El domingo, 4 de septiembre de 2011

XXIII DOMINGO ORDINARIO

(Ezequiel 33:7-9; Romanos 13:8-10; Mateo 18:15-20)

Alejandro es hombre imaginario. Pero hay muchas personas reales como él. Acaba de llegar al África para trabajar con la Organización de las Naciones Unidas. Está contento porque siempre ha querido viajar a países lejanos. Recibirá un buen sueldo, vivirá en la capital con sus muchas diversiones, y tendrá un carro con chofer y una casa con varios sirvientes domésticos. Su tarea será supervisar la implementación del Internet en las escuelas públicas. Estará en el país apenas un año y después de su partida se desharán la educación por el Internet como tallos de maíz se marchitan durante una sequía.

Dicen los veteranos en la ayuda externa que muy pocos trabajadores con agencias gubernamentales logran cambios sostenibles. Según estos expertos aquellos que hacen una carrera de ayuda externa desgastan tiempo asistiendo en reuniones hablando con otros oficiales, no con el pueblo. Sin embargo, estas mismas autoridades creen que sí se puede mejorar la situación de los países más subdesarrollados. Apuntan a los aventureros que son dispuestos a vivir entre la gente como los agentes verdaderos de desarrollo.

Susana es una enfermera estadunidense ayudando a los pobres en Kenia, el África oriental. Ella y su esposo, un médico, sienten que están allí porque es el plan de Dios. Ella está contenta porque, en sus propias palabras, “Estoy poniendo en práctica todo lo que aprendí”. Es como la Hermana Marjori, una religiosa colombiana que fue a Guyana Ecuatorial en el occidente del África. Trabajaba feliz por casi diez años también como enfermera. Curaba las enfermedades de la gente y les enseñaba la salud básica hasta que murió en un accidente hace tres años.

Un periodista escribe que tres cualidades marcan las personas que están mejorando la vida en los países más pobres. Primero, son hombres y mujeres de coraje. Eso es, tienen la valentía para irse a los lugares más remotos con un mínimo de recursos. Segundo, muestran respeto para la gente que encuentra. Les escuchan atentamente y aprenden de su sabiduría. Tercero, poseen la fortaleza, la capacidad de seguir sirviendo aunque si no reciben ni una palabra de agradecimiento. El periodista refiere al caso de otro médico en Kenia que salvó la vida de un ladrón. El ladrón robó la computadora de un asociado del médico que lo persiguió junto con la policía. Cuando la policía disparó al ladrón, el doctor detuvo la hemorragia con sus manos cubiertas sólo por una bolsa de plástico. Después de descubrir que el ladrón tenía el virus HIV, el médico se preocupó que fuera afectado. Afortunadamente no lo era, pero se decepcionó cuando el ladrón no le mostró ninguna huella de gratitud.

Se pueden nombrar estas tres cualidades y, sin duda, algunas otras para describir a las personas cambiando la suerte de la gente más pobre. Pero una virtud transciende y resume las demás. Es el enfoque de san Pablo en la segunda lectura hoy. Son hombres y mujeres del amor. Aman a sus prójimos y ven al prójimo en las gentes más lejanas. Dice Pablo que el amor cumple la ley. Anteriormente escribió que la ley nos conduce a Cristo. Es decir, donde hay amor, se encuentra a Cristo. Podemos añadir, donde se encuentra a Cristo, allí tenemos nuestra salvación.

Dicen que el amor nos hace en personas. Sin el amor, seríamos sólo individuos buscando la satisfacción de nuestros deseos naturales. El amor nos hace salir de nuestro ensimismamiento para reconocer y respetar al otro. Obviamente todos humanos tienen un poquito de amor. La tarea de la vida es expandir nuestra porción por actos de abnegación y compasión en imitación de Cristo. Es lo que vemos en los misioneros de extranjero. Pero podemos notar la misma virtud en el ministro juvenil de la parroquia que anda pidiendo ayuda por una muchacha pobre que quiere seguir estudiando. Cada uno de nosotros podemos fomentar el amor por tener la paciencia para con los ancianos y la comprensión para con aquellos que nos ofenden. De esta manera crecemos como personas humanas. De esta manera nos probamos dignos de Cristo.

El Domingo, 28 de agosto de 2011

XXII DOMINGO ORDINARIO

(Jeremías 20:7-9; Romanos 12:1-2; Mateo 16:21-27)

Fue un momento triste. El presidente anterior Ronald Reagan hizo un anuncio al pueblo americano. Dijo: "Me dicen que tengo la enfermedad Alzheimer". Todo el mundo estuvo asombrado. Tuvo que acostumbrarse a la realidad que su mandatorio por ocho años no iba a estar allí para consultarse. Peor aún, por enterarse de lo que había pasado a un ciudadano preeminente, cada ciudadano tuvo que enfrentar la posibilidad de sufrir la misma pérdida de mente. En el evangelio hoy encontramos a Jesús y sus discípulos tomando papeles semejantes a este presidente y el pueblo.

Jesús sabe que el puesto del Mesías no es para someter a los demás a su voluntad sino para servir a todos. Él no es un político buscando halagos de la gente. Más bien, viene para proclamar el reino de Dios aunque le costará el rechazo. Primero las autoridades lo condenarán; entonces las multitudes le darán la espalda.

Desgraciadamente, los discípulos no están preparados a recibir un mensaje tan retador. Ven a Jesús como el Mesías montado en caballo con espada en mano para derrotar a sus adversarios. Pedro toma la palabra de parte de todos. "No, Señor," dice en efecto, "estás equivocado". Los discípulos están reaccionando como la mayoría de personas que tienen enfermedades terminales. Dicen los psicólogos trabajando con tales enfermos que al enterarse de su condición casi siempre la niegan. Casi siempre piensan que la diagnosis sea equivocada.

No es pecado consultar a otro médico. Ni es incorrecto rogar al cielo para socorro. Pero más tarde o más temprano cada persona tiene que aceptar el hecho que va a morir. Entonces se hace nuestro papel, como los familiares y compañeros del enfermo, a apoyarlo en sus últimas jornadas. Puede significar que cambiemos nuestra rutina para cuidarlo. Una religiosa arregla su ministerio para estar todos los días con su madre afligida con la demencia. No quiere mudar a la mayor de su apartamento a un asilo aunque sabe que dentro de poco será necesario. Por lo pronto desea hacerle tan cómoda como posible sin arriesgar su seguridad.

Pero la mayoría de nosotros resistimos asumir tal responsabilidad. Aun si estamos dispuestos a visitar a los enfermos en el hospital, no queremos mantenerlos dependientes de nosotros. Para un hijo o un esposo esta carga significa lo que Jesús refiere en el evangelio como “tomar la cruz y seguirlo”. Como la cruz era un instrumento de la muerte en el tiempo de Jesús, vemos el sacrificio que exige el cuidado de un enfermo como una suerte demasiado dura para soportar.

Sin embargo, sólo por el sacrificio podemos merecer la vida eterna. Para los protestantes esta aseveración sería herética pero no para nosotros católicos. Nosotros creemos que por su cruz y resurrección Jesús gana la gracia que nos recrea como hijos e hijas de Dios. Esta gracia hace posible nos sacrifiquemos por los demás. Además, sólo con tal gracia podemos evitar la alternativa trágica mencionada en el evangelio. Eso es, sólo por la gracia podemos rechazar el ganar de los placeres del mundo en cambio por la vida eterna.

Una familia mantiene la pared de la entrada de su casa llena con cruces. Son grandes y pequeñas, con el cuerpo de Jesús y sin el cuerpo, enjoyadas y sencillas. Es como si fuera una cruz para cada persona en la cuadra. La pared de cruces dice en efecto lo que Jesús anuncia en el evangelio hoy. Eso es, cada uno de nosotros tiene que soportar su propia cruz para ganar la vida eterna. Cada uno tiene que soportar su cruz.

El domingo, 21 de agosto de 2011

XXI DOMINGO ORDINARIO

(Isaías 22:19-23; Romanos 11:33-26; Mateo 16:13-20)

Sócrates vivió en Atenas cuatrocientos años antes de Cristo. Como Jesús Sócrates no nos dejó ningún escrito existente. Sin embargo, otra vez como Jesús, fue el maestro más célebre de su época. Se aprovechaba de un método de pedagogía que ahora lleva su nombre. El “método socrático” persigue el conocimiento por hacer varias preguntas del objeto eliminando lo que no sigue bien hasta que llegue a la verdad. En el evangelio hoy encontramos a Jesús haciendo una pregunta que nos conduce a la verdad de verdades.

Jesús pregunta a sus discípulos: “¿Quién dicen que soy yo?” No es un joven inseguro de su parentesco. Ni quiere probar a sus seguidores del entendimiento para su mensaje. No, su propósito es para enseñarles ambas su identidad y su misión. Es como el entrenador que enfatiza los básicos por llegar a la práctica con balón en mano preguntando, “¿Qué es esto?”

Hoy en día nosotros seguimos preguntando: ¿quién es Jesús? Además de decir que fue un maestro judío, que vivió en Galilea hace dos mil años, y que fue crucificado por los romanos, podemos delinear varias maneras para describir su impacto a la humanidad. Aquí vamos a nombrar tres que corresponden a tendencias significantes en nuestros tiempos. Primero, del punto de vista personalista Jesús es uno de los hombres más coherentes de la historia. Predicaba el amor al prójimo y murió defendiendo la causa. Nunca traicionó sus valores. Segundo, de la perspectiva egoísta Jesús es uno de los más ilusos que se puede imaginar. No sólo murió en la pobreza y de edad tierna sino inspiró a miles de millones de personas a vivir sujetando sus impulsos más creativos a una fantasía comunal. Tercero, de la mirada humanista-religiosa Jesús es el Dios-hombre que anunció el reino de los cielos a la gente como motivo para arrepentirse de sus pecados. Se entregó a sí mismo a la muerte para liberar al mundo del pecado.

En el evangelio Jesús cambia el nombre a Simón para indicar su papel en el proyecto salvífico. En adelante Simón será “Pedro” porque como una piedra él tendrá que mantener a la comunidad estable en la verdad y el amor. Asimismo cómo nosotros identificamos a Jesús determinará el modo en que vamos a vivir. Se puede ponernos un nombre que indica nuestro planteamiento. Si optamos para los personalistas, nos llamaríamos “Ernesto”. Seguiríamos nuestra propia luz interior aun rechazando la moral del evangelio si no nos da la gana. Tampoco reconoceríamos la necesidad de la gracia que los sacramentos imparten para llegar a la felicidad. Seríamos “Ricardo” si nos ponemos con los egoístas. Desearíamos ser ricos y como un cardo picaríamos para poner más plata en el bolsillo. Aunque podríamos regalar carros Mercedes-Benz a compañeros, no alzaríamos el dedo para ayudar a los demás. Ni por los huérfanos nos preocuparíamos. Finalmente si ponemos nuestro destino con los humanistas religiosos, nosotros podríamos llamarnos “Amado” porque reconoceríamos el montón del amor que Dios tiene para nosotros. No seríamos perfectos pero nos esforzaríamos a complacer al Señor cada momento. No nos avergonzaríamos a arrodillarnos a rezar a Él por todos incluyendo nosotros mismos.

Como los Amados conoceríamos la paz en tierra porque nos daríamos cuenta de que Dios también es todopoderoso. Mejor aún, como en el evangelio el Señor le da a Pedro las llaves del Reino, nos concedería a nosotros la clave a la gloria en la muerte. Tal vez no consigamos propiedad de una empresa multimillonaria como los Ricardos. Ni, como los Ernestos, recibamos la llave a los corazones de otras personas. Sin duda estos tesoros nos traerían alguna satisfacción como tener boletos al partido campeonato. Pero al final de cuentas palidecería en comparación a Cristo como asientos detrás del gol a los de media cancha.

Hemos visto tarros de café llevando la explicación del nombre de una persona. Por ejemplo, diría uno, “Carmelo: de Carmel, un monte de Israel asociado con la virgen María; suave y fuerte”. Podemos inventar un tal dicho para los Amados. “Amado: querido, no perfecto pero fiel en los básicos, destinado al cielo”. Amado es cada uno de nosotros que seguimos a Jesús. Amado es cada uno de nosotros.

El domingo, 14 de agosto de 2011

XX DOMINGO ORDINARIO

(Isaías 56:6-7; Romanos 11:13-15.29-32; Mateo 15:21-28)

Como todos, el papa Benedicto busca alivio durante el verano. Deja el calor de Roma para Castel Gandolfo, un refugio en los cerros. Allí se libera de la rutina vaticana. Sin duda reza y lee, pero no recibe a tantos visitantes oficiales. Pues es tiempo de descansar y refrescarse. En el evangelio hoy encontramos a Jesús haciendo algo semejante.

A lo mejor Jesús se retira a la comarca de Tiro y Sidón para un respiro. Ha estado proclamando el Reino del amor de Dios a los judíos en Galilea. Todo el tiempo afronta la amenaza de los fariseos que resienten su despreocupación para toda costumbre antigua. Ya quiere tomar un “sábado” extendido – unos días sin la exigencia para darse a los demás. No es una ilusión egoísta, sino el contrario. Va a respirar un poco para dedicarse con mayor eficaz a Dios y al prójimo.

De repente oye un sonido familiar. Una cananea le implora socorro. Aunque no es judía, se llena su apelación tanto con la fe como con el patetismo. “Señor, hijo de David,” grita la mujer reconociendo que Jesús es una persona con relaciones firmes con Dios, “Mi hija está terriblemente atormentada”. Es la angustia de un padre que vino a la misa diaria mientras su hijo moría de cáncer. Es la desesperación de cada uno de nosotros cuando necesitamos algo fuera nuestro alcance.

Esperamos que no nos cierre la puerta. Si el dirigido es un oficial del gobierno, queremos que nos conceda un minuto para explicar nuestro apuro. “No está bien quitarles el pan a los hijos para echárselo a los perritos”, dice Jesús. Quiere conservar su energía para la gente a la cual su Padre Dios le ha enviado. Por la misma razón no es prudente dar plata a cualquier persona que se nos pide. Sin embargo, Jesús no dice, “No, vete de aquí” sino le permite a demostrar la profundidad de su fe.

La mujer responde tanto con humor como con humildad. “Es cierto”, dice, entonces agrega algo semejante, “no seamos los hijos elegidos del Padre sino Sus perritos que creó por amor”. Nos recordamos de los comerciales con animales en la televisión que llaman mucha atención.

Jesús recapacita su posición. Cambia su programa para aliviar la ansiedad de esta pobre con gran fe. Es como el caso del cura en Francia durante la primera guerra mundial. Una vez algunos soldados americanos llegaron a su casa para pedir permiso a enterrar a un compañero muerto en el cementerio parroquial. “Lo siento,” dijo el sacerdote con toda sinceridad, “este cementerio es sólo para los católicos”. Entonces excavaron una fosa para el fallecido fuera del muro de piedra que rodeaba el cementerio. El día siguiente regresaron a despedirse de su compañero por la última vez pero no podían colocar la fosa. Fueron a la casa cural un poco perturbados para preguntar qué pasó con la fosa que hicieron el día anterior. El sacerdote les confesó que no podían dormir en la noche por no permitir el entierro dentro del muro y reconstruyó el muro para incluir la fosa.

Nos ayudan mucho los programas prudentes. Deberíamos programar unas horas de ejercicio cada semana y un tiempo diario para rezar y leer. Pero también tenemos que ser flexibles con nuestros programas para acomodar el proyecto del Reino del amor. Faltar el ejercicio para acompañar a un compañero al hospital no daña el cuerpo tanto como beneficiar el alma. Es lo que el Señor Jesús hace por la mujer cananea en el evangelio hoy. Más notablemente aún, es lo que hizo por todos nosotros en la cruz.