Homilía para el Domingo, 1 de marzo de 2009

El Primero Domingo de Cuaresma, 1 de marzo de 2009

(Génesis 9:8-15; I Pedro 3:18-22; Marcos 1:12-15)

Hace algunos años la gente de una aldea en las alturas de Pakistán estaba edificando su primera escuela. Con el apoyo de un montañero americano, los niños finalmente tendrían un lugar adecuado de aprendizaje. Cuando se terminaba la construcción, llegó a la aldea el cacique musulmán de la región. Dijo él que la gente tendría que abandonar el proyecto porque la escuela era el trabajo de los infieles. Respondió Haji Ali, el líder de la aldea, que no iban a detener la construcción. Entonces el cacique exijo doce carneros grandes como el precio de su permiso para la escuela. Fue una cantidad equivalente a la mitad de la riqueza de la aldea, pero Haji Ali les mandó a las familias que trajeran los animales. “No tengan tristeza,” dijo Haji Ali, “mucho tiempo después de que los carneros están degollados y consumidos, nuestros hijos aprenderán en nuestra escuela.”

Sin duda, la demanda del corrupto cacique fue una prueba para Haji Ali. Pudiera haber tratado de resistir al cacique o pudiera haber abandonado la escuela. Sin embargo, en el primer caso habría causado heridas y posiblemente muertes y en el segundo los niños habrían sido los perdedores. El líder usó su cabeza y su corazón para hacer la mejor cosa posible. En el evangelio hoy Jesús enfrenta pruebas similares. En este relato de San Marcos Satanás no tienta a Jesús con comida, riqueza, y poder. Más bien, la presencia de animales salvajes nos da la impresión de que pasiones interiores prueban el carácter de Jesús para prepararlo por su misión. Termina el pasaje con Jesús predicando en Galilea, “Se ha cumplido el tiempo y el Reino de Dios ya está cerca.…”

Deberíamos nosotros ver la Cuaresma como una prueba de nuestro carácter. Es nuestro retiro anual para calmar nuestras pasiones y confirmar nuestra relación con Dios. Algunos adultos se han hechos flojos, más entregados al chisme que al apoyo. Ellos deberían considerar evitar la charla acerca de otras personas y darse completamente a obras caritativas hasta el doce de abril. Algunos jóvenes andan continuamente buscando la excitación en los cines y los bailes. Ellos podrían considerar quedarse en casa por estas seis semanas para estudiar y ayudar a los familiares. Algunos niños se han hecho acostumbrados a comprar dulces que les amenazan la salud. Ellos pudieran guardar sus monedas para las organizaciones que ayuden a los pobres en otros países.

Dios no nos abandona en nuestras pruebas. Como manda a los ángeles a servir a Jesús, también nos fortalece. Tenemos que pedirle ayuda tanto en la misa como en la oración personal. La cuaresma es un desierto donde nos damos cuenta de nuestra debilidad delante de retos como el cáncer que destruya el cuerpo y las medias masivas que estropee el alma. Dios vendrá como nuestro compás guiándonos a la salvación. Cuando el doctor Tom Dooley estaba muriendo de cáncer en Asia sureste donde hizo varias clínicas por los campesinos, escribió una carta al presidente de la Universidad de Notre Dame. Le preguntó: “¿Cómo puede la gente soportar cualquiera cosa en la tierra si no tienen a Dios?” Es cierto. Sin Dios es muy difícil aguantar las contrariedades de la vida. Con Dios podemos superar los grandes desafíos hasta el fin.

Homilía para eI Domingo, 22 de febrero de 2009

VII Domingo Ordinario

(Isaías 43:18-19.21-22.24-25; II Corintios 1:18-22; Marcos 2:1-12)

Una vez una madre llevó a Lourdes a su hijo con un tumor de celebro. Con el pronóstico que el muchacho moriría en corto tiempo, buscaban un milagro. Regresaron sanados, no del cáncer sino de la desesperación. Después de ver la gran muestra de fe de parte de los peregrinos en Lourdes, el muchacho y su mamá podían aceptar la muerte con alguna calma. Como la madre, las cuatro personas llevan a su compañero a Jesús en el evangelio hoy buscando una cura.

Jesús, notándose de la fe de los cuatro, la estira para que sea realmente meritoria. No dice al paralítico que se sane, al menos en el principio. Más bien, le informa que sus pecados están perdonados. Las palabras de Jesús dejan a la gente en la casa y también nosotros con bocas abiertas. Los judíos están perturbados porque no creen que ningún humano tenga la autoridad de perdonar pecados. Nosotros tenemos otro problema. Pensando que el perdón de Dios es tan gratis como la arena en la playa, esperamos que Jesús cure al desafortunado. A la pregunta de Jesús, “¿Qué es más fácil, decir…’tus pecados te son perdonados’ o decir…’Levántate, recoge tu camilla y vete a tu casa?’” contestaríamos en un segundo la primera cosa. Aparentemente a nosotros también nos falta la fe.

Tenemos dificultad apreciar el daño creado por el pecado. Tal vez porque se despiden ofensas como llegar cinco minutos tarde por un amable “no es problema,” pensamos que nuestros pecados no tienen mucho efecto. La realidad es otro. Los pecados dañan nuestra relación con Dios tanto como con uno y otro. La mentira, por ejemplo, nos distancia de Dios que es la verdad, el único ser que nunca cambia. Donde podemos contar con Él tanto por la resurrección de la muerte como por el sol en la madrugada, nos mostramos a nosotros mismos como no siempre confiables. Ciertamente la mentira se nos aparta de uno y otro. No es sólo que otros no creerán a nosotros cuando mentimos sino que no podemos creer a los demás. Como muchas personas que han prestado dinero con una firme promesa de su devolución saben, la mentira crea un ambiente de sospecho.

Para comprobar su autoridad sobre el pecado, Jesús sana al paralítico. En tiempo el mismo Jesús va a colgarse de la cruz para salvar a todo humano de sus pecados. En Calvario el mundo entero va a aprender la respuesta a la pregunta de los escribas: “¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?” Jesús puede hacerlo porque él es el hijo verdadero de Dios Padre. Y ¿por qué Dios no perdona nuestros pecados por una declaración como Jesús hace en la lectura hoy? Podemos nombrar al menos tres razones. Primero, tan duros como somos, estamos asegurados del amor de Dios por nosotros cuando nos damos cuenta que Dios ha dado a Su hijo por nuestra salvación. Segundo, la cruz de Jesús nos enseña el sacrificio que el amor implica. Al decir que amamos a alguien, no significa sólo que nos cae bien la persona sino que estamos dispuestos a entregarnos por ella. Y finalmente, la redención por el suplicio de la cruz denota la dignidad humana. Como escribe San Pablo, si por acción del humano el pecado entró al mundo, conviene que por el humano se absuelve el pecado. Por acción de Jesús, entonces, somos aún más afortunados que aquellos 155 viajeros esperando el rescato en las alas del avión flotando en el río Hudson. Es cierto, por acción de Jesús somos afortunados.

Homilía para el domingo, 15 de febrero de 2009

El VI Domingo Ordinario

(Levítico 13:1-2.44-46; I Corintios 10:31-11:1; Marcos 1:4—45)

La religiosa Marie Chin habla de una experiencia espantosa. Cuando era muchacha, la llevó una hermana de la Misericordia a un leprosario. Llegaron a la puerta de una persona llamada Señorita Lilian y tocaron. Desde adentro contestó una voz alegre, “Entren.” La muchacha saltó adentro, pero una vez allá quedó paralizada. Enfrente de ella estaba una mujer con cara completamente destrozada. La leprosa ofreció a la muchacha su mano que era no más que un tocón sin dedos ni pulgar. Dijo la Señorita Lilian, “Ponga tu mano en la mía.” “No puedo; tengo miedo,” respondió Marie. “Sí, puedes,” añadió la leprosa Lilian, “…mira las flores del campo. Dios no permite que les llegue el daño.” Dice la hermana Chin que no sabe cómo pero en un instante su mano quedaba en el tocón duro y áspero de la leprosa. Y desde ello sintió una onda de poder llenando su cuerpo hasta su propia alma.

En el evangelio hoy encontramos a Jesús delante de un leproso. La lectura no dice que Jesús tiene miedo pero indica que siente emociones fuertes. Hace hincapié en cómo Jesús “se compadece” del desafortunado y también en cómo le habla “con severidad.” No sabemos si era el mismo tipo de la lepra que tenía la Señorita Lilian, llamada hoy día la enfermedad de Hansen. Posiblemente era una eczema fuerte. De todos modos, la enfermedad era tan atroz que, según la Ley judía, el leproso no pudiera entrar lugares poblados y aún en el campo, tuviera que gritar, “¡Impuro, impuro!” si alguien se le acercaba. Sin embargo, Jesús no se desvía cuando el leproso le enfrenta. Aún le toca para sanarlo.

A veces nosotros estamos enfrentados con situaciones difíciles como Jesús ante el leproso. No podemos evitarlo y mantener una conciencia clara. Puede ser un hermano alcohólico que rehúsa reconocer su debilidad. Puede ser una conciencia rezongona porque seguimos usando anticonceptivos. Puede ser la llamada a una vocación religiosa que no queremos considerar porque nos gusta flirtear con muchachas o muchachos. Una cosa es cierta: no podemos no hacer nada; tenemos que actuar.

La gracia de Dios nos prepara a hacer frente a estos retos. De hecho, merecemos la vida eterna por actuar con la valentía aprovechándonos de esta gracia. En el Sermón de la Montaña Jesús menciona varias situaciones que llaman la valentía de sus seguidores. Tenemos que ofrecerle al enemigo la otra mejilla cuando nos golpea. No debemos jamás mirar a una mujer (o a un hombre) con deseos impuros. Tenemos que dar limosnas sólo en privado. Es la gracia de Dios que nos hace posible lograr estos resultados. ¿Cómo conseguimos la gracia de Dios? Dice Jesús, “Pidan y se les dará; busquen y hallarán; llamen y se les abrirá la puerta.”

Una vez una pareja se consideraba perfecta por todos sus conocidos. Pasó que a ella se le desarrolló una artritis reumatoide completamente debilitante. No podía ni caminar ni hacer las tareas en la casa. Él tenía que bañarla en la mañana, darle de comer al mediodía, y llevarla a misa en silla de ruedas al domingo. Seguramente no podían disfrutarse del acto conyugal. Sin embargo, él cumplió todo sin ningún sentimiento de pesar. De hecho, diría, “Le amo más ahora que al día de nuestra boda.” Más tarde o más temprano, nosotros también vamos a estar enfrentados con una situación tan retadora. También nosotros, como este hombre, tendremos que actuar con la valentía. Que no nos olvidemos de pedirle a Dios la gracia para hacerlo.

Homilía del Domingo, 8 de Febrero de 2009

Homilía del V Domingo Ordinario

(Job 7:1-4.6-7; I Corintios 9:16-19.22-23; Marcos 1:29-39)

Un hombre de setenta y cinco años dice que su vida es como la de todos ancianos. Pasan la mayoría de su tiempo aguardando los médicos en sus consultorios. No es fácil hacerse viejo. Los mayores sufren de dientes blandos, de piel delgada, de ojos débiles, y de un montón de otros problemas. En la literatura se compara el anciano con un perro dispuesto a morder a personas contrarias o con un mono a lo cual se ríen los niños. En la primera lectura encontramos a Job que sufre todas las indignidades de la ancianidad.

Cuando pensamos en el sufrimiento, tenemos que considerar a Job. Recordemos su historia. Era un hombre rico, feliz, y justo de modo que Satanás pidió a Dios que le permitiera a poner a Job a prueba. Entonces se vuelve sin propiedad, sin hijos, y sin salud. Como dice la lectura hoy, ni puede tener una noche de sueño. Pero jamás maldice al Señor. Solamente Le pregunta, “¿Por qué me hace vivir tan miserable?”

Entonces Dios responde a Job de una tormenta. Dice con gran fuerza que Job no es capaz de recibir la razón para el sufrimiento de los justos. Como Job no estaba allí cuando se creó el universo ni sabe de cosas como las estrellas del cielo o las bestias de la jungla, él no puede entender una aclaración. Entonces se calla Job. Queda satisfecho porque Dios ha visto su sufrimiento y ha escuchado su lamento. Sin embargo, estos no son las últimas palabras de Dios acerca del tema. Entrega una respuesta más adecuada en la vida de Jesús.

Jesús no habla de una tormenta sino al lado nuestro. Su manera no es fuerte sino suave. Aunque es Dios, ha entrado en la atmósfera del sufrimiento junto con nosotros. En primer lugar, muestra en el evangelio hoy como Dios se opone al sufrimiento de los justos. Cura a los enfermos y rescata a los poseídos. Muy significativo también, Jesús sufre junto con los demás. Soporta las incesantes demandas de parte del pueblo. En tiempo, va a sufrir una de las torturas más horribles jamás inventadas – la crucifixión. “¿Por qué sufrimos?” nosotros preguntamos junto con Job. Podremos discernir la respuesta definitiva de la cruz. Jesús nos contesta, “Nuestro sufrimiento queda un misterio pero no se desanimen. Por ello vamos a conquistar la maldad y la muerte.”

No vamos a escapar del sufrimiento en esta vida. Es parte de nuestra existencia vida como el hielo es parte de las regiones árticas. Sin embargo, podemos aliviar su peso por imitar a Jesús en el evangelio. En lugar de gemir, que nos vayamos a un lugar solitario para rezar. Que digamos al Señor como nos cuesta soportar el dolor de artritis o ver a un ser querido sacudirse con la fiebre. Que Le pidamos a socorrernos en nuestra necesidad. Y que sigamos predicando el evangelio por obras de caridad.