El domingo, 7 de septiembre de 2014



EL VIGÉSIMO TERCER DOMINGO ORDINARIO

(Ezequiel 33:7-9; Romanos 13:8-10; Mateo 18:15-20)

Un sacerdote contó esta historia acerca de su padre, un policía.  Un día su padre fue a la casa de un famoso criminal para detenerlo.  Esa noche le contó a su hijo lo que pasó.  El muchacho le preguntó cómo reaccionó la familia del criminal cuando lo aprehendió.  El policía dijo que no sabía; pues esperó al criminal fuera de la casa.  Entonces le preguntó a su hijo: “¿Piensas que lo avergonzaría a un hombre ante su familia?”  Vemos este mismo respeto para la persona en el evangelio hoy.

Las normas de Jesús para corregir al pecador aprecian la dignidad del pecador como persona humana.  En el principio el acusador ha de acercarse solo al otro, sombrero en mano.  El propósito es ganarlo de nuevo como hermano.  Sólo al final cuando el pecador se muestra reacio a arrepentirse se puede informar a toda la comunidad.  Es notable que la corrección siempre termine en la oración.  Si el pecador perdura en su crimen, la comunidad rezará a Dios que se fije en el pecado.  Si se convierte, rezará para que Dios le perdone.

Parece a algunos que la comunidad católica no respeta sino les hace difícil a sus miembros.  Les obligan a decir la verdad venga lo que venga.  Les prohíbe a usar anticonceptivos porque el uso viola la ley natural.  Les insiste que asistan en la misa dominical como nuestro deber a Dios. Con los muchos preceptos la gente se pregunta si la Iglesia no está atando grandes cargos sobre sus hombros.  Pero tal juicio sería desmesurado.  Los obispos siempre quieren que los católicos crezcan en la virtud.  Reconocen que  vivimos en un mundo desequilibrado. Ya la sabiduría prevalente dicta que se maximice el placer inmediato sin pensar mucho en el destino eventual.   Por esta razón la sociedad permite que se quite la vida de un feto simplemente porque sería inconveniente llevarlo a término.

¿Realmente nos importa la virtud si tenemos los sacramentos para portarnos a cielo?  Algunos de nosotros piensan de esta manera.  Cuentan con la misericordia de Dios para ser admitidos a su Reino.  Pero este tipo de pensar no toma en serio lo que San Pablo dice en la segunda lectura.  Según Pablo, somos escogidos por Dios para amar a nuestro prójimo.  Seguramente el amor verdadero requiere sacrificios de nuestra parte.  Si vamos a valer al otro como un ser digno y no como el medio de nuestra propia satisfacción tendremos que limitar los deseos de nuestra voluntad.  Esto es el proceso de hacernos “puros de corazón” a lo cual Jesús nos llama en las bienaventuranzas.  Las enseñanzas de la Iglesia nos apuntan el camino que hemos de atravesar para realizarlo.  Sus sacramentos son para fortalecernos en el viaje.

Se llama la Iglesia a veces “madre”.   Hay al menos dos razones para este nombramiento.  En primer lugar la Iglesia – la comunidad de la fe – nos lleva al pilar del Bautismo.  Es por ella que nacemos de nuevo con el Espíritu Santo dentro de nuestro ser.  Segundo, la Iglesia es “madre” porque nos cría con todo el amor de una mamá.  Nos enseña a decir la verdad y respetar a los demás.  Tan importante, nos guarda de la vergüenza del pecado.  Al menos en estos sentidos la Iglesia nos actúa como una madre.

El domingo, 31 de agosto de 2014



VIGÉSIMO SEGUNDO DOMINGO ORDINARIO

(Jeremías 20:7-9; Romanos 12:1-2; Mateo 16:21-27)

Una vez San Francisco de Asís fue a Egipto con los cruzados.  El santo no quería matar a los musulmanes.  No, tenía dos objetos contrarios.  O convertiría a los musulmanes al cristianismo o moriría él mismo como mártir.  De una manera u otra habría sido contento.  Resultó que Francisco encontró al gran califa de Egipto Málico al-Kamil.  El califa retó a Francisco a caminar sobre una cruz y, por eso, cometer la apostasía.  El santo lo hizo recordando al califa que había tres cruces en Gólgota el día que murió Jesús y Francisco pisoteó aquella del ladrón malvado.  Entonces Francisco retó a Málico a convertirse al cristianismo.  El califa se negó diciendo que si él se convertiría, sus paisanos matarían tanto a Francisco como a él.

El encuentro con el califa evidentemente cambió el planteamiento de Francisco.  Cuando se hicieron las normas para misioneros franciscanos, se estipuló que los frailes no habían de hacer a conversos con la espada ni habían de provocar a los no cristianos a martirizar a ellos.  Más bien, ellos tendrían que someterse a los musulmanes como ejemplo de la paciencia de Cristo o que proclamar a Cristo sin ninguna muestra de fuerza.  En la segunda lectura hoy San Pablo les pide a los romanos algo semejante.

En su entusiasmo para la fe a veces la gente quiere hacer sacrificios extraordinarios.  Puede ser caminar cien millas a un santuario o posiblemente ofrecer el pago de un mes de trabajo a una caridad.  Aunque no se burla de estos ofrecimientos, Pablo en la lectura recomienda otro tipo de sacrificio.  Les dice que se ofrezcan a sí mismos.  Tiene en cuenta obras de caridad que reflejan el amor de Jesús a los demás.  Por ejemplo, hay voluntarios de una parroquia que va a la prisión federal cada quince días para compartir la fe con los encerrados.  Otro ejemplo es la gente de otra parroquia que sirve comida a los indigentes cada ocho días. 

“No tengo tiempo para visitar la prisión”, dirán algunos.  Otros agregarán, “No puedo imaginarme en la calle con los alcohólicos y adictos”.  Está bien;  hay cien mil maneras de ofrecer nuestro tiempo y esfuerzo al Señor.  No es aun necesario que ayudemos con nuestras manos.  Si nos toca a orar por los demás, esto también vale porque nos quita del televisor para pensar en otras personas.  Las palabras de Jesús en el evangelio deben formar nuestro pensar: “’Él que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que tome su cruz y me siga….’”

Vivimos en un mundo donde casi todos se preocupan de hacerse ricos, de tener a una persona sexy como pareja, o simplemente de pasar tanto tiempo como posible relejando ante el televisor.  Simplemente por fuerza de esta deriva contraria no es fácil poner el seguimiento de Jesús como la prioridad principal en la vida.  Sin embargo, tratamos a hacer exactamente eso porque, como dijo el médico que se recobró del viro Ebola la semana pasada, Dios ha sido tan bueno con nosotros.  También, a lo mejor con el mismo doctor, sabremos que colaborando con Jesús podremos hacer nuestro mundo – al menos nuestra comunidad – más sano.  Finalmente, no nos cabe duda que siguiendo a él, llegaremos a un mundo mejor donde no hay ni matanza ni indigentes.  Siguiendo a Jesús llagaremos a un mundo mejor.

El domingo, 24 de agosto de 2014




EL VIGÉSIMO PRIMERO DOMINGO ORDINARIO, 24 de agosto de 2014

(Isaías 22:19-23; Romanos 11:33-36; Mateo 16:13-20)

En el año 1956 un programa concurso era el programa más popular en la televisión norteamericana.  Llamado “The $64,000 Question” (la pregunta que vale $64,000), el programa atrajo la atención de todos. Desde el Presidente de la Republica hasta el criminal en la calle la gente se sentó ante sus televisores la noche del martes para verlo.  La trama fue sencilla: se le preguntó al concursante una pregunta inicial cuya respuesta valió un dólar y cada vez que respondió correctamente se le duplicó ambos el valor y la dificultad de la próxima pregunta.  Por supuesto, cuando llegaron a la pregunta que valió el máximo de $64,000, el suspenso fue palpable.  Todo el mundo se maravilló de los genios que podrían identificar detalles menores como la firma de Shakespeare.  Bueno, en el evangelio hoy Jesús tiene una pregunta que vale aún más que $64,000.

Jesús pregunta a sus discípulos quien piensa la gente es él.  Sus respuestas son previsibles. La gente ve a Jesús como un profeta como el fogoso Elías o el sufrido Jeremías.  Es como muchos en la sociedad hoy respondería al mismo interrogante.  Según la opinión de muchos Jesús es no más que un gran líder religioso como Mohamed o un reformador venerable como Mahatma Gandhi.  Como en el caso de la gente en el evangelio, llamar a Jesús como un santo o un reformador hace algún sentido. Sin embargo, estas descripciones apenas captan toda la realidad que es Jesús.

Después de buscar la opinión de la gente, Jesús dirige la misma pregunta a sus discípulos: “’Y ustedes ¿quién dicen que soy yo?’”  Quiere una respuesta más acertada, más indicativa de su acompañamiento cercano de él.  Parece que Simón no demora nada para contestarle: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”.  Eso es, Jesús es de la misma naturaleza de Dios como un padre y un hijo llevan características comunes.  Ni siquiera Simón todavía tiene un concepto adecuado de esta naturaleza, pero lo importante es que le reconoce a Jesús como hombre divino.  En tiempo Pedro y los demás discípulos aprenderán que la característica más destacada del Padre Dios tanto como el Hijo es el amor.  Eso es, el Creador del universo no domina a la humanidad – el pináculo de su creación -- para dar a sí mismo el homenaje sino la ama para que compartan su gloria.

¿Reconocemos nosotros a Jesús como Dios?  Sí, muchos asienten con la cabeza, pero si es la verdad cumplimos su voluntad.  Como él viene no para dominar sino para servir, nosotros dejaremos los modos bruscos que caracterizan nuestro tiempo para ayudar a uno y otro.  En lugar de comportarnos bien sólo cuando nos miran otras personas, vamos a ser conscientes en todo momento.  En lugar de quejarnos de aquellos que nos dan dificultad, vamos a buscar mejor comprensión entre ellos y nosotros.  En lugar de pensar mal de personas de otras razas y religiones, vamos a rezar por el bien de todos.  Así les invitamos a todos a compartir un mundo mejor.  Si aceptan nuestra oferta, van a ser aceptado por Dios en la vida eterna.  Y si se nos rechazan, bueno, es para Dios a decidir lo que pasará a ellos.  De todos modos, se puede decir que los actos de amor comprenden las llaves del Reino que Jesús encomienda a Simón Pedro en el evangelio.  Sí, son los actos de amor que comprenden las llaves del Reino.