El domingo, 1 de julio de 2018


EL DECIMOTERCER DOMINGO ORDINARIO 

(Sabiduría 1:13-15.2:23-24; II Corintios 8:7.9.13-15; Marcos 5:21-43)


El evangelio comienza con Jesús a la orilla del mar. La gente se agrupa alrededor de él.  No se dice que hagan pero no parece que Jesús está enseñándoles.  Es probable que Jesús esté rezando a su Padre en el cielo.  La gente se le acude porque lo reconoce como hombre cerca de Dios.  Es cómo sentimos cuando vimos al papa Francisco besando a una persona horriblemente desfigurada.  Lo admiramos tanto que queramos seguirlo para llegar a Dios.

Jesús muestra su santidad cuando responde a la petición de Jairo.  No demora nada para irse con él.  No dice como yo diría: “Después del desayuno, te acompaño”.  No, se va inmediatamente por compasión del padre que se echa a sus pies pidiendo ayuda por su hija. 

Ciertamente la mujer sufriendo de un flujo de sangre reconoce a Jesús como santo. Piensa que sólo por tocarlo, experimentaría el alivio. Lo toca, y se sana.  Pero lo que más llama la atención aquí es cómo Jesús siente el poder sanador saliendo de él.  Tiene la sensibilidad sobrehumana. ¿Quién es entonces?

Jesús sigue con Jairo a su casa.  Cuando encuentran a la gente diciendo que la niña ha muerto, le urge a Jairo que mantenga la fe en Dios.  Sabe que su Padre, el autor de la vida según la primera lectura, le ha compartido el poder sobre la muerte.  Al entrar la casa, Jesús toma la mano de la niña.  Le dice que se levante de la cama, y ella lo obedece.

De una manera la mayoría de nosotros estamos como esta  niña.  Pues hemos entrado en un sueño como la muerte que nos deja ilusionados.  Pensamos que nuestras metas son ser ricos, famosos, y siempre complacidos.  No queremos aceptar que Dios tiene otros objetivos para nuestras vidas.  Quiere que seamos generosos, humildes, y gozosos por haber conocido a Jesucristo.  Es como si Jesús nos tomara de mano diciendo el mandato, ‘“…levántate’ y conóceme”. 

Que nos levantemos del sueño que estamos salvados por tener millones.  Más bien que compartamos del corazón como san Pablo urge a los corintios en la segunda lectura.  Que nos quitemos la ilusión que los jefes que den órdenes son los más benditos.  Más bien que nos apoyemos de la mano de Jesús para realizar el gozo de cumplir su voluntad.  Que dejemos la ilusión que la felicidad consiste en siempre ser complacidos.  Más bien que reconozcamos el bien de tener a Jesús como compañero.

¿Quién es este que nos ofrece la mano?  Sí es el santo de Dios.  Pero esta descripción no basta. No sólo se muestra Jesús como favorecido de Dios sino como alguien mucho más grande.  En su resurrección de la muerte Jesús  se revela que es el autor de la vida.  Como dice Pablo, “siendo rico, se hizo pobre por (nosotros), para que (nosotros nos hiciéramos) ricos con su pobreza”.   Es el mismo Dios que vale nuestra fe.  Pues no sólo nos levanta de nuestros sueños ilusionados sino también del sueño de la muerte.  Es quien nos levantará de la muerte.

El domingo, 24 de junio, 2018


SOLEMNIDAD DE NATIVIDAD DE SAN JUAN BAUTISTA

(misa vespertina: Jeremías 1:4-10; I Pedro 1:1.8-12; Lucas 1:5-17; misa del día: Isaías 49:1-6; Hechos 13:22-26; Lucas 1:57-66.80)


Todo el mundo sabe que celebramos el nacimiento de Jesús al 25 de diciembre.  Hoy, el 24 de junio, estamos celebrando el nacimiento de san Juan Bautista.  No es por casualidad que estas fiestas quedan casi seis meses aparte.  Pues Jesús es como el sol naciente que nos trae la esperanza de la vida.  La Iglesia demuestra esta verdad por fijar su nacimiento al solsticio del invierno.  Desde entonces la luz del día, al menos en el hemisferio norteño, se hace más larga.  Entretanto la Iglesia coloca el nacimiento de Juan al solsticio verano.  Desde ese día la luz del día comienza a disminuirse.  Pues Juan dice en un evangelio: “’Es necesario que él (Jesús) crezca, y que yo disminuya’” (Juan 3:30).

Sin embargo, no deberíamos pensar en Jesús y Juan como opuestos a uno y otro.  No es que fueran enemigos ni siquiera adversarios.  Ni es que Jesús valga mientras Juan sea marginado.  Más bien los dos son complementarios.  Se llevan bien como la mano en un guante.  Siempre daremos la preeminencia a Jesús como el Señor.  Pero nos hace falta reconocer la importancia de Juan como quien nos presenta al Señor.  Los chinos hablan de yin y yang como principios complementarios.  El yang es la fuerza positiva como la luz y el amor.  Se puede identificar a Jesús con este principio.  El yin es la fuerza negativa como la oscuridad y el temor.  Se identifica este principio con Juan.  Los dos son buenos pero tienen papeles diferentes.

En el evangelio los dos, Jesús y Juan, predican el mismo mensaje básico: “’Arrepiéntanse porque el reino del cielo está cerca’” (Mateo 3:2 y Mateo 4:17).  Pero hay diferencia en el motivo de sus exhortaciones.  Para Juan tenemos que arrepentirnos o seremos destruidos por la ira del Altísimo.  Jesús, en cambio, quiere que nos arrepintamos para que no faltemos el amor de Dios Padre.   Tal vez la advertencia de Juan tenga más probabilidad de movernos a responder.  Después de todo nadie quiere ser devorado en un incendio.  Sin embargo, es la confirmación amorosa del Santísimo que anhelamos sobre todo.

Juan es el precursor.  Viene antes de Jesús anunciando su llegada.  Lo hace hacia el fin de su vida cuando proclama en el desierto: “’El que viene detrás de mí…es más poderoso que yo’” (Mateo 3:11).  También anuncia Juan la presencia del salvador desde el seno de su madre al principio de su vida.  Dice el evangelio de san Lucas: “Tan pronto como Elizabet oyó el saludo de María (embrazada con Jesús), la criatura saltó en su vientre” (Lucas 1:41).  Además Juan proclama el adviento del Señor por su vida de penitencia.  Lleva pelo de camello y practica la dieta de saltamontes para decir que ya no es tiempo de flojera.  Más bien es la última oportunidad para prepararse para el Señor. 

Como somos llamados a vivir como Jesús, somos para imitar a Juan también.  No es necesario que llevemos pelo de camello, pero sí deberíamos anunciar la presencia del Señor.  Inclinar la cabeza cuando pasamos una iglesia católica indica al mundo que el Señor está allí dentro del santuario.  Asimismo rezar en público antes de comer muestra a los demás que vivimos por más del pan de la mesa.  Después de todo, la religión no es estrictamente un asunto privado.  A toda la sociedad le falta a Dios.  Él viene para asegurar que nadie sea marginado.  Él viene para enseñarnos que la penitencia y el gozo son complementarios como el yin y el yang.   Él viene para confirmar a todos en el amor.

El domingo, 17 de junio de 2018


EL UNDÉCIMO DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO, 17 de junio de 2018 

(Ezequiel 17:22-24; II Corintios 5:6-10; Marcos 4:26-34)

Recientemente una reflexión sobre un roble apareció en una revista católica.  El autor comparó su modo de vivir con siete características que él ve en el roble.  Dijo, por ejemplo, que el roble es tan generoso que comparta su sombra  con todos.  Entretanto él es mezquino con su tiempo, su cartera, y su corazón.  En el evangelio hoy Jesús también tira de la naturaleza lecciones a aplicarse al Reino de Dios.

Jesús nota cómo el Reino no aparece de noche a día.  Más bien, tarda mucho como la cosecha una vez que se siembre la semilla.  Se puede ver este proceso lento en la lucha por la justicia y la paz.  Hace setenta años, por ejemplo, las Naciones Unidas adoptó la Declaración Universal de los Derechos Humanos.  Esto es un compendio de las libertades que todos gobiernos del mundo deben apoyar.  Fue un paso significante pero no en sí transformador.  Desde entonces se han notado muchas violaciones de los derechos.  Por la falta humana no vamos a ver el cumplimiento de los derechos para todos hasta venga Cristo.  Pero ahora por lo menos tenemos normas para ayudarnos buscar lo que anhelamos ver.

También Jesús compara el Reino a un arbusto de mostaza.  Dice que el Reino desarrolla como este arbusto crece de una semillita en un refugio para pájaros.  Las Caridades Católicas en muchas diócesis reflejan este crecimiento gradual.  Acostumbradamente comenzaron como una obra humilde como el repartir de comidas a los pobres.  En tiempo crecieron en organizaciones con docenas de servicios.  Proveen auxilios tan básicos como la ayuda con la renta y tan complicados como el colocar de familias refugiadas.  No es el Reino de Dios en su plenitud sino un intento humano para aproximarlo.

La segunda lectura puede darnos pausa a los esfuerzos para mejorar las condiciones de la sociedad.  En ella Pablo nos recuerda que la tierra no es nuestra patria.  Dice que estamos destinados a salir de nuestros cuerpos para vivir con el Señor.  Entonces nos preguntamos: ¿por qué queremos preocuparnos de lo que pase en el mundo?  ¿No sería mejor sufrir calladamente las injusticias acá pensando en nuestro hogar eterno?  Después de todo muchos se refieren a la vida de los santos difuntos como el “Reino de Dios”.

El Concilio Vaticano II se dirigió a esta inquietud.  Dijo que hay una semejanza entre la vida como es ahora y el Reino que aparecerá cuando regrese Jesús.  No es que la tierra termine y Jesús la reemplace con el cielo.  Según el Concilio el fruto de nuestros esfuerzos, que ya es manchado por el pecado, se transformará.  Con la venida de Cristo los bienes que hemos producido recibirán su perfección.  Por eso, nuestros intentos para instalar una sociedad de paz y justicia no son vanos.  Más bien son meritorios desde que aumentan la esperanza de la venida del Señor.  Al final de los tiempos estamos destinados no a un cielo distinto sino a un mundo transformado. 

En fin ¿qué es el Reino de Dios?  Aparece en diferentes formas y es descrito con diferentes términos.  Podemos decir que el Reino es el fruto final de nuestros esfuerzos para el bien de todos.  Es también el premio que recibimos por nuestros esfuerzos.  Además es el mundo transformado con la venida de Jesucristo al final de los tiempos.  Es la justicia, la paz, y el amor que anhelamos vivir.  En breve es la presencia de Dios a nosotros que nos alegra, nos conforta, y nos perfecciona.  El Reino es la presencia de Dios a nosotros.


El domingo, 10 de junio de 2018


EL DÉCIMO DOMINGO ORDINARIO

(Génesis 3:9-15; II Corintios 4:13-5:1; Marcos 3:20-35)


“’¿Dónde estás?’” Se puede dirigir la pregunta que hace Dios a Adán en la primera lectura a cada uno de nosotros.    Pero la pregunta a nosotros no tiene que ver tanto con el lugar del cuerpo sino el lugar del alma.  ¿Estoy más cerca a Dios o a Satanás?  ¿Estoy inclinado al bueno o al malo?  ¿Vivo por los demás o sólo por mi propio bien?  ¿Dónde estoy?

San Pablo no tiene duda dónde está él.  Ha entregado su vida al servicio de Cristo.  Como expresa en la segunda lectura, está desgastándose con el anuncio de la resurrección de Jesús.  Aunque algunos han negado sus motivos, él lleva en su cuerpo las marcas de la campaña.  No se puede decir otra cosa.  Pablo ha dado de sí mismo cien por ciento para colocar a los corintios en el camino de la vida.

¿Dónde estamos?  ¿Podemos como Pablo apuntar a varias personas a las cuales hemos apoyado en la fe?  Esperemos que hayamos fortalecido la fe al menos de nuestros hijos.  Si hemos bendecido la comida antes de consumirla, nuestra respuesta será sí.  Si hemos rezado con ellos antes de acostarse, también la respuesta será sí.  Sobre todo si los hemos llevado a la misa dominical, la respuesta será sí.  Ellos han aprendido de nosotros que la vida es un don de Dios a quien debemos el agradecimiento.

Hablamos del “buen ladrón”.  Supuestamente el “buen ladrón” es el bandido crucificado al lado de Jesús.  Según el evangelio de Lucas (y sólo Lucas) este hombre pide al Señor que se acuerde de él en la gloria.  Y Jesús se lo promete.  Por eso, se le merece el título el “dichoso ladrón”, no el “buen ladrón”.  En el evangelio hoy Jesús se refiere a sí mismo como un ladrón.  Pues él es quien que ha metido a la casa de Satanás, el príncipe del mundo, para robarle de la humanidad caída.  Él nos ha quitado la idea que nuestra vida es sólo nuestra producción.  Por eso, podemos gastarla como nos dé la gana.  Jesús nos ha dejado con la seguridad que somos amados por Dios para siempre. 

¿Dónde estamos? ¿Estamos con Jesús, el “buen ladrón”?  Nuestra respuesta es “sí” si vamos a las periferias para sacar a los necesitados de la miseria.  La periferia, como diría el papa Francisco, también es más lugar del alma que del cuerpo.  Es dondequiera no estemos cómodos.  Puede ser la casa de nuestros suegros a quienes sospechamos que no les caigamos bien.  Más probable es el asilo de ancianos que nos recuerda de la fragilidad humana.  O puede ser una cárcel que nos colme con el temor.   Allá ataremos a Satanás, el hombre fuerte, por dominar nuestros deseos.  Arrebataremos a los necesitados de la miseria por mostrarles la compasión. 

La periferia para unas mujeres es el servicio de alimentos para los pobres de la calle.  La primera vez que vienen, las damas sienten el temor.  Pero pronto se dan cuenta que los pobres no son más violentos ni más rudos que otros grupos.  Los llaman por nombre y les permiten a ayudar con la limpieza.  Se puede decir que les roban de la miseria y les suministran la dignidad.  Seguramente ellas están con Jesús.