El domingo, 1 de septiembre de 2013


VIGÉSIMO SEGUNDO DOMINGO ORDINARIO

(Eclesiástico 3:19-21.30-31; Hebreos 12:18-19.22-24; Lucas 14:1.7-14)

Están allí día y noche.  Al lado mexicano del puente separando El Paso y Ciudad Juárez siempre se ven varios mendigos.  Algunos son indígenas trayendo a sus bebitos en sus brazos.  Otros son cojos con sus piernas torcidas si tienen piernas.  Y otros los ex adictos en ropas limpias pidiendo limosnas por sus programas de rehabilitación.  Son personas así que Jesús tiene en cuenta cuando enseña a la gente en el evangelio hoy.

Jesús manda al jefe de los fariseos que invite a los destituidos a su mesa cuando dé un banquete.  Se preocupa en primer lugar por aquellos sin comida y casas.  Quiere que tengan pan para sostenerse y asiento para aliviarse del calor del día.  También piensa por el rico mismo que no pierda la oportunidad para ser juzgado como justo en el día del juicio.  Hoy día, sabiendo algo más de la sociología, se quiere extender el mandato de Jesús para considerar otros aspectos de las relaciones entre los ricos y los pobres.

Cuando hablamos de darle al pobre un puesto a la mesa, tenemos más en cuenta que reciba tortillas.  Un puesto a la mesa significa una voz en la gestión de la familia, una participación en la sociedad.  Por una gran parte esta voz proviene de contribuir al mejoramiento de la sociedad por hacer algo constructivo, algo de servicio.  En breve, proviene de hacer trabajo.  En algunos casos, como la muchacha severamente débil mental que viene a la oficina por algunas horas para triturar papeles, el trabajo es marginal.  Sin embargo, sea diseñando rascacielos o sea barriendo sus pisos, el trabajo le da al hombre o la mujer un papel en el diálogo sobre el bien común.  Por eso, se ha llamado el trabajo “el gran ecualizador”.

Pero el trabajo es más que eso.  Por supuesto, posibilita los recursos que dan sazón a la vida.   Sin el trabajo todos nosotros estuviéramos buscando nueces y moras en el bosque.  Con el trabajo podemos comer perritos calientes en la partida de fútbol si queremos o tal vez conducir al campo para una merienda.  Por el trabajo podemos pagar al médico para el tratamiento, al almacenador para la ropa, y al librero para sus mercancías.  Podemos decir sin reserva que el trabajo hace posible la vida que vale.

Queda aquí al menos un otro atributo del trabajo que nos falta mencionar.  Por una gran parte con el trabajo desarrollamos nuestros talentos como personas humanas.  Aprendemos por el trabajo, si no teóricamente al menos prácticamente.  ¿Quién dudaría que el sastre conozca mejor cómo cortar pantalones que un académico?  Este conocimiento resulta de años de aprendizaje con las tijeras y los patrones.  También es en el taller que la mayoría aprende cómo llevarse con otros tipos de personas.  Al trabajo nos damos cuenta de que tenemos que consolar a los tristes, saludar a los no conocidos, y cuidarnos de los brutos. El trabajo nos hace quienes somos, mejores que éramos.  Por eso, deberíamos nombrar una característica más del trabajo: nos damos aún más razón de alabar a Dios.  Él es la fuente de todas las cosas y a quien buscamos en todas las empresas.  Dijo un santo: “La gloria de Dios consiste en que el hombre viva”.  Por eso, en cuanto el trabajo nos haga posible el perfeccionamiento de nuestro ser, es Dios que forma el objeto último de toda nuestra labor.

Se celebra el Día del Trabajo en varios países con desfiles y discursos.  En los Estados Unidos es más probable que se ven familias saliendo en meriendas y a las partidas de fútbol.  Sí, importa esta falta de conciencia porque es por el trabajo que nos conocemos a nosotros mejor y que tenemos una vislumbre de Dios.  Por el trabajo podemos tener una vislumbre de Dios.

El domingo, 25 de agosto de 2013



EL VIGÉSIMO PRIMERO DOMINGO ORDINARIO

(Isaías 66:18-21; Hebreos 12:5-7.11-13; Luke 13:22-30)

En su libro sobre Jesús el papa emérito Benedicto responde a la cuestión de la evangelización de los pueblos no cristianos.  El Concilio Vaticano II declaró que personas de otras religiones o de no religión que no conocen a Cristo pueden ser salvadas si siguen sus conciencias.  “Entonces - preguntan algunos - ¿por qué no mostramos nuestro aprecio para la fe de los musulmanes, hindús, y budistas por no tratar de convertirlos a la nuestra?”

El papa Benedicto no negaría que otras religiones tengan características admirables.  Es edificante, por ejemplo, ver a un musulmán disculparse de una conversación cuando es la hora de la oración.  Pero no es que todo lo que enseñan ayude la salvación.  Responde el papa Benedicto a aquellos que no ven la necesidad de evangelizar con varios interrogantes: “¿Se salvará alguien y será reconocido por Dios como un hombre recto, porque ha respetado en conciencia el deber de la venganza sangrienta?... ¿Por qué ha convertido sus opiniones y deseos en norma de su conciencia y se ha erigido a sí mismo en el criterio a seguir?” No, estos comportamientos no conducen a ninguno a la perfección esperada por la vida con Dios.  El mundo necesita la verdad de Cristo: que los hombres y mujeres son salvados por el amor abnegado de Jesús lo cual todos estamos llamados a imitar.

En el evangelio hoy el mismo Jesús instruye a la gente que tal amor requiere la disciplina.  No podemos ser generosos sin regularmente dar de nuestros dispensarios a los necesitados.  Igualmente no podemos ser compasivos sin tratar con comprensión a los que carecen el calor humano.  Es cierto que no faltan éstas y otras virtudes en los partidarios de otras religiones.  Sin embargo, son preeminentemente características de Cristo y regularmente encontradas en los santos cristianos.  Por asegurar que todos las aprecien y las practiquen, tenemos que hacer dos cosas.  Primero, viviremos todos los valores cristianos que podemos.  Y segundo, los enseñaremos a nuestros parientes, compañeros y prójimos hasta los rincones más lejanos del mundo.

El domingo, 18 de agosto de 2013


EL VIGÉSIMO DOMINGO ORDINARIO

(Jeremías 38:4-6.8-10; Hebreos 12:1-4; Lucas 12:49-53)


¿Qué significa ser humano?  A lo mejor es algo diferente según la gente que responda.  Para los filósofos el hombre es el animal que piensa.  Para los teólogos es la creatura hecha en la imagen de Dios.  Para los biólogos es el mamífero con cuarenta y seis cromosomas.  En vista del evangelio hoy podemos añadir que ser humano significa la capacidad de reflexionar sobre la muerte. 

Todos seres vivos más tarde o más temprano mueren.  Pero sólo el hombre – parece – puede anticipar su fallecimiento y organizar su vida con ella en cuenta.  Recientemente una mujer consignada a un hospicio habló con su párroco sobre su funeral.  Ella hizo los planes: escogió las lecturas de la misa y las canciones.  A lo mejor dio sus preferencias para la comida del refrigerio después.  Ninguna otra especie de ser vivo puede hacer algo que alcanza este hecho.

En el evangelio encontramos a Jesús contemplando su propia muerte.  Como testimonio de su bajamiento para compartir el estado del hombre, se angustia sobre el hecho.  Ve por lo que pasa alrededor de él, particularmente el martirio de Juan Bautista y la oposición de los fariseos, que se le quitará la vida próxima y violentamente.  Ya se dirige a Jerusalén porque allá los profetas como Jeremías sufrieron a mano de los líderes religiosos que cegaron los ojos a la voluntad de Dios.  El bautismo que menciona aquí no es de agua sino de fuego.  No es la muerte simbólica sino la realidad.  Es la entrega de su vida en la cruz sangrienta para redimir el mundo del pecado que lo penetra como los microbios un pantano.

Hemos oído del sacrificio de Jesús un millón de veces de modo que tal vez nos aburra.  Sin embargo, cuando él dice que no ha venido para traer la paz sino la división, nos despertamos.  “¿No es Jesús ‘el príncipe de la paz’?” nos preguntamos.  Sí, es pero no en el sentido de que muchos piensen.  Jesús rechaza la paz por la cual sus discípulos se conformarían a los modos del mundo.  Como se dice, Jesús causa ondas.  Está llamándonos a una nueva justicia que sobrepasa aquella de nuestros antepasados.  Él no soportará la mentira, mucho menos el fraude. Él no permitirá el aprovechamiento de la esposa como objeto de dominio, mucho menos la infidelidad.

Nos quedamos con una elección: ¿vamos a seguir a Jesús por dejar todos nuestros vicios?  O ¿vamos a buscar lo que nos dé la gana?  A muchos la primera opción parece como el sofocamiento de los sentidos – el quitar de la razón de vivir.  En el caso de Jesús ella trae la vida digna, profundamente satisfactoria y complaciente a Dios.  Entonces enfrentamos esta paradoja: la persona que tome su cruz en pos de Jesús va a encontrar la vida llena al centro.  Entretanto él o ella que ande en busca de una vida llena de riqueza o comodidad va a experimentarla como dulce en el principio pero faltando en el mayor plazo.

“Dos caminos bifurcan en un bosque amarillo – dice un poeta describiendo la elección que todos los hombres tienen que hacer.  Uno de los caminos le conducirá a la vida llena de canciones y refrigerios.  No es ni mucho más ni mucho menos justa que la de sus antepasados.  El otro parece más duro porque va contra las ondas de fraudes y dominio.  Concluye el escritor: “yo tomé el menos transitado, y eso hizo toda la diferencia’.  No lamenta su elección.  Más bien, ha beneficiado de ella.

El domingo, el 11 de agosto de 2013


EL DECIMONOVENO DOMINGO ORDINARIO

(Sabiduría 18:6-9; Hebreos 11:1-2.8-19; Lucas 12:32-48)


Es uno de los episodios más famosos de la Guerra Civil Española.  Una pequeña fuerza de los nacionalistas estaba defiendo el Alcázar de Toledo con los liberales de ataque.  Cuando el hijo del comandante nacionalista fue capturado, los liberales amenazaron con matarlo si el Alcázar no estuvo rendido. El comandante pidió a hablar con su hijo por teléfono.  Le dijo: “Encomienda tu alma a Dios, mi hijo, y muere como un patriota”.  Bueno, la carta a los Hebreos hoy nos recuerda de otro ejemplo del hombre preparado a sacrificar a su hijo por razón de la justicia.

La carta enseña que la fe puede exigir grandes sacrificios.  Aunque Dios retiró su mandato a Abraham (y nunca le mandaría algo tan atroz de nosotros), la fe exhorta que miremos más allá de lo que la cultura piense agradable.  La fe vislumbra como nuestro verdadero bien la paz con Dios realizada por cumplir su voluntad.  Hace poco una mujer se le acercó al sacerdote en el velorio de su hijo.  Quería aliviarse del corazón.  Su hijo, un padre de familia, murió cuando estaba presentando una lección de doctrina.  Dijo ella: “Estoy contenta”.  ¿Cómo puede ser que ella estaba contenta después de la muerte repentina de su hijo? ¿Había problemas ente él y ella?  Pero ella le aseguró al sacerdote al contrario: “Siempre fue un buen hijo.  Nunca tenía que pedirle dos veces para hacer una tarea.  Nunca me dijo que pidiera a uno de sus hermanos hacerlo”.  Entonces la mujer dio su razón: “Estoy contenta porque murió sirviendo al Señor”.  Fue un testimonio de la fe casi del calibre de la de Abraham cuando preparaba a sacrificar a su propio hijo en obediencia a Dios.

En su primera encíclica Lumen Fidei el papa Francisco describe la fe como una luz ayudándonos a ver.  Con la fe miramos ambos lejos y profundo.  Nos damos cuenta de que los altibajos de la vida – si conseguimos el trabajo que anhelamos o no, si tomamos las vacaciones de nuestros sueños o no – no importan mucho.  Pues la fe nos levanta a mirar el horizonte con la eternidad de Dios.  Allí “sin penas ni tristezas” viviremos en la felicidad con los justos – tanto los buenos de otros tiempos como, esperemos, nuestros queridos seres. 

La fe también nos ayuda como una lupa a escrudiñar la naturaleza de las cosas.  Nos informa que muchos de los arreglos que la sociedad alaba como avances – por ejemplos, la cohabitación, las redes sociales, la casa llenada con electrodomésticos -- son no más que vanidades, a veces pecaminosos.  La fe nos hace percibir que la satisfacción verdadera proviene de imitar al Señor Jesús, tanto en su apertura para, como en sus sacrificios por los demás.  Como testimonio de todo esto tenemos el ejemplo de los santos.  Según su primer biógrafo santo Domingo de Guzmán, fundador de la orden que lleva su nombre, era encantadoramente entregado a los demás.   Escribió: “Durante el día nadie se mostraba más sociable que él... Viceversa, de noche, nadie era más asiduo que él en velar en oración….” 

Como el papa recalca en su encíclica, la fe es un don de Dios que recibimos gratis.  No obstante, requiere esfuerzo de nuestra parte.  Primero, tenemos que pedir al Señor, como el padre del endemoniado en el evangelio, el aumento de la fe.  Entonces, nos exige que cambiemos de la actitud.  Mucha de la resistencia al creer hoy en día proviene del cinismo hacia la Biblia.  Sí, es cierto que las historias relatadas en la Biblia han sido adornadas por el proceso de ser transmitidas por boca por años.   Pero también es claro que los relatadores de las historias estaban dispuestos a dar sus vidas atestiguando de su verdad.  Sobre todo, la fe nos llama a una nueva manera de vivir.  En lugar de seguir los antojos del cuerpo buscamos la comunión con Dios por someternos a su voluntad.    

Los miopes conocen la maravilla de conseguir lentes.  De repente tienen una nueva manera de ver.  Es como todo se hace claro por la primera vez. La fe actúa así.  Nos permite mirar a Jesús a pesar de los años desde su muerte.  Nos hace sentir su encantadora compañía.  La fe nos hace ver a Jesús.