Homilía del domingo – 1 de febrero de 2009

El IV Domingo Ordinario

(Deuteronomio 18:15-20; I Corintios 7:32-35; Marcos 1:21-28)

Casi parece como una fantasía. Sin embargo, es parte de la historia de Guatemala. En las montañas de este país durante el Siglo XVI vivían unos pueblos indígenas tan feroces que los conquistadores de España no podían controlarlos y los dejaron amenazar a uno al otro. La zona era conocida en el lenguaje indígena como Tuzulutlán, “la tierra de guerra.” Entonces vinieron unos religiosos vestidos en hábitos blancos. Pidieron a las autoridades españoles que les dejaran encontrar a los indígenas sin espadas y mosquetes por cinco años. Los frailes dominicos aprendieron el lenguaje indígena, tradujeron la Biblia en ella, y pusieron algunos versículos a música. Como resultado, los indígenas convirtieron a la Cristiandad y se renombró el área. No más era “tierra de guerra”; desde entonces se ha llamada “Verapaz,” la tierra de la verdadera paz.

Los frailes dominicos practicaron una nueva autoridad – no de armas sino de entendimiento y confianza. En el evangelio ahora vemos a Jesús similarmente mostrando nueva autoridad al pueblo de Cafarnaúm. Él puede callar a un espíritu inmundo y forzarlo fuera del poseído. La gente queda atónita. Jesús no solamente tiene poder sobre demonios sino también habla de manera distinta – directa, segura, y con imágenes que hace vivas sus palabras.

Estamos al principio del Evangelio según San Marcos. El autor quiere presentar a Jesús como nuestro salvador. Pero lo hará lentamente para que aprendamos el verdadero significado de ser salvado por Jesucristo. Como la gente en la lectura, veremos a Jesús echar demonios, curar a los enfermos, y enseñar con parábolas. No como la gente, oiremos los demonios llamarle “Santo de Dios” y “Hijo de Dios Altísimo” y oiremos a Pedro decirle, “Tú eres el Mesías.” Sin embargo, estos títulos pueden engañarnos hasta que lo veamos colgando de la cruz en Calvario. Sólo entonces nos daremos cuenta que Jesús es el amor de Dios Padre encarnado por nuestra salvación.

Este amor no es ni estéril ni limitado al pasado. Como una manantial perenne, tiene eficaz para siempre. Arrestará los espíritus inmundos que nos opriman a nosotros. Desde luego, no estamos poseídos como el desafortunado en la lectura. Pero, sí, nos faltan virtudes de modo que se pueda decir que estamos dirigidos por “espíritus inmundos.” Los adultos que sigan pasando la culpa por sus problemas a otras personas tienen un espíritu inmundo. Las jóvenes que compren cosas sin el dinero para pagarlas poseen otro espíritu inmundo. Los niños que lloriqueen si no reciben lo que pidan tienen aún otro espíritu inmundo. Cuando nos percatamos de un espíritu inmundo como éstos dentro de nosotros, que nos pongamos ante Jesús como hace el hombre en el evangelio. Entonces, que reconozcámosle la señoría y que pidámosle el socorro.

Homilía para el domingo, 25 de enero de 2009

Homilía para el III Domingo Ordinario

(Jonás 3:1-5.10; I Corintios 7:29-31; Marcos 1:14-20)

Dice San Pablo en la segunda lectura, “La vida es corta.” Sin embargo, sabemos que el americano medio vive 78 años o 28, 416 días o 681,995 horas o 40,919,688 minutos. No nos parece corta la vida, al menos aquí ahora. Posiblemente Pablo tenga otro contexto en cuenta como Grecia en el primer siglo. Pero aún entonces muchos vivían vidas largas. Dice el Salmo 90, “El tiempo de nuestros años es de setenta, y de ochenta si somos robustos.” A lo mejor Pablo está pensando en otro concepto de tiempo -- lo mismo que Jesús predica en el evangelio. “Se ha cumplido el tiempo,” dice el Señor, “el Reino de Dios ya está cerca.”

La vida es corta porque ya no esperamos para conocer a Dios. Él ha entrado el tiempo para que cada persona tenga una relación personal con él. No importa que Jesús caminara la tierra hace dos mil años. Ha resucitado de la muerte para acompañarnos ahora. En alguna manera es semejante al descubrimiento del escribir hace 6,000 años. Como los antiguos dieron cuenta que podían conocer los pensamientos de personas de tiempos anteriores con sus escritos, nosotros reconocemos la presencia de Jesús por su Espíritu que nos ha enviado.

Cuando Pablo dice, “…conviene que los casados vivan como si no lo estuvieran; los que sufren, como si no sufrieran; los que están alegres, como si no se alegraran;…” está pensando que Jesús está para regresar al mundo en carne y hueso. No haría sentido, entonces, preocuparse por el matrimonio si mañana Jesús vendrá para llevar a uno al cielo. Pero ¡todavía esperamos la venida definitiva del Señor! Sin embargo, las palabras de Pablo tienen significado cuando las ponemos en el marco de su presencia espiritual. Los matrimonios y, de veras, todo cristiano no deberían obsesionarse con el sexo desde que tenemos a Jesús como compañero. Él no está aquí para juzgarnos sino para rescatarnos de la intranquilidad y la incapacidad de crear relaciones satisfactorias a las cuales la obsesión con sexo nos conduciría.

Las palabras de Pablo sobre el consumismo también dan en el blanco en nuestras vidas contemporáneas. Dice, “…los que compran” deberían vivir “como si no compraran…” Sí, tenemos que ir al mercado para vivir, pero muchos en nuestra sociedad parecen vivir para ir al mercado. No compran lo que necesiten, sino necesitan a comprar. Un psicólogo opina que la preocupación con cosas nos vuelve en egoístas, siempre pensando en nosotros mismos y apenas nada en Dios y en otras personas. Viviendo como si no compráramos, usaríamos nuestros recursos para fortalecer nuestras relaciones, primero con Jesús, y entonces con otras personas siempre incluyendo a los pobres.

Cuando cambiamos nuestras vidas en estas maneras, los vicios del mundo nos pierden la fuerza. De veras, veremos este mundo pasándose. En lugar de preocuparnos por el sexo y el consumismo, volveremos la atención a la compasión y al cuidado. Por ejemplo, una bella mujer llamada Angélica terminó su maestría en la administración de empresas y tenía un empleo bueno. Sin embargo, no se sentía cumplida. Por eso, dejó el trabajo para abrir un centro por jóvenes embarazadas en crisis. Pidió la ayuda de las parroquias en su ciudad y estableció buenas relaciones con las secundarias. Angélica vive su relación con Jesús al máximo. Probablemente no maneja un BMW ni lleva las nuevas modas de Abercrombie y Fitch. Pero ella conoce el amor de Jesús mientras rescata vidas.

Homilía para el domingo, 18 de enero de 2009

Homilía para el II Domingo Ordinario

(I Samuel 3:3-10.19; I Corintios 6:13-15.17-19; Juan 1:35-42)

Cuando un aspirante entra la orden dominica, se pone cabizbajo en el piso. Entonces, el superior le pregunta lo que Jesús pregunta a los dos discípulos de Juan en el evangelio hoy: “¿Qué buscan?” Realmente este evangelio tiene que ver con la vocación – la vocación de cada uno de nosotros como cristianos.

No es accidente que Jesús inicia el diálogo. Muchas veces en los encuentros del Evangelio según San Juan Jesús pone en acción el intercambio. En el pozo de Sicar, Jesús se dirige primero a la samaritana, “Dame de beber.” También cuando encuentra al hombre ciego de nacimiento después de haber restaurado su vista, le pregunta, “¿Tú crees en el Hijo del Hombre?” Y cuando encuentra a María Magdalena después de su resurrección, le pregunta, “Mujer, ¿por qué lloras?” A veces nos imaginamos que estamos buscando la presencia de Jesús en nuestras vidas. Sin embargo, la realidad es el contrario: él nos busca o, más bien, nos llama a nosotros.

Los dos discípulos de Juan – Andrés y quizás el “discípulo amado” que aparece varias veces en la segunda parte del evangelio – contestan a Jesús, “¿Dónde vives?” Es una respuesta extraña como si no supieran que decir. En primer lugar, no es realmente una respuesta pero otra pregunta. También, podríamos preguntar, ¿de que importa la dirección de su casa? Más que una residencia, necesitan saber la información que anhelamos nosotros también – los orígenes de Jesús. ¿Es simplemente otra persona humana con sus faltas y virtudes como todos? O posiblemente, como dice Juan, ¿es Jesús el Mesías de Dios? La cuestión es fundamental porque estamos para entregar nuestras vidas a su cuidado.

Entonces Jesús les invita a compartir su vida. Dice, “Vengan a ver.” No relata el evangelio lo que pasa esa noche pero indica que la hospitalidad de Jesús confirma todo lo que Juan ha dicho de él. Por nuestro conocimiento del resto del Evangelio según San Juan podemos imaginar que Jesús les muestra la compasión, les enseña con la sabiduría, y les expone su intimidad con Dios Padre. De todos modos, los dos salen de la visita convencidos que Jesús es el esperado de Israel. Andrés dice a su hermano, Simón, “Hemos encontrado al Mesías.” No cabe duda que ellos van a seguirlo. Con él es la gloria.

Jesús quiere que todos nosotros lo sigamos también. No estamos hablando de un seguimiento de lejos como si pudiéramos hacer todo lo nos dé la gana y todavía estar en su compañía. No, Jesús quiere un compromiso total – que ahora en adelante viviremos por él, no por nosotros mismos. Cuando encuentra a Simón, Jesús le cambia el nombre. No más es Simón sino Pedro, la piedra que servirá como la base de su iglesia. Así Jesús regala a todos nosotros una nueva identidad. Somos sus discípulos.

Precisamente nos hacemos seguidores de Jesús por recibir el Bautismo, la Eucaristía, y los otros sacramentos. Pero nuestro seguimiento sólo comienza así. Si vamos a crecer como discípulos, tenemos que cumplir varias tareas. En primer lugar, estudiamos sus palabras todos los días. Tal vez sea por reflexionar sobre las lecturas de la misa diaria o por tomar un curso bíblico. Segundo, seguir a Cristo nos compromete a la comunidad. No existen cristianos aparte de la Iglesia como no hay eruditos sin bibliotecas. Finalmente, el seguimiento siempre envuelve un empujón afuera. Esta semana vamos a escuchar muchas posibilidades para ayudar a nuestros prójimos. Mañana (lunes) recordamos a Martín Luther King, Jr., un hombre que dio su vida en la búsqueda de la justicia. El martes, el nuevo presidente ciertamente va a pedir la cooperación de todos para avanzar el bien común. Y el jueves marcamos el día aciago en que se despenalizó el aborto. Valen la pena nuestros rezos y otros esfuerzos para reestablecer el básico derecho a la vida.

Homilía para el domingo, 11 de enero de 2009

Homilía para el Bautismo del Señor

(Isaías 55:1-11; I Juan 5:1-9; Marcos 1:7-11)

Como todos los aficionados de deportes saben, este año la distinción del mejor equipo en fútbol americano intercolegial está en disputa. Todos los equipos de las más grandes universidades tienen al menos una derrota. Entretanto el equipo de una universidad con un calendario de partidos más suave no tiene ninguna derrota y acaba de derrotar un equipo tradicionalmente fuerte. “¿Cuál equipo es número uno?” muchas mujeres tanto como los hombres preguntan. Es importante para casi todos porque quieren asociarse con el mejor. Realmente ellos mismos quieren ser considerados número uno. Pero si esto no es posible, quieren apoyar el mejor. Parece increíble pero esto es una tragedia que el evangelio de hoy quiere traer a luz para resolver.

Cuando Jesús emerge de las aguas bautismales, ve los cielos rasgarse y al Espíritu Santo descender sobre él. Entonces oye a Dios proclamando, “Tú eres mi Hijo amado…” En el Evangelio según San Marcos no hay ninguna otra persona presente para atestiguar el suceso. Sin embargo, Jesús jamás dudará de su realidad. Por esta razón tendrá éxito en su misión de liberar a los humanos del pecado. En contraste, la mayoría de nosotros dudamos que seamos amados por Dios. Aunque, como Jesús, somos bautizados con agua y sellados con el Espíritu Santo. Aunque, como Jesús, hemos oído miles de veces cómo Dios nos ama. Aunque, como Jesús, nos hacemos hijos de Dios -- al menos hijos adoptivos -- no quedamos contentos. Más bien, andamos buscando otras distinciones para darnos significado e importancia en el mundo.

No es que seamos gente mala. Realmente, estamos condicionados desde la niñez a buscar otras distinciones. Nuestros padres nos exigen a sacar las calificaciones más altas. Nuestros compañeros nos exhortan a salir con la chica más bonita o el joven más rico. Y las medias masivas nos urgen a tener los carros, los celulares, las medicinas, y un mil otras cosas más actualizadas. El mensaje del mundo alrededor siempre es que no somos adecuados, que no somos amados, que tenemos que hacer algo más para ser respetados. Podemos vislumbrar las penas que algunos sufren para ser reconocidos por los demás en el famoso Libro Guinness de récords mundiales. Como si fuera algo más que extraño, una persona ha puesto un récord de sentarse en una bañera con ochentidos serpientes de cascabel.

Tenemos que volver a nuestros sentidos. Hemos buscado la importancia en lugares equivocados. Le importamos a Dios, y eso es todo lo que cuenta. Esto no significa que podamos hacer lo que nos dé la gana. No, como sus hijas e hijos, hemos de seguir el camino de nuestro hermano Jesús. Trazando sus huellas, vamos a encontrar dificultades. Por ejemplo, la pareja que no abortarán a su bebé con Síndrome Downs, no van a verlo madurarse como otros niños. Pero como la gran mayoría de tales padres saben, seguir a Jesús por todos los problemas que acarreen nos conduce a la felicidad. Podemos apostar nuestras vidas en eso. Seguir a Jesús nos conduce a la felicidad.

Homilía para el Domingo, 4 de enero de 2009

La Epifanía del Señor

(Isaías 60:1-6; Efesios 3:2-3.5-6; Mateo 2: 1-12)

Una vez la Navidad no era el tiempo comercial más grande del año. Entonces la gente intercambiaba regalitos en la Fiesta de la Epifanía que celebramos hoy. En este día, como acabamos a escuchar en el evangelio, la iglesia recuerda la llegada de los magos a Belén. La historia siempre incluye la entrega de regalos al niño Jesús para adorarlo. Imitando a los magos, las personas presentaban obsequios a uno y al otro lo cual veían como sombra de Cristo.

Desgraciadamente, en la entregota de regalos a uno y otro por la Navidad contemporánea muchas veces nos olvidamos del regalo más significante. No es de parte de otra persona humana sino de Dios mismo. Dios Padre ha dado a Su propio hijo al mundo para liberarnos de pecados. Una parábola relata como Jesús logró nuestra liberación. Había un tordo, eso es un tipo de pájaro de canto, que sólo sentaba en su jaula todo el día. No cantaría ni saldría de su jaula como si fuera mudo y paralizado. Entonces otro tordo se colocó a sí mismo en el árbol al otro lado de la ventana donde estaba la jaula del tordo deprimido. El canto del tordo en el árbol movió el tordo adentro hasta que saliera y cantaran juntos. El primer tordo representa todos nosotros paralizados por el pecado a amar apropiadamente a los demás. Cristo es el otro tordo que nos muestra cómo hacer el canto del amor al colocarse en el árbol que es su cruz.

Una canción navideña nos presenta la misma idea como la parábola de los tordos. Los ingleses solían cantar de los doce días de Navidad desde el 25 de diciembre hasta el 6 de enero, el día tradicional para la Epifanía. La canción cuenta que en cada uno de los doce días el amante le presenta a su amada con otro regalo navideño (o, más bien, con un nuevo regalo multiplicado por el número del día más todos los regalos del día anterior). En el primer día se le regala una perdiz en un peral. En el segundo día se le da dos tortolitas y una perdiz en un peral, y en el tercer día tres gallinitas, dos tortolitos y una perdiz. La canción sigue así hasta el día duodécimo. En tiempo se reconoció el amante como Dios mismo regalando al mundo todas formas de gracia. El primer y supremo regalo, la perdiz en el peral, es su hijo nuestro Señor Jesucristo que dio su propia vida en la cruz. El segundo regalo – los dos tortolitas son los dos testamentos de la Biblia, y el tercer regalo – las gallinitas – son las virtudes teológicas: la fe, la esperanza, y el amor.

Cuando presentamos regalos, debemos recordar que el único regalo que vale es nosotros mismos. Dice un sabio que si no regalamos nosotros mismos, nuestro regalo es no más que un soborno. Pues, el regalo es símbolo de nosotros. Aunque sea un carro Mercedes, tiene que conllevar el afecto del donador o se vuelve en un intento para corromper al otro. En el evangelio, los magos presentan a Jesús con oro, incienso, y mirra. Estos regalos representan el mejor de la humanidad. El oro es la virtud o los atributos más nobles de nosotros. El incienso es la oración, nuestro reconocimiento del dominio de Jesús. La mirra, una especie usada en el entierro, es nuestro compromiso para seguir a Jesús hasta la muerte. En cambio, Jesús también nos ofrece el mejor posible. En la misa nos regala su cuerpo, eso es, él mismo para que pudiéramos compartir su vida eterna.