Homilía para el 6 de abril de 2008

Se puede encontrar la homilía para el 30 de marzo bajo la oferta para el domingo, 6 de abril. Que Dios les bendigan a todos ustedes lectores con la alegría pascual. Por favor, que me escriban con comentarios sobre estas obras.

El III Domingo de Pascua

(Lucas 24:13-35)

Tal vez algunos sienten desilusionados porque los evangelios no dan las características físicas de Jesús. No mencionan nada de su estatura, su complexión, o una marca que lo distinga de otras personas. Solamente nos dicen que Jesús habló con autoridad. Una vez un periodista escribió que Jesús tuvo que ser bajo de estatura porque Zaqueo subió un árbol para verlo. Sin embargo, los expertos de la Biblia concuerdan que Zaqueo, no Jesús, era el chico.

Tal vez porque sus facciones no están marcadas, no nos parezca extraño que sus discípulos tienen dificultad reconocer a Jesús después de la resurrección. En el evangelio hoy dos discípulos pasan un rato largo conversando con él sin pensar que sea el Señor. Eso es, hasta que Jesús pronuncia la bendición eucarística sobre el pan y lo fracciona. Entonces sus palabras van de nuevo directamente al corazón. Les permiten tener la perspicacia a ver exactamente quien es su compañero profético.

Nosotros estamos acostumbrados a ver retratos de Jesús con pelo largo, barba corta, y ojos azules. Pero nos damos cuenta que estas figuras son solamente imágenes idealizadas. En lugar de buscar su imagen, deberíamos estar atentos a sus palabras. Nos llaman por nombre en el Bautismo para ser sus discípulos. Y como sus discípulos en el camino de Emaús, hemos de anunciar su resurrección a otros. Eso es, tan raro como suena, hemos de decir que él nos encuentra sobre todo en la misa. Allá escuchamos sus palabras en las lecturas que nos hacen arder el corazón con la verdad. Allá tocamos su cuerpo que nos llena con el amor de la vida eterna. Sí, es a la misa donde encontramos al Señor Jesús.

Homilía para el 30 de marzo de 2008

Homilía para el Segundo Domingo de Pascua

(Hechos 2:42-47)

Expertos en la Biblia dicen que los Hechos de los Apóstoles da una descripción idealizada de la Antigua Iglesia. Señalan que la comunidad no se quedó unida teniendo “todo en común” mucho tiempo si jamás fuera completamente así. Sabemos de un conflicto de la Carta a los Gálatas que no menciona los Hechos aunque trata del mismo tema. San Pablo escribe que él se opuso a Pedro “delante de todos” cuando Pedro se detuvo de comer con los no judíos en Antioquia. No obstante, a pesar de estas lagunas atesoramos los Hechos de los Apóstoles como más de la historia. Nos bosqueja las metas y esperanzas de la comunidad cristiana hasta el día hoy. De hecho, la lectura hoy enumera cuatro características de la primera comunidad cristiana. Que notémonos cada una de estas cualidades y la comparemos con nuestra parroquia hoy. ¿Cómo comparemos nosotros al ideal cristiana?

Los primeros cristianos “eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles.” Los apóstoles relataron la doctrina de Jesús. Sin embargo, aplicaron esa doctrina a las condiciones nuevas mientras la Iglesia expandía más allá de los confines de Judea. Ahora los sucesores de los apóstoles – eso es, los obispos – siguen interpretando el evangelio para la sociedad actual. Parroquias que se dedican a las enseñazas de los obispos proveerán catequistas bien formadas y facilidades adecuadas para la doctrina básica. Destacarán pláticas especiales tanto como cursos para la educación religiosa de adultos. Y facilitarán suscripciones al periódico diocesano para cada una de sus familias. Sí, cuesta hacer todo esto, pero una parroquia no educada pone en peligro la fe apostólica.

Los hechos también pide la devoción a “la comunión fraterna.” “Tener todo en común” ejemplifica al extremo esta cualidad de la Antigua Iglesia. Sin embargo, este ideal fue entonces, como es ahora, imposible para vivir por un tiempo extendido. Todavía podemos hacer mucho juntos más allá de congregar para la misa dominical. Las comunidades eclesiales de base ofrecen un apoyo palpable a la fe personal. Las asociaciones como la Sociedad e San Vicente de Paulo y las Guadalupanas reúnen a los parroquianos para aliviar el sufrimiento de otros. El acceso cómodo a todas las facilidades parroquiales para personas incapacitadas y la representación significante de ambos hombres y mujeres en los ministerios también distinguen parroquias dedicadas a “la comunión fraterna.”

Tan importante que sea la justicia social a la misión de la Iglesia, se queda segundo al culto. Primeramente, la Iglesia existe para dar gloria a Dios en el nombre de Jesús. Los Hechos recalca esta prioridad por mencionar “la fracción del pan,” eso es, la Eucaristía. Las parroquias efectivas no esquivan en cuanto la liturgia. Promueven que todos – no sólo el coro -- canten en la misa. Cuando está considerada apropiada la Santa Comunión bajo las dos formas, proveen bastante pan eucarístico y vino consagrada para todos que recibirán la Comunión. Además, estas parroquias tienen un comité litúrgico para planear el ambiente de los diferentes tiempos litúrgicos.

Finalmente, la comunidad cristiana se dedica a las oraciones. Los niños deberían recitar oraciones como “la Oración del Penitente” de memoria. Aunque no es necesario para aprovecharse del Sacramento, les proveerá una meditación profunda del arrepentimiento cuando se maduren. Rezamos por nosotros, por uno y otro, y por un mundo mejor. Tal vez no exista mejor contexto para nuestras peticiones que la adoración ante el Santísimo. Comenzando y terminando las reuniones parroquiales con una oración ejemplifica la verdad articulada una vez por San Agustín: que todo hecho bueno comienza bajo la inspiración de Dios, sigue con Su ayuda salvadora, y a través de Él alcanza su término.

En el evangelio hoy Jesús dice a Tomás: “Dichosos los que creen sin haber(me) visto.” Cuando una comunidad parroquial muestra la adherencia a las enseñanzas de los apóstoles, a la comunión fraterna, a la atención a la eucaristía, y a las oraciones, la gente no tiene que ver a Jesús resucitado para creer. De hecho, tienen cuatro signos palpables que Jesús está vivo en Su iglesia.

Homilía para el 23 de marzo de 2008

Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor

(Juan 20:1-9)

Un día un sacerdote sonó el timbre de la puerta principal de un convento. Venía para dar una conferencia espiritual a las religiosas. Pero no llevaba ni collar romano, ni hábito religioso, ni sotana, mas sólo ropa no planchada. Entonces, la hermana que contestó el timbre le dijo que si quería un sándwich, tendría que ir a la puerta de la cocina. Este sacerdote no reconocido es como el discípulo que llega con Pedro al sepulcro de Jesús.

No sabemos exactamente quien es este discípulo. El Evangelio de Juan lo menciona por la primera vez durante la última cena. Allí se identifica sólo por decir el discípulo “que Jesús amaba” y se coloca al lado de Jesús en la mesa. Aparece luego en el patio de la casa de Anás con Pedro después el arresto de Jesús. Aquí se identifica simplemente por “otro discípulo.” Se destaca este discípulo a la cruz donde Jesús le encomienda a su madre; y a su madre le encomienda a él. A veces se iguala este discípulo con Juan, el hijo de Zebedeo, pero esto es muy incierto. Pues, Juan es uno de los apóstoles más distinguidos en la Iglesia Antigua, y este es sólo “otro discípulo.”

Sin embargo, este discípulo significa mucho a algunos de nosotros porque ama a Jesús mucho. “Espera un momento,” posiblemente nos opongamos, “el evangelio lo describe como a quien Jesús ama, no aquel que ama a Jesús.” Es cierto que Jesús lo ama como ama a todos. Pero este discípulo responde al amor de Jesús como ningún otro. Lo sigue cuando toman a Jesús preso, lo acompaña a la muerte en la cruz, y, en el pasaje hoy, cree en la resurrección una vez que mira el sepulcro vacío. A Pedro y los otros apóstoles les hace falta ver al resucitado antes de que crean. A este no. Significa mucho a algunos de nosotros porque como él algunos de nosotros amamos a Jesús tanto que nuestro amor nos abra los ojos. Este grupo dichoso puede ver el cumplimiento de todo lo que Jesús ha predicho sobre la vida eterna.

¿Somos incluidos en este grupo que tiene la fe en la resurrección brotada del amor para Jesús? La respuesta es “sí” si en apuros encendemos velitas y no maldecimos las tinieblas. Es “sí” si en nuestro tiempo libre visitamos al enfermo y no sólo miramos la televisión. Es “sí” si cada domingo participamos en la misa y no quedamos en el lecho. Ojalá que nuestra respuesta es “sí.”

Homilía para el 16 de marzo de 2008

Domingo de Ramos

(Mateo 26:14-27:66)

Una vez una soltera joven tenía todo lo que pensaba le traería la felicidad. Trabajaba en una profesión respetada y bien pagada. Vivía en un apartamento cómodo. Sin duda, manejaba un carro elegante. Sin embargo, la joven estaba inquieta. “Siento tan sola,” lamentó ella. Aunque la soledad no duele como un golpe en la cabeza, ella puede probarnos. Agregada por dolores físicos, la soledad puede volver la vida en un crisol. Así encontramos a Jesús en la Pasión según San Mateo que acabamos a escuchar.

Para San Mateo Jesús sufre psicológicamente de aislamiento y burlas tanto como físicamente por látigos y clavos. Vemos este suplicio mental a través de su Pasión. En Getsemaní sus discípulos principales no tienen la fortaleza para velar con él; un confidente le traiciona; y todos sus discípulos huyen de él. A la casa de Caifás el sumo sacerdote rasga sus vestiduras ante él señalando que Jesús no más es parte de la raza judía; los líderes judíos le esculpen en la cara y se burlan de él como un profeta falso; y, afuera, Pedro lo niega. En el juicio ante Pilato, el procurador falta la valentía a rendir a Jesús un fallo justo; los judíos prefieren a un asesino a él; y los soldados lo abusan como un rey cómico. El aislamiento alcanza la cima a la cruz donde los viandantes insultan a Jesús; los santurrones le echan burlas; y los otros dos crucificados lo injurian. A Jesús en este momento aún Dios le parece lejos. Grita con toda angustia: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” y muere.

Entonces nos damos cuenta que Dios no ha dejado el lado de Jesús. Más bien, actúa con toda la fuerza de una central nuclear para manifestar que Jesús no muere en vano. Dios rasga el velo del templo señalando que ya no más pueden los sacrificios rituales satisfacerlo. Sacude abiertos los sepulcros para permitir a los justos entrar la gloria. Y mueve al oficial romano con cien soldados a dar el último fallo acerca de Jesús: “Verdaderamente éste era Hijo de Dios.”

Nos debería confortar la Pasión según Mateo particularmente cuando nos sentimos solos y malentendidos. Algunos de nosotros hemos estado abandonados por personas significativas de modo que pensáramos que Dios también mismo nos haya olvidado. Tal vez fuera la muerte de nuestro esposo por cuarenta años o la traición por un socio de negocio. A lo mejor muchos ancianos en asilos sienten así. Sus compañeros de juventud ya han fallecido y les parece que ellos sólo están aguardando la muerte. Y tal vez los enfermos de Alzheimers sufran esta misma desilusión; pues, ni siquiera reconocen a sus familiares. En estas ocasiones, podemos rezar con Jesús, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Y, recordando lo que pasa a Jesús en el evangelio, podemos recuperar la confianza que Dos va a actuar por nosotros.

Homilía para el 9 de marzo de 2008

El Quinto Domingo de Cuaresma

(Juan 11:1-45)

El viejo estaba hablando con el joven sacerdote. Le preguntó: “Padre Hickey, ¿Cuál es el versículo más corto en la Biblia?” “No sé, papi,” dijo el sacerdote, “¿qué lo es?” Entonces el anciano reprochó al sacerdote chistosamente diciendo: “¡Qué tipo de predicador eres tú si no conoces el versículo más corto en la Biblia! Es Juan 11:35, ‘Jesús se puso a llorar.’”

No importa que sea el versículo más corto, pero, sí, es importante, “Jesús se puso a llorar.” Nos muestra cómo Jesús tiene la nobleza del espíritu a sentir pésame con la muerte de otro ser humano. El muerto Lázaro no más puede compartir con sus amigos alrededor de la mesa de comida las alegrías y esperanzas de la vida. Marta y María, las hermanas de Lázaro, no más pueden contar con su apoyo económico y moral en la casa de sus padres. Dice un proverbio, “El viejo que no puede llorar es tonto.” Aquí Jesús se comprueba sabio aunque tiene sólo treinta y tres años.

Recordamos la bienaventuranza de Jesús en el Sermón del Monte: “Dichosos los que lloran porque ellos serán consolados.” Esta bienaventuranza nos asegura que nuestras lágrimas, emitidas en solidaridad con los sufridos, valen como tantos gramos de oro. Pues, producen por nosotros un premio inestimable. Queremos saber: ¿de qué consistirá la consolación prometida y cómo, exactamente, podemos realizarlo? Como el caso de todas las bienaventuranzas, Jesús es la primera referencia para los que lloran. No sólo llora aquí sino también en Getsemaní donde sufre la traición atroz de un confidente y la espera terrible de una crucifixión injusta. Tenemos que llorar con él.

En el evangelio hoy Jesús restaura la vida a Lázaro. Tan maravilloso que sea este hecho, no es lo que esperamos cuando decimos “los que lloran…serán consolados.” No, es sólo una “señal” – una indicación – de lo que vamos a experimentar si lloramos con Jesús. Pues, Lázaro sale del sepulcro con los lienzos de muerto intactos porque tendrá uso de ellos de nuevo. Pero cuando Jesús resucita de la muerte los lienzos están doblados adentro porque no morirá más. Esto – la vida eterna -- es el destino que nos espera llorando con Jesús.

Y ¿cómo lloramos con Jesús? Lloramos con Jesús por tener compasión a los sufridos. Cuando un conocido fallece o cuando fallece un familiar de un conocido es compasivo exponer nuestro pésame a la familia. Tal vez le traigamos una olla de frijoles desde que su miseria le prohíba de preparar la comida. Lloramos con Jesús por recordar a los muertos de nuestra propia familia – asistiendo a misa o visitando sus fosas en el aniversario de sus muertas. Lloramos con Jesús por actuar con bondad cuando reportan las grandes catástrofes en el mundo. Cuando hay un terremoto en Sur América, un tsunami en la Asia, o una guerra en la África, que recemos por las víctimas. Y, si es posible, que mandemos un aporte por su alivio. Con estos y un millón de otros actos de compasión lloramos con Jesús y esperamos la vida eterna. Con Jesús esperamos la vida eterna.