El domingo, 7 de abril de 2013


EL SEGUNDO DOMINGO DE PASCUA

(Hechos 5:12-16; Apocalipsis 1:9-11.12-13.17-17; Juan 20:19-31)

Los “milagros” ocurren todo el tiempo.  Los vemos particularmente en la medicina moderna.  Las víctimas de accidentes severos, una vez consideradas como desahuciadas, ya regresan al trabajo.  Hace cincuenta años las cataratas necesitaban cirugía que internó al paciente  por días, pero ya están tratadas en minutos.  Escuchamos de maravillas semejantes en la primera lectura describiendo la vida de la primera comunidad cristiana.

Dice el pasaje: “Los apóstoles realizaban muchas señales milagrosas”.  Las palabras nos causan la inquietud.  Nos preguntamos si realmente había grandes números de curaciones físicas.  O posiblemente fueran sanaciones espirituales como, por ejemplo, pasan con los adictos cuando reciben un nuevo motivo de vivir.  Otra posibilidad es que fueran invenciones del escritor exhortando la fe en Jesús.

La historia no sólo cuenta de la multiplicación de curaciones sino también la de los creyentes.  De hecho, relaciona las curaciones con la crecida de la fe, pero no cómo esperamos.  No dice que más gente creía porque veían muchos milagros sino el contrario.  Reporta que los hombres y mujeres creen, y entonces sacan a los enfermos en camillas para curarse.  ¿Qué pasa?

Tenemos que recordar que estamos leyendo de los Hechos de los Apóstoles, el libro bíblico que destaca al Espíritu Santo.  Al principio del libro el Espíritu inunda a los apóstoles con la fuerza a predicar el señorío de Jesús.  Ya no tienen ni la vergüenza de hablar de una persona ejecutada como criminal ni el miedo de contar de la resurrección de la muerte.  Pero la obra del Espíritu no termina por poner en acción a los apóstoles sino sigue a guiarla al término.  Funciona como la cocinera orquestando  un banquete a escondidas en la cocina.  Así el mismo Espíritu nos posibilita a nosotros creer en Dios a pesar de la tendencia moderna de rechazar todo lo espiritual como superstición.

Por eso, no tenemos que poner nuestros dedos en las llagas de Jesús para decir que ha resucitado de la muerte.  Ni tenemos que dudar la presencia de Dios en todos instantes de la vida.  Recientemente un cristiano se lastimó su mano cayendo de bicicleta.  No consideró el percance como evidencia de la no existencia de Dios.  Todo el contrario, le dio gracias a Dios porque no se le quebró  la mano.  Nosotros vemos el dedo de Dios siempre metido en nuestras vidas.  Sí, nos pasan contrariedades pero por sus sucesos estamos invitados a una relación más íntima con el mismo Dios.  Aun podemos definir la fe como una nueva manera de ver.  Eso es, nosotros cristianos vemos la realidad penetrada con la gracia de Dios.  Aunque nunca podemos comprobar o negar Su existencia por lo que nos pase, parece que sí cosas buenas nos pasan con gran frecuencia.  Por eso, no nos sorprenden los estudios indicando que los pacientes que recen recuperan de sus enfermedades con mayor frecuencia que los demás. 

Y ¿cómo vamos a entender las curaciones de los enfermos en la lectura cuando les pasa sobre ellos la sombra de Pedro?  No hay magia en su sombra sino están curados por su nueva fe en Jesús.  Esta fe les permite ver el amor de Dios en todo lo que les suceda.  Sí, hay curaciones que se pueden probar.  También hay espíritus levantados de modo que no más sientan el dolor.  Hay además el apoyo de compañeros que hace el dolor aguantable.  La sombra representa el alcance de este amor como lo de un gran árbol donde se puede descansar durante el verano.

Parece que todo el mundo ya tiene televisor de panel plano.  Una vez que se vea este fenómeno, no se pregunta ¿por qué?  Las pantallas de panel plano son más grandes y sus imágenes más claras que jamás se han visto.  Es una nueva manera de ver la televisión.  Así llamamos la fe una nueva manera de ver la realidad.  Con la fe percibimos el alcance de Dios más grande en nuestras vidas.  Con la fe parece más claro Su amor. 

El domingo, 31 de marzo de 2013


EL PRIMER DOMINGO DE LA PASCUA

(Lucas 24:1-12)


La tía María ha muerto.  Era persona querida: dedicada a la familia, generosa con la parroquia, y devota a Dios.  Sus hermanos quieren prepararle para el día en que resucite de la fosa. Llaman a Don Miguel, el director de pompas fúnebres, para atender el cadáver.  Le traen la ropa que a ella le gustaba llevar más, y de él le escogen un ataúd de calidad.  Así encontramos al grupo de mujeres yendo al sepulcro de Jesús en el evangelio.

Las mujeres llegan a su destinación en la mera madrugada.  Quieren lavar el cuerpo de Jesús de la sangre, sudor, y mugre acumulados en la ordalía de la crucifixión.  Porque aceptan su enseñanza sobre la resurrección, piensan en preservar el cuerpo con perfumes hasta ese día glorioso al final de los tiempos.  Hoy día muchos cristianos siguen esta costumbre. Además ponen los cuerpos en la tierra con caras dirigidas al oriente porque creen que Cristo vendrá como el sol naciente. 

Estos seguidores de Cristo se desconciertan con el abandono de las tradiciones funerarias entre sus parientes y amigos.  Piensan que la preferencia creciente de calcinar los restos falte la comprensión adecuada de la muerte cristiana.  Se preguntan si aquellos que quieran contar historias del muerto en lugar de rezar por su alma aprecien la muerte como el umbral de la casa de Dios.  Las mujeres sienten un desconcierto semejante cuando ven la piedra del sepulcro retirada pero no ven el cuerpo de Jesús adentro.  Sin duda, se preguntan ¿quién se ha llevado a su querido maestro? 

No demoran mucho en su inquietud cuando dos ángeles se les presentan.  Les informan que Jesús ha resucitado como había dicho.  Dicen que no van a encontrarlo entre los muertos.  Es la misma esperanza que amparamos nosotros cuando moramos, al menos por nuestros espíritus.  Queremos ser enumerados entre los vivos con Dios. Sabemos que la resurrección de la carne tendrá que aguardar el final de los tiempos.  Pero hay referencia desde san Pablo hasta san Juan que con la muerte el espíritu reside con Cristo.

Las madres nos han inculcado estas creencias con costumbres pascuales.  Pintan huevos como signo de la resurrección: como la cáscara está rota por el polluelo nuevo, así está roto el sepulcro de Jesús por su resurrección y un día estarán rotas nuestras fosas.  Asimismo compran nueva ropa por sus hijos para demostrar cómo la resurrección de Jesús nos ha vuelto en nuevas personas ya destinadas para la vida eterna.  Similarmente las mujeres del evangelio van a los discípulos varones con las buenas noticias de la resurrección.  Tratan de explicar la revuelta de vida que han experimentado.

Pero los hombres no les creen.  Escuchan su anuncio como desvarío a lo mejor porque el mensaje es inaudito.  Aun después de ver el sepulcro vacío Pedro no lo cuenta como creíble. Así muchos quedan incrédulos hoy día.  Dirán que no pueden aceptar el testimonio de los evangelios porque no se ha repetido la resurrección de la muerte.  Como científicos buscando la verdad con experimentos controlados reservan su afirmación mientras a menudo sus vidas disuelven en pedazos.  En cambio, nosotros aceptamos no sólo el testimonio de los primeros cristianos sino lo de los santos a través de veinte siglos cuyas vidas han sido transformadas por la fe.  Hombres como Francisco de Asís y mujeres como Dorothy Day reflejan tanto el gozo como la rectitud de vida una vez que aceptan la fe en Jesús. 

Los católicos negros de Nueva Orleans tienen una costumbre funeraria llamativa.  En lugar de ir en coches a la fosa del muerto, siguen el ataúd a pie del umbral del cementerio.  No lo hacen en silencio con caras bajas sino casi bailando al tono de la “Marcha de los santos”.  Creen con toda el alma que los espíritus de los buenos no se encuentran entre los muertos sino los vivos.  Creen que los espíritus de los buenos viven. 

El domingo, 24 de marzo de 2013


DOMINGO DE RAMOS

(Isaías 50:4-7; Filipenses 2:6-11; Lucas 22:14-23:56)


Este año leemos del evangelio según san Lucas en casi todos los domingos.  Se destaca Lucas por hacer hincapié en varias cualidades de Jesús: su respeto para la autoridad, su misericordia hacia los marginados, su énfasis en la reconciliación, su inclinación a la justicia social, y su devoción a la oración.  Podemos ver cada una de estas cualidades en el modo en que Lucas describe la pasión.  Eso es, podemos notar eventos en la pasión que acabamos de escuchar que los otros evangelistas no reportan.  En torno, estas cualidades nos informarán cómo vivir nuestra fe.

Al principio del evangelio vemos a Jesús platicando sobre la ley en el templo. También Jesús manda que sus discípulos paguen el impuesto de César.  Por eso, no debería sorprendernos que la pasión de Jesús según san Lucas no mencione nada de la destrucción del templo.  Tampoco habla muy mal de los romanos.  En su reportaje Pilato proclama a Jesús inocente tres veces.  Es verdad, los soldados se le burlan de Jesús en la cruz pero no lo azotan ni le ponen la corona con espinas. ¿Qué quiere enseñarnos Lucas por estas cosas si no que seamos respetuosos a las autoridades?

Lucas es el evangelio de la misericordia.  En ello Jesús dice a sus discípulos: “Sean compasivos como también tu Padre es compasivo”.  Asimismo sólo Lucas nos relata la historia de Jesús restaurando la vida del hijo de la viuda de Naín.  En la pasión sólo Lucas trata de Jesús sanando la oreja cortada del criado en el monte de Olivos. También sólo Lucas cita a Jesús crucificado implorando a Dios: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.    Por eso, si querríamos ser discípulos verdaderos del salvador, deberíamos tratar a los desafortunados con la misma  compresión y misericordia como él.

Mano en mano con la misericordia es la reconciliación.  Particularmente en el evangelio según san Lucas Jesús busca la paz entre adversarios.  Reprende a Juan y Santiago cuando ellos quieren llover fuego sobre la aldea samaritana que rehúsa darles alojamiento.  También cuenta del padre de dos hijos – uno dado al libertinaje y el otro a la dureza del corazón – extendiendo la rama de olivo a los dos.  En la pasión Jesús ofrece a su traidor oportunidad de arrepentirse por llamarle por nombre: “Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?”  Tal vez más ilustrativo de su atención a la reconciliación es la promesa que hace al buen malhechor: “…hoy estarás conmigo en el paraíso”.  Nos cuesta mucho perdonar en nuestros corazones a aquellos que nos hagan mal, pero es absolutamente necesario si vamos a estar con Jesús en el paraíso.

En el evangelio de Lucas Jesús siempre muestra la preocupación por las mujeres. Después de contar la parábola del pastor varón buscando la oveja perdida, cuenta la de la ama registrando su casa para la moneda extraviada.  Asimismo, el evangelio cuenta de las mujeres que acompañan a Jesús como discípulos suyos.  En la pasión Jesús hace el esfuerzo a dirigirse a las mujeres de Jerusalén.  Tambien son las mismas compañeras que notan el lugar del enterramiento de Jesús para volver allá a perfumar su cuerpo. Tenemos que hacernos conscientes de la injusticia con que las mujeres hoy día a menudo están tratadas y hacerles remedios.

Finalmente, Jesús reza con tranquilidad a su Padre antes de escoger a sus apóstoles y antes de su transfiguración.  Entonces es sólo coherente que reza en el monte de Olivos de rodillas, y no tocando el suelo con su frente. “Padre – dice – si quieres, aparta de mí esta prueba…”  Con la misma paz, hace su última oración de la cruz: “¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!”  Nos enseña Jesús la necesidad de la oración si vamos a vivir y a morir como sus seguidores.

Cuando muere Jesús, el oficial romano lo declara un hombre justo.  Si nosotros queremos ser juzgados así al final de nuestras días, tenemos que vivir como él.  Eso es, tenemos que tratar a las autoridades con respeto y a los marginados con misericordia.  Tenemos que entregarnos a la reconciliación y dedicarnos a la justicia social.  Sobre todo, tenemos que pedir a Dios Padre a su Espíritu Santo para que cumplamos su voluntad.  Tenemos que pedir a Dios al Espíritu Santo. 

El domingo, 17 de marzo de 2013


EL QUINTO DOMINGO DE CUARESMA

(Isaías 43:16-21; Filipenses 3:7-14; John 8:1-11)


Pregunta al prisionero: “¿Qué haces en la prisión?”  No seas sorprendido si te responde: “Tiempo”.  Pues, el tiempo es la realidad que más superabunda entre los encarcelados.  Se privan, entre otras cosas, de la paz, de diferentes comidas, de la privacidad.  Pero tienen tiempo para estudiar, levantar pesos, o reflexionar sobre sus vidas.  Así encontramos a Pablo en la segunda lectura hoy.

Pablo está escribiendo de la cárcel.  Su ofensa: defender el evangelio.  Pero no va a desgastar el tiempo.  Ya puede comunicarse con las comunidades de fe que ha formado.  También hay oportunidad para recapacitar su vida.  ¿Se preguntará si querría volver a judaísmo donde se brillaba como el sol levantándose en la mañana?  Era genio en su interpretación de la ley, sin reproche en su observancia, y fanático en su promoción.  Algunos católicos revisan su fe en esta manera.  Imaginan que sería más agradable si fueran evangélicos.  La música en sus templos es emocionante; no imponen la obligación de asistir en los servicios todo domingo; e invitan a todos a compartir en la comunión, aun los divorciados.

Sin embargo, si fuéramos protestantes, no tendríamos la Eucaristía.  Dicen ellos que el pan del altar es sólo símbolo para recordarnos de Cristo.  Pero nosotros creemos con toda el alma que la hostia es mayor que un símbolo, que es realmente el cuerpo de Cristo.  Para asegurarnos de esta verdad la Iglesia católica ha mantenido la sucesión de los apóstoles con la imposición de manos.  Ésta es la transmisión por veinte siglos tanto de la doctrina correcta como del poder de confeccionar los sacramentos.  Asimismo Pablo no dará ni un minuto al pensamiento del retorno al judaísmo.  Ha encontrado a Cristo, y la experiencia vale el encarcelamiento y cualquiera otra pena que le pudieran afligir. 

¿Cómo es Jesús?  ¿Qué tipo de persona será que podía dar vuelta la vida de un hombre tan enfocado como Pablo?  Recibimos una mirada de cerca de él en el evangelio hoy.  Jesús es perspicaz.  Conoce los corazones de todos incluso a los supuestamente rectos que desean atacarlo a través de la adúltera.  También es paciente o, mejor, pacífico.  No reacciona contra sus detractores.  Más bien, les extiende la mano por enseñar que el propósito de la ley no es condenar sino guiar a la gente a Dios.  Sobre todo, Jesús es misericordioso.  No castiga a la mujer por su pecado sino le invita a arrepentírselo.  Después de conocer a una persona tan estupenda, ¿cómo puede Pablo considerar dejar  la fe en él por aun toda la fama de ser nombrado el primer rabí de Jerusalén?

Ya Pablo sólo quiere acompañar a Jesús.  “…todo lo considero como basura – escribe en la lectura hoy – con tal de ganar a Cristo y de estar unido a él…”  Aun no rechaza el dolor porque le permite compartir el sufrimiento de Jesús.  Para Pablo, como para otros santos a través de la historia cristiana, el dolor se hace dulce cuando le pone al lado de Jesús colgado en la cruz.  Jesús es como la cucharita de azúcar que hace el café expreso apetecible. Una mujer describe cómo le pasó esta maravillosa transformación cuando dio a luz a su hijo.  Dice que estaba sola con su marido hasta los últimos momentos del parto.  Mano en mano los dos suspiraban juntos. Cuando el dolor se hizo inaguantable, le pidió a él que le leyera los salmos.  Por la primera vez -- ella escribe – los salmos perecieron correspondientes a la situación: “Por eso no tenemos miedo aunque tiemble la tierra y los cimientos de las montañas se desplomen en el mar” (Salmo 46,2).  Entonces – dice -- todo se hizo tranquilo, que ya enfocó en el propósito del parto, que el dolor se hizo dulce.

El dolor es parte de la vida.  Sin el dolor físico, psicológico, o espiritual no habría vida humana. Ciertamente el dolor del parto es intenso pero la mayoría de las mujeres – creo -- preferían este dolor a la angustia emocional de nunca tener a un hijo.  Asimismo el sufrimiento que viene por participar en la guerra – el temor, las heridas, el desgaste de la vida – es preferible al dolor espiritual de aquellos soldados que desertaron a sus compañeros de ejército.  No obstante, en todos casos Jesús nos ofrece a sí mismo para aguantar el dolor.  Nos invita a tomar nuestras cruces para acompañarlo en el camino a la vida.  Si lo hacemos, la pureza de su amistad aliviará todo el peso del dolor. Aun la muerte, tan espantosa que sea, no nos amanecerá cuando caminamos juntos con Jesús.

“Sólo quiero conocerte, Señor” – cantó el ex Beatle George Harrison.  Así quedamos nosotros.  Pero en realidad ya lo conocemos.  Por las historias de él en el evangelio, por la experiencia de él en la Eucaristía, por las veces en que le oramos, podemos describirlo.  Es más maravilloso que un recién nacido, más brillante que la música de Beethoven, más misericordioso que el sol levantándose en la mañana.  Jesús es más misericordioso que el sol levantándose.   

El domingo, 10 de marzo de 2013


CUARTO DOMINGO DE CUARESMA

(Josué 5:9.10-12; II Corintios 5:17-21; Lucas 15:1-3.11-32)


El hombre contaba de su recién nacido.  Dijo que él había empezado a gatear.  De repente el hombre mostró la preocupación.  Añadió que tuvo que conseguir tapadas para las tomas de corriente para prevenir que su hijo sea electrocutado.  En la parábola del hijo pródigo o, mejor, del padre bueno, encontramos a una persona bordeando un peligro tan grave como lo del bebito.

El joven viene a su padre pidiendo su herencia.  Harto con la vida familiar, quiere escapar a otras partes.  Se quiere preguntar si se da cuenta de que está, en efecto, deseando la muerte de su papá.  De todos modos el padre enfrenta ambos cuernos del toro.  Pues no quiere que su hijo se marche pero tampoco desea interferir con su decisión.  Algunos padres de hoy enfrentan situaciones semejantes.  Sus hijos dejan la práctica de la religión que les promete la vida eterna.  A la vez se meten en problemas graves.

Rechazando su fe, el hombre contemporáneo busca otro motivo de vivir.  Particularmente los jóvenes están atraídos por las aguas de la sensualidad.  Quieren beber, comer, y tener sexo ahora como si no hubiera mañana.  Hay que decir que la fe no se opone al sabor de una salsa, al refrescamiento de una cerveza, ni al placer de la intimidad matrimonial.  Sin embargo, precisa que estos objetos no son fines dignos del hombre.  Más bien, son productos segundarios que resultan de la búsqueda de las necesidades de la vida.  En la parábola el hijo menor se pierde en este sensualismo.  Derrocha su fortuna tratando de satisfacer los apetitos materiales.

Pero la vida con manjares y mujeres no continúa para siempre.  En tiempo el joven agota sus recursos mientras la tierra experimenta un cataclismo.  Él tiene que ofrecerse como peón.  Entretanto se pone a pensar en lo que ha hecho.  Se da cuenta de que ha escogido mal camino -- una autonomía falsa -- que no le ha llevado a la libertad sino a la esclavitud.  Se resuelve a volver a su padre pidiendo perdón.  Así a veces pasa hoy día cuando la persona que se ha distanciado de la fe siente la inquietud de reevaluar sus decisiones.  Un inmigrante de México cuenta de su regreso a la Iglesia.  Como niño acompañaba a su madre a la misa diaria.  Pero eventualmente dejó la práctica de la fe metiéndose cien por ciento en el trabajo.  Se juntó con una mujer que en tiempo comenzó a arrimarse a la parroquia. Al principio resintió el hecho que le interesaba a ella el catolicismo, y le amenazó con el abandono si le pidiera a casarse.  Entonces, al leer los materiales que ella dejó en la mesa de cocina y al ver su paz, se arrepintió de las malas decisiones del pasado.

Si algunos buscan el apoyo que ofrece la Iglesia, asimismo la Iglesia se extiende la mano a los católicos descarriados.  Programas como “Católicos regresen” tratan de alcanzar a los católicos no practicantes con el mensaje que el culto a lo cual dieron la espalda no es necesariamente la fe viva de Cristo.  Con todo corazón piden que vuelvan a la misa donde se les podría nutrir con el pan de la vida eterna.  En el evangelio el padre le ofrece a su hijo no menos que esto.  La gran fiesta que hace para dar gracias por el retorno salvo y sano de su hijo representa la Eucaristía.

Sin embargo, todos no están contentos con el regreso del joven.  Su hermano mayor murmura que su padre está premiando mal comportamiento.  Con no menos amor, el padre se extiende a este hijo malcontento consolándole que va a recibir todo que tiene.  Es posible que algunos de nosotros asemejemos a este hermano.  Sí, asisten en la misa dominical pero no quieren ayudar a la Iglesia en la búsqueda de hermanos extraviados.  No quieren mostrar su fe en público ni quieren acreditar a Dios para sus logros en la vida.  Es decir, “quiero llegar al cielo pero no me importa lo que pase a otras personas”.  ¡Por lástima!  Pues el cielo – la vida eterna con Dios – es para aquellos que muestren la solicitud por los demás.  

A la primera lectura el libro bíblico Los hechos de los apóstoles tiene que ver con las hazañas de Pedro, Esteban, y Pablo.  Pero para aquellos que hayan leído la obra varias veces hay otro protagonista más destacado.  No es un apóstol sino el Espíritu Santo.  Él es detrás de todo plasmando las bases de la Iglesia.  Podemos decir algo semejante de la parábola de del “hijo pródigo”.  La figura del padre, representando a Dios mismo, determina toda la acción.  Él ama a todos: en esta historia ambos al hijo descarriado como al hijo malcontento.  Dios ama a todos.