El domingo, 1 de mayo de 2011

II DOMINGO DE PASCUA

(Hechos 2:42-47; I Pedro 1:3-9; Juan 20:19-31)

En septiembre del 1938 el primer ministro Chamberlain de Inglaterra volvió a su país de una junta con el canciller Adolfo Hitler de Alemania. Acabó a darle a Hitler permiso de tomar, en efecto, control sobre la República Checa en cambio por su promesa de no avanzar más en Europa. Chamberlain dijo a sus paisanos que habría “la paz en nuestro tiempo”. Era un fraude. Por supuesto, no se podía aplacar a Hitler. Dentro de un año Alemania invadió a Polonia para comenzar la Segunda Guerra Mundial. La paz de Chamberlain contrasta con la paz que promete Jesús en el Evangelio según San Juan. La paz de Jesús no es de este mundo. En el pasaje del mismo evangelio hoy leemos cómo Jesús entrega su paz.

En la noche de su resurrección Jesús vuelve a sus discípulos. Su saludo resuena en sus corazones: “La paz esté con ustedes”. Entonces les muestra las heridas en sus manos y costado para asegurarles que realmente ha vencido a la muerte. La paz proviene de la creencia que lo que ha pasado a Jesús, les pasará a ellos también. La tumba no constituirá su último destino. Más bien, resucitarán a una vida llena de gloria.

Ciertamente la muerte sigue como el enemigo número uno en nuestro tiempo. Aunque muchos humanos viven hasta ochenta, queremos extender nuestros días hasta noventa, aun cien años. Sin embargo, la muerte puede recogernos cuando estamos floreciendo como el caso del profesor Randy Pausch. Este catedrático tenía sólo cuarenta y siete años de edad cuando se diagnosticó con el cáncer pancreático. Tuvo sólo seis meses para despedirse de su esposa y tres hijos pequeños. Aún más preocupante hoy es la posibilidad de pasar nuestros últimos años aislados por la falta de memoria o en un asilo por mala salud. Con la certeza de la resurrección de la muerte podemos enfrentar tales apuros sin mucho sudar.

La paz de Jesús tiene una segunda dimensión que se manifiesta cuando él sopla sobre sus discípulos. Les confiere el Espíritu Santo para su misión de perdonar pecados. La gente acaba de ejecutar a un hombre inocente. Hace falta no sólo el perdón sino también la conciencia de su pecado. No es muy diferente hoy cuando muchos andamos ignorados de cómo la soberbia nos impide ver el impacto de nuestras acciones. El hombre viene del trabajo cansado. Sin decir nada a nadie, se sienta en la butaca y enciende el televisor para relejarse. Desgraciadamente no se da cuenta de que su esposa también ha tenido un día agotador. Ella vino de su trabajo, recogió a los niños, hizo las compras, y ya está preparando la cena. Al menos le gustarían unas palabras de reconocimiento pero en su lugar recibe sólo el eco del televisor diciendo en efecto, “No me molestes”.

Para hacer el perdón de culpa palpable a nosotros, Jesús instituyó el Sacramento de la Reconciliación. En una novela cuya historia tiene lugar en la década de los cuarenta del siglo pasado una joven describe su experiencia de la confesión sacramental. Dice que le hace sentir como nueva persona más limpia, más ligera, más libre que antes. El sacramento nos reconcilia primero con Dios a quien hemos desobedecido. Pero no termina reconciliando allí. Nos reconcilia con la Iglesia cuya misión de brindar la bondad de Dios ha sido truncado por nuestro pecado. Según el papa Juan Pablo II, el sacramento también nos reconcilia con nosotros mismos. La reconciliación con el yo es un proceso de al menos dos pasos. Primero, por nombrar el pecado colocamos la falta que nos disturba aun cuando no estamos conscientes de ser preocupados. Entonces por admitirlo al representante de Dios estamos haciendo algo duro para aliviarnos de su peso.

Al menos una vez por año los ciclistas llevan sus bicicletas para un tune-up. Se les quita la tierra en los cambios, los frenos, y las cadenas, y se les pone nuevo aceite. El resultado no es sólo que las bicicletas se miran mejores; más importante funcionan mejor. Es semejante con la Reconciliación. Aliviados de nuestros pecados por la paz de Jesús, nosotros no sólo nos sentimos mejor sino funcionamos mejor. Podemos llevar a cabo nuestra misión en la vida. Podemos vivir mejor.

El domingo, 24 de abril de 2011

LA PASCUA DEL SEÑOR

(Mateo 28:1-10)

Los estudiantes querían mucho a su profesor de teología. Pues, era puro oro ambos como persona y como instructor. Cuando murió, los jóvenes deseaban darle una despedida especial. Se organizaron en grupos para hacer una vigilia por una noche entera. No sólo quedaron con el cuerpo en la capilla sino también repitieron los 150 salmos a través de la noche. Así mostraron su afecto en tal manera que el profesor habría apreciado. En el evangelio encontramos a las mujeres que acompañaban a Jesús haciendo algo semejante.

Dice la narrativa que María Magdalena y la otra María salen al “transcurr(ir) el sábado, al amanecer del primer día de la semana”. Ordinariamente pensamos en esta hora como la madrugada pero tenemos que recordar que estamos en el ambiente judío del primer siglo. Entonces el día termina con el puesto del sol. A lo mejor, el “amanecer” del texto se refiere al planeta Venus, considerado como la estrella más luciente del cielo. Las mujeres no llevan olios para ungir el cuerpo de Jesús. Pues, se colocó una gigante piedra sobre la entrada. Los judíos aun consiguieron un destacamento de soldados para guardar el sepulcro. No, las mujeres van al lugar sólo para dar testimonio de su amor para el Señor.

Las mujeres son como mucha gente hoy en día que quieren visitar a sus familias en México. Pero, como si pusieran una piedra, los carteles de drogas han aterrorizado la frontera. En un caso entre miles una familia de Texas ha perdido a su papá que fue a México para cuidar sus tierras allá. Donde una vez había un rico intercambio de gente y de mercancía, ahora se caracteriza la frontera por secuestros, violencia, y muerte.

En el evangelio Dios no permite que la muerte reine sobre la vida. Sacude la tierra con un temblor que causa un reverso completo. Jesús, el muerto, vuelve a la vida mientras los guardias se congelan en su temor como si fueran muertos. La escena regala una vislumbre del fin de la historia. Al término del tiempo lo bueno habrá vencido la maldad. Aunque a veces tarda la justicia, no tenemos que dudar la victoria de Dios sobre sus enemigos. Aun en la frontera entre México y los Estados Unidos podemos contar con la derrota de los carteles.

Sin embargo, no debemos sentarnos como si fuéramos espectadores de la lucha. Tenemos que hacer nuestro papel por las fuerzas de la verdad. En ninguna forma deberíamos compartir en el mal. Mentir, robar, tomar drogas, y diez mil otros vicios simplemente no nos valen a nosotros. Además hemos de esforzarnos contra la maldad. Apoyar al débil, consolar al acongojado, y educar al ignorante constituyen nuestro modo de vivir tanto como comer tacos y celebrar cumpleaños. Con tales actos cumplimos el mandato del ángel a las mujeres para anunciar la resurrección del Señor.

Al llevar a cabo su misión las dos Marías encuentran a Jesús. Les asegura que su experiencia con el ángel no fue fantasía sino fenómeno tan real como tomar el café en la mañana. Como a las mujeres, Jesús se nos acerca a nosotros cuando cumplimos su palabra. Los ministros de la Iglesia dicen que es Dios, no ellos mismos, que derrite los corazones de parejas que les vienen con problemas. Asimismo la madre Teresa decía que cuando ayudamos a los pobres, estamos tratando a Jesús “en disfrace”.

Veinte cinco años después del tratado de paz, se encontró un soldado japonés en la jungla de una isla del Pacífico. Porque nadie le había informado que se había acabado la guerra, el soldado andaba preparándose para la batalla. Es así con la lucha contra el mal. Con la resurrección de la muerte Jesús lo ha vencido. Aunque sigue causando daño, no puede ganar. Jesús lo ha vencido.

El domingo, 17 de abril de 2011

EL DOMINGO DE RAMOS DE LA PASIÓN DEL SEÑOR

(Isaías 50:4-7; Filipenses 2:6-11; Mateo 26:14-27:54)

Deberíamos darnos cuenta de que leemos la pasión de Cristo dos veces en la liturgia cada año. La primera vez es ahora, el Domingo de Ramos, cuando la leemos o del Evangelio según san Mateo (este año), o según san Marcos (el año próximo), o según san Lucas (el año 2013). La segunda vez es el Viernes Santo cuando siempre la tomamos del Evangelio según San Juan.

Tal vez hayamos notado algunas diferencias entre las cuatro versiones. Sólo en Juan, por ejemplo, asoma la madre de Jesús a la cruz. Así se distingue la pasión según Mateo por la trayectoria de Judas, el lavado de las manos por Pilato y el sueño de su esposa, la amargura de los judíos hacia Jesús, y varios otros detalles. Es importante que nos demos cuenta que las diferencias entre las narrativas no simplemente agregan información sobre la crucifixión. Más bien, representan las distintas maneras en que cada evangelista entiende el sacrificio de Jesús por nosotros.

Decimos “cada evangelista” pero en realidad Mateo y Marcos escriben de la misma perspectiva. Para ellos, pero no para Lucas ni Juan, Jesús sufre tanto la humillación y el abandono como el dolor físico. Sólo en estas narrativas Judas traiciona a Jesús con un beso y los otros discípulos huyen de él como cucarachas de la luz. Sólo en éstas, ambos los judíos y los romanos le escupen a Jesús – los primeros en su cara. Sobre todo, sólo en Mateo y Marcos nadie viene al Jesús crucificado con una palabra de consuelo, y él muere, gritando: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”

Jesús en Mateo y Marcos es sumamente: “despreciado y rechazado por los hombre, varón de dolores” como dice el libro del profeta Isaías acerca del Siervo Doliente. Los primeros dos evangelistas quieren mostrar a sus lectores el carísimo precio que el Hijo de Dios paga por la desobediencia humana. Abrazar la tortura tanto mental como física significa que Jesús muere sin conocimiento seguro de la presencia de su Padre celestial, al menos con su razón humana. No se puede subestimar la enormidad de este sacrificio por nosotros. Es el ofrecimiento de todo su ser. Ni se puede negar que en realidad Dios ha estado presente en cada paso del apuro de Su Hijo. El Padre Dios no tiene ninguna satisfacción ver a Su Hijo abusado, pero sí, se complace que por fin un hombre ha sido obediente hasta el último respiro. Esta presencia de Dios está marcada por lo que pasa al momento de la muerte de Jesús: un testigo objetivo lo proclama “Hijo de Dios” y los justos de tiempos pasados están sacudidos de sus sepulcros.

Nos ayuda esta Pasión según Mateo particularmente cuando nos sentimos solos y malentendidos. Algunos de nosotros han sido abandonados por personas significativas en nuestras vidas. En estas ocasiones, como Jesús en la cruz, no estamos seguros de la presencia de Dios. A lo mejor las divorciadas y las viudas (y los divorciados y los viudos) han tenido esta inquietud. Ciertamente los ancianos dejados en los asilos sin visitantes sienten así. En nuestra angustia, podemos apelar al Padre celestial con Jesús: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Y recordando lo que pasa a Jesús, podemos recuperar la confianza que nuestro Dios no nos ha olvidado. Más bien, Él actuará pronto para salvarnos del apuro. Dios actuará para salvarnos.

El doingo, 10 de abril de 2011

V DOMINGO DE CUARESMA

(Ezequiel 37:12-14; Romanos 8:8-11; Juan 11:1-45)

Es una historia común. Cada uno tiene su propia versión. En la mía hace dos semanas murió mi amigo, el Padre Francisco. Era párroco, consejero, amigo, hermano, y otras cosas para diferentes personas. Hace poco se retiró del servicio de tiempo pleno a sesenta y nueve años de edad. Quería seguir ayudando a la gente pero sin tantos compromisos. Sin embargo, el año pasado le descubrieron cáncer en sus pulmones. Lo operaron y le dieron la radioterapia, pero no podían salvarlo. Hace un mes el Padre Francisco informó a sus seres queridos que no iba a vivir mucho tiempo más.

“¿Por qué - preguntamos en casos como lo de Padre Francisco – tiene que morir cuando todavía es relativamente joven con mucha razón de vivir?” Estamos tratando el dolor profundo que nos agarra como una mano de hierro. Nos ponemos inconsolables de modo que nos desconectemos del mundo exterior. Nos dificulta trabajar, recrear, aun comer. Sólo nos ocupan los pensamientos del muerto. Vemos esta condición particularmente en los padres de niños y jóvenes que mueren. La vemos en la familia y los compañeros de Lázaro en el evangelio hoy.

Los psicólogos han descrito varios niveles del dolor profundo que corresponden a diferentes personas del pasaje. Marta sufre mucho por la muerte de su hermano. Está acongojada pero no paralizada. Tiene en sí misma la capacidad de rebotar del contratiempo con toda la fuerza de una maratonista en el cuarenta kilómetro. En cuanto oye que Jesús se acerca, sale para pedirle socorro. A él le puede proclamar su fe. Los amigos de Lázaro viniendo a consolar a sus dos hermanas muestran un segundo tipo de respuesta al dolor. No están profundamente afectados por la muerte aunque sí lloran por el fallecido. Pueden observar todo lo que pase sin perder el sueño. Pues, tienen problemas en sus propias casas para preocuparse.

María, la otra hermana, reacciona con el mayor dolor profundo. No puede salir cuando Jesús llega al pueblo a lo mejor porque está completamente inmovilizada. Cuando eventualmente encuentra al Señor, sólo repite lo que dijo Marta, tal vez porque las dos se pusieron de acuerdo en la casa durante la agonía de su hermano: “Si hubiera estado aquí (Jesús)…” María se cae a los pies de Jesús llorando. Se ve incapacitada; sin embargo, nos regala la propia postura para afrontar el dolor profundo.

Cuando sentimos dolor, es tiempo de poner todas nuestras vidas al pie de Dios por la oración. Al llamarlo, “Señor”, nos damos cuenta de que Él es el sumo bien para quien vivimos. La confianza de este planteamiento nos regala la fuerza para seguir adelante con nuestros quehaceres. Sin embargo, no es principalmente nuestra propia fuerza que nos levanten del dolor profundo. El Espíritu de Jesús nos llena el corazón con la esperanza de vencer la muerte. En el evangelio Jesús llama a Lázaro del sepulcro para mostrar su poder sobre la muerte. Este poder es como el amor con que los padres tranquilizan a sus bebitos llorando por tomarlos en sus brazos.

Podemos quedar seguros que la muerte no va a ser la clausura de nuestra existencia aunque no sabemos exactamente de que comprende la vida eterna. No es la que tenga Lázaro resucitado; pues, él va a morir de nuevo. Es la que muestra Jesús en el final del evangelio, pero solamente la vemos por vislumbres, no del profundo. Será algo nuevo, extraordinario, no imaginable pero, a la misma vez, gozoso, sensible, consciente. Podemos pensar en la vida eterna como una gran sinfonía con pirotécnicos u otro espectáculo maravilloso, pero no se puede decir nada con certitud.

Un poeta hindú dice que la muerte no es el extinguir la luz, sino el apagar la lámpara porque ha llegado el amanecer. Al que llamamos “Señor” nos viene como el sol para sacarnos de la mano de hierro que nos tiene esta vida para bañarnos en su luz. Sí, es difícil despedir a nuestros seres queridos, pero estaremos a los pies de aquel que nos ama como los padres a su bebito. Estaremos con aquel que nos ama.