haría la injusticia en torno, se hace pecaminoso. De hecho, porque la ira puede desempeñarse pronto en golpes no autorizados o aun en el asesinato, se considera uno de los pecados capitales.

Como todo pecado, el rencor hace daño al sujeto tanto como a los demás. Y no sólo le amenace la relación con Dios. También perjudica al enojón en modos perceptibles. Se ha vinculado el rencor con dolores de cabeza, el desorden del sueño, la alta presión de sangre, y otras patologías. A veces la persona rencorosa se pone tan agresiva que hace daño a sí mismo. Se ha reportado que hombres y mujeres se han lesionado a sí mismos reaccionando violentamente a una máquina expendedora.

Ahora conmemoramos la muerte de casi tres mil norteamericanos inocentes hace diez años por las manos de diecinueve terroristas musulmanes. Ciertamente Osama ben Laden y sus tenientes merecieron una respuesta firme por sus papeles en el ultraje. Pero ¿fueron necesarias la invasión de Irak y la negación de los derechos de muchos musulmanes por un tiempo extendido? Es posible que el gobierno estadounidense haya reaccionado con el rencor por los ataques del 11 de septiembre causando dificultades a sus propios ciudadanos.

En el evangelio Jesús nos exhorta a perdonar a aquellos que nos ofenden. Desgraciadamente en el caso de once de septiembre no queda nadie a perdonar. La organización terrorista de Osama ben Laden nunca se ha arrepentido del crimen pero sigue sembrando maldades. Sólo nos toca a rezar con el perdón como un aire en nuestros corazones deseando a brotar en una brisa refrescante. En primer lugar rezamos por todas las víctimas – por los muertos de once de septiembre de 2001 sí y también por los militares que dieron sus vidas en las represalias justas, y por los no combatientes que murieron en Irak y Afganistán. Entonces, oramos por los terroristas que pidan perdón por sus crímenes. Finalmente rezamos por nosotros mismos que en la búsqueda de la justicia no caigamos en la ira.

“No hay paz sin la justicia”, dijeron los profetas de antigüedad. Es cierto, pero el papa Juan Pablo II mejoró este dicho significativamente. Conociendo la naturaleza humana, el papa añadió: “No hay justicia sin el perdón”. Sin el perdón estamos estancados en el rencor como si fuera el tránsito de las cinco y media de la tarde. Sin el perdón el enojo se puede desbordar en la furia causando homicidios. Sin el perdón no se recibe la salvación de Dios.