Homilía para el domingo, 30 de noviembre de 2008

El Primer Domingo de Adviento

(Isaías 63:16b-17.64:1.3b-8; I Corintios 1:3-9; Marcos 13:33-37)

¿Deberíamos decir “Feliz Navidad” o “Felices Días de Fiesta”? Dentro de poco vamos a renovar esa riña entre los conservadores y los secularistas. Por ahora nosotros tenemos que enfrentar una cuestión más al fondo. Más de pensar en cómo mantener a Cristo en la Navidad, tenemos que pensar en cómo poner a Cristo en el Adviento. Por años el Adviento ha sido mayormente el tiempo de compras navideñas. Sin embrago, como indica el evangelio hoy, es el tiempo más tajante para ver el horizonte por signos de Cristo. Él prometió a volver a su pueblo, pero hasta ahora no ha ocurrido su regreso en manera definitiva.

En verdad, la comunidad de fe espera a Cristo siete días por semana, tres cientos sesenta cinco días por año. Eso es, vive para el tiempo en que Cristo vendrá para vindicar sus esfuerzos de la justicia. Realmente no es fácil ser cristiano en este mundo con valores distorsionados. Donde los otros anhelan el sexo por el placer, la comunidad de fe reconoce el acto sexual como modo de profundizar la relación entre los casados y de llenar la tierra con su prole. Donde los otros codician el dinero para estar sumamente cómodos, la comunidad de fe lo busca como el medio para asegurar una vida digna. Donde los otros se aprovechan de la fuerza para dominar a los demás, la comunidad de fe la ve como el último recurso para mantener la paz. Cuando Cristo venga, él va a mostrar cómo la comunidad de fe, ahora sufrida y burlada, ha tenido la razón.

No sabemos por seguro pero a lo mejor Cristo no regresará en persona este año. Quizás sea mejor así. Muchos pueblos no han tenido la oportunidad de escuchar su mensaje de paz y justicia. También, cada uno de nosotros tiene a seres queridos que andan descarriados. Si él va a llamar a la vida eterna sólo a aquellas personas que cumplan con su ley de amor, todos estos se privarán de la felicidad. Una cosa por añadidura: el gran humanista ruso Aleksandr Soljenitsyn escribió: “…la línea separando lo bueno y lo malo no pasa por los estados, ni por las clases, ni siquiera por los partidos políticos sino por cada corazón humano.” Sí, posiblemente sea mejor que Cristo no venga ahora para que nosotros mismos tengamos tiempo para arrepentirnos de los modos errantes.

Aunque no venga este año en carne y sangre, es cierto que Cristo se nos presentará en sacramento y símbolos. Vendrá particularmente en la misa de Navidad, sea la misa de gallo o durante el día. Entonces podemos recibir su cuerpo y su sangre para reforzarnos en la lucha contra el mal. También vendrá en la generosidad que encontramos muy seguido al fin del año. Aunque a veces se destruye el significado de la Navidad por los excesos del tiempo, todavía vislumbramos a Cristo en la gente tratando de complacer los unos a los otros. Por último, los cielos dan huellas de Cristo por el triunfo de la luz del día sobre las tinieblas. Esto es en el norte. En el hemisferio sureño, la gente puede ver a Cristo en el milagro de las frutas del campo madurándose. Es cierto de una manera u otra Jesús vendrá.

Homilía para el domingo, 23 de noviembre de 2008

La Solemnidad del Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo

(Ezequiel 34:11-12.15-17; I Corintios 15:20-26.28; Mateo 25:31-46)

El gran escritor espiritual ruso, Feodor Dostoievski, en su obra maestra Los hermanos Karamazov cuenta de un hecho de caridad. Dice que una vez existió una campesina tan mala que cuando murió, los diablos la echaron en un lago de fuego. Sin embargo, su ángel custodio intercedió por ella antes el Altísimo diciéndole que una vez ella regaló una cebolla a una mendiga. Dios tuvo compasión de la mujer por decir al ángel que él pudiera arrancarla del fuego con la cebolla que ella dio a la mendiga. El ángel hizo lo que le sugirió el Señor. Le extendió la cebolla a la mujer que la agarró. Al ver a ella saliendo del lago, los otros pecadores la aferraron para que también ellos escaparan del suplicio. Ella comenzó a patear a sus compañeros gritando, “Soy yo para ser salvada de este lago, no ustedes. Fue mi cebolla, no la suya.” Entonces, la cebolla rompió y ella se cayó de nuevo al lago de fuego.

Este cuento nos hace cuestionar el evangelio de la misa hoy. Nos preguntamos: ¿Es suficiente un acto de misericordia para ganar entrada al reino de los cielos? O ¿es que uno tiene que socorrer a otras personas regularmente? O posiblemente ¿la misericordia tiene que ser una disposición de la vida? Evidentemente Dostoievski pensaba que un solo acto no sería adecuado para ganar las tendencias al egoísmo que el humano ampara en su corazón. Es cierto; uno tiene que actuar con la misericordia habitualmente de modo que se vuelva una condición del espíritu. Así, la persona es bondadosa no sólo a un necesitado sino a todos, no sólo una vez sino siempre aún cuando le cuesta.

En el principio de este Evangelio según San Mateo Jesús dijo a sus discípulos: “Dichosos los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos.” Ahora con esta vislumbre del juicio final podemos ver más claramente lo que el Señor quería decir en la primera bienaventuranza. Los pobres del espíritu no son simplemente aquellas personas con un mínimo de recursos. Más bien, son aquellas con la disposición de reconocer a Jesús en los más necesitados y compartir con ellos lo poco que tienen en consecuencia. Es la disposición de la mujer que llevaba comida a los desamparados en un refugio por años con su marido. Ahora, a pesar de la muerte de él y del hecho que ya se ha puesto anciana, ella sigue yendo al refugio una vez por semana. Podemos decir con alguna certeza que cuando venga, el Señor va a dirigirla pronto a la entrada del reino.

¿Cómo podemos superar las tendencias a la apatía, el egoísmo, y la codicia que nos impiden compartir nuestros recursos? En primer lugar tenemos que reconocer cómo todo lo que tenemos no es propiamente de nosotros sino de Dios. Dios sólo se nos ha encomendado para que nosotros los proporcionemos a otros con la justicia. En segundo lugar tenemos que desarrollar el hábito de socorrer a los demás. Unos visitan a los prisioneros cada ocho días como una prioridad de sus vidas. Otros proporcionan una cantidad sustanciosa de sus ingresos para mitigar las necesidades de los pobres. Finalmente, tenemos que orar constantemente que Cristo comparta su Espíritu del amor con nosotros. La apatía, el egoísmo, y la codicia son vicios imponentes. Vencerlos completamente no es trabajo propiamente humano. Más bien, para lograrlo nos hace falta la mano de Dios.

Homilía para el Domingo, 16 de noviembre de 2008

Homilía para el XXXIII Domingo Ordinario, 16 de noviembre de 2008

(Proverbios 31:10-13.19-20.30-31; I Tesalonicenses 5:1-6; Mateo 25:14-30)

En el año 1995 el papa Juan Pablo II envió una carta a todas las mujeres del mundo. En ella él expuso su alto aprecio y profunda gratitud por ellas. Escribió: “Te doy gracias, mujer-madre.... Te doy gracias, mujer-esposa…. Te doy gracias, mujer-hija y mujer-hermana…. Te doy gracias, mujer-trabajadora…. Te doy gracias, mujer-consagrada.... Te doy gracias, mujer, ¡por el hecho mismo de ser mujer!” En la carta el papa dio eco al homenaje de mujeres que escuchamos en la primera lectura hoy.

El libro de los Proverbios concluye con un poema acróstico. Sabemos lo que es un acróstico, ¿no? M es por sus manos que transforman la casa en un hogar; u es por la unión firme que haces del matrimonio; j es por el júbilo que traes a todo miembro de la familia; etcétera. Pero en el caso del libro de los Proverbios, el acróstico no deletrea “mujer” sino utiliza todas las letras del alfabeto hebreo para describir la mujer perfecta. Esta alabanza difiere mucho del mínimo respeto hacia las mujeres en la historia antigua. Aún en el Antiguo Testamento por la mayor parte se consideran mujeres como propiedad de sus maridos. Es cierto que en la creación Eva disfruta la igualdad con Adán. Sin embargo porque se rindió a la tentación de la serpiente, se hizo subordinada a su esposo.

En contraste, Jesús trata a mujeres con una sensibilidad notable. Sana la hemorragia de la mujer que la sufría doce años. Visita la casa de dos hermanas y permite que un grupo de mujeres acompañe a él y los doce apóstoles. Más significativamente, Jesús restaura la igualdad a la mujer cuando proclama que en el matrimonio el hombre y la mujer se hacen una sola carne de modo que ninguno de los dos tenga el derecho del divorcio. Por eso San Pablo escribirá que en Cristo “…no se hace diferencia entre hombre y mujer…”

Es sólo una lastima que hombres cristianos han explotado a las mujeres a través de los siglos. En la casa han mirado a las mujeres como objetos de deseo y han descontado sus muchas y variadas capacidades. En el trabajo han pagado a mujeres menos que a los hombres y a menudo han exigido más labor que era justa. La lista de abusos suplica la reconciliación. En su carta del 1995 el papa Juan Pablo atentó lograrla. Por los pecados contra mujeres a través de los siglos cuyas responsabilidades pertenecen a los hijos de la Iglesia, él dijo claramente, “Lo siento sinceramente.” Si me permiten, quisiera reiterar la disculpa del nuestro querido papa antiguo. Para todas las mujeres que han sido ofendidas por la dureza y malicia de sacerdotes, lo siento mucho.

Posiblemente algunas personas se pregunten, ¿por qué la Iglesia no trata de remediar sus errores del pasado por ordenar a mujeres sacerdotes? Una vez más, el papa Juan Pablo nos guió con la respuesta. La Iglesia no puede ordenar a mujeres sacerdotes porque Jesús, el protagonista de mujeres más seguro, no pensó que sería sabio hacerlo. Por razón de sus característicos femeninos las mujeres no pueden hacerse iconos de Cristo, el esposo de la Iglesia. Sin embargo, por la misma femineidad las mujeres pueden ser imágenes de la Iglesia, la esposa de Cristo y madre de creyentes. Vemos esto constantemente, consistentemente, y compasivamente. Por eso quisiera hacer una declaración final. De parte de toda la Iglesia a cada mujer aquí presente: Te doy gracias por su amor abnegado.

Homilía para el Domingo, 9 de noviembre de 2008

La Dedicación de la Basílica de Letrán

(Juan 2:13-22)

Comúnmente pensamos en la Basílica de San Pedro en Roma como la iglesia del papa. Sin embargo, por mil años los papas oficiaban en otro templo primeramente llamado El Salvador y, después de una reconstrucción en el décimo siglo, la Basílica de San Juan Bautista. Porque queda en la propiedad de la antigua familia romana, Letrán, se conoce ahora como la Basílica de Letrán. Todavía se llama esta basílica “la iglesia del papa,” y ahora celebramos el aniversario de su dedicación.

De una manera es curioso que llamamos atención a una construcción de piedra. Pues, el evangelio hoy nos enseña que el propio cuerpo de Jesús es el templo por medio de lo cual se ofrece el único sacrificio agradable a Dios. Actualmente encontramos su cuerpo en la Eucaristía que se puede confeccionar tanto en el campo de batalla como en una catedral. Desde que los discípulos de Jesús se hacen miembros de su cuerpo por el Bautismo, se identifican ellos mismos con la iglesia. De hecho, San Pablo en la segunda lectura hoy llama la comunidad de fe en Corinto “el templo de Dios.” Con todo este énfasis en la Iglesia como el cuerpo de Cristo, se cuestiona si valen las construcciones.

Claro que sí. Después de todo, nosotros cristianos no son puros espíritus. Necesitamos abrigo del sol del día y del frío de la noche cuando nos congregamos. Por eso, en el principio las varias comunidades de fe se congregaban en casas particulares para ofrecer la eucaristía. Y cuando los números de cristianos crecieron, las comunidades necesitaban estructuras más amplias para sus asambleas.

Hay otra razón para las construcciones tan significativa como la protección de los elementos. Por su magnificencia y belleza las estructuras nos ayudan orar. En abril cuando visitaba la catedral de San Patricio en Nueva York, el papa Benedicto comentó acerca de los vitrales de la estructura. Dijo que desde afuera los vitrales parecen oscuros aún sombríos pero adentro se hacen vivos, reflejando la luz que los atraviesa. Del mismo modo desde afuera, la Iglesia parece difícil aceptar, restringiendo la libertad del individuo. Sólo desde el interior se puede conocer la Iglesia como inundada con la gracia y resplandeciente con gente buena. También, los diferentes aspectos del edificio nos recuerdan de Dios, sean los arcos que apuntan el cielo, las velas que emiten luz y calor, o las imágenes que muestran los personajes y los eventos de nuestra salvación.

Raras veces durante el año la Iglesia celebra el aniversario de la dedicación de una iglesia. Por eso, podemos contar esta fiesta de la Dedicación de la Basílica Letrán como representativa de las dedicaciones de todas otras iglesias de Catolicismo. Ahora damos gracias a Dios especialmente por las construcciones que nos nutren en la fe, y también por los hombres y mujeres que han trabajado para construir estos testimonios de la fe. Aún más, le damos gracias por su hijo Jesucristo que nos hace posible ofrecer el único sacrificio agradable para que tengamos el destino del cielo.