El domingo, 1 de abril de 2012

EL DOMINGO DE RAMOS

(Isaías 50:4-7; Filipenses 2:6-11; Marcos 14:1-15:47)

“Te amo”. Tal vez nos hayamos oído estas palabras hoy. Pues, no sólo los novios las hablan como sus últimas palabras en la noche. Se ha hecho costumbre que las madres las dicen como las últimas palabras a sus hijos cuando los dejan en escuela. Los esposos también las repiten cuando terminan una conversación telefónica. “Te amo”. ¡Que distinto matiz tienen que las últimas palabras de Jesús en la Pasión según san Marcos!

En este evangelio Jesús dice sólo una frase de la cruz. No tiene que ver con la confianza como en san Lucas ni con la formación de su familia como en san Juan. No, como en san Mateo sus últimas palabras en san Marcos demuestran desaliento y desolación. “Eloí, Eloí, ¿lemá sabactani?”, Jesús grita en arameo. Sólo es humano que Jesús regresa al lenguaje de su niñez en el último momento de su vida natural. Es como si Jesús estuviera volviendo a su niñez para revisar su vida entera. Es como si él estuviera emitiendo estas palabras del mero corazón.

“Dios mío, Dios mío…” es la traducción que Marcos da para “Eloí, Eloí…” A veces en la exasperación pronunciamos el nombre del Señor, pero aquí Jesús se dirige a Dios en oración. Pues, su saludo es seguido por una declaración. Lo que no oímos es la intimidad con que Jesús rezaba antes. No dice, “Abba, Padre….” Como hizo en el jardín la noche anterior. Es como si ya Jesús sintiera la pérdida de su posesión más preciosa – que vale más que casa o campo – la relación íntima con Dios.

Los predicadores han notado como “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” forman las primeras palabras del Salmo 21 que comienza en lamento pero termina en alabanza. Por eso, según algunos, el propósito de la frase no es indicar la decepción sino el triunfo. Sin embargo, decir que Jesús no tiene desilusión profunda en este momento sería privar del relato de Marcos lo que quiere comunicar. Es cierto que la crucifixión de Jesús termina en el resplandor de la resurrección, pero para evaluar la grandeza de la victoria de Jesús, hay que determinar primero las tinieblas en que se hundió.

Realmente Jesús siente abandonado por Dios. La noche anterior pidió a su Padre que se le quitara de la ordalía que iba a soportar. Pero no ha visto ninguna respuesta positiva. Al contrario sólo ha encontrado rechazo y dolor. Sus propios discípulos lo traicionaron, se le huyeron, y lo negaron. Su pueblo prefirió a un asesino en lugar de él. Los romanos lo azotaron, se le burlaron, y lo crucificaron. Los líderes judíos lo condenaron falsamente, le escupieron, le mostraron el desdeño en la cruz. Aun los otros hombres crucificados con él lo trataron con desprecio. Jesús ha sufrido el abuso como si fuera Muammar Gadafi en Libia el año pasado.

Sin embargo, no maldice a sus perseguidores, ni desespera en Dios, ni siquiera protesta la injusticia. Más bien, muestra el amor de Dios para el mundo por aceptar todo con paciencia. Merece el juicio del oficio romano que ha atestiguado su muerte: “De veras este hombre era Hijo de Dios”. También vale nuestra alabanza, nuestro seguimiento, y nuestra súplica. Debemos alabarlo porque nos ha liberado del pecado. Debemos seguirlo para evitar recaer en las trampas de soberbia, acedia, y lujuria. Y debemos suplicarle desde que aun con su ejemplo perfecto nos hace falta la gracia del Espíritu Santo.

Acordémonos por un momento el cayado del Beato Juan Pablo II. Llevaba la imagen de Jesús crucificado. No parece como Jesús en san Juan que acaba de formar su familia desde la cruz. Ni necesariamente Jesús en san Lucas quien muere en completa confianza de Dios Padre. No, parece más como Jesús crucificado en san Marcos: exasperado y maltratado. Es como si quisiera decirnos: “Vi tanto te amo”. “Tanto te amo”.

El domingo, 25 de marzo de 2012

EL DOMINGO DE LA QUINTA SEMANA DE CUARESMA, 25 de marzo

(Jeremías 31:31-34; Hebreos 5:7-9; Juan 12:20-33)

El viejo yace en la cama hospitalaria. No dice nada. Tampoco responde a preguntas con cabeza o los ojos. Su familia tiene que decidir si o no tendrá puesta una sonda de alimentación. Pero a lo mejor él sabe que, como Jesús en el evangelio hoy, “ha llegado la hora”. Solamente le queda hacer las últimas preparaciones para la muerte. Es experiencia que la gran mayoría de nosotros tendremos un día. Pues, sea este año, en veinte años, o en el siglo próximo, como en el caso de los recientes nacidos, todos vamos a morir.

“Señor, quisiéramos ver a Jesús” dicen los griegos en el principio de la lectura. Querremos dar eco a esta frase en la última hora. Más que todo queremos ver cara a cara a quien hemos llamado “nuestro Señor” desde la niñez. Hasta ahora sólo hemos leído sus palabras y visto su reflexión en dibujos. Ahora anhelamos que se cumpla la profecía de Jesús, “…donde yo esté, también esté mi servidor”.

Sin embargo, no estamos calmados en la agonía. Más bien, sentimos la misma perturbación de Jesús cuando exclama, “Tengo miedo”. En nuestros casos reconocemos nuestros pecados que somos varios. En cuestiones de los apetitos, hemos silenciado la conciencia para seguir el instinto como bestias. En situaciones de responsabilidad, hemos mentido para evitar la culpa de nuestras indiscreciones. Y en cuanto a los necesitados, les hemos pistado las esperanzas en nuestro apuro. ¿Cómo va a juzgarnos el Señor – preguntamos a nosotros mismo – por todos estos delitos? Aún más inquietante persiste la duda que no vaya a ser juicio después la muerte, que la religión haya sido sólo un juego para mantener el respeto de los demás.

De algún modo agarramos la fe que pone detrás de nosotros las dudas. Hacemos la nuestra la oración de Jesús, “Padre, dale gloria a tu nombre”. Eso es, por el nombre de Dios que nuestros pecados sean perdonados y nuestras almas aceptadas en la vida eterna. No somos los únicos pecadores ni los más grandes. Más al caso, Dios desde siempre se ha revelado a Sí mismo como pura misericordia a aquellos que Le vuelvan con corazón sincero. Él es como la bahía que les da refugio a todos los barcos con el buen sentido a dirigirse a ella en la tormenta.

Al menos podemos decir que hemos tratado de servirlo. Asistíamos en la misa dominical, cuidábamos a nuestros niños, y aportábamos las caridades. Cada vez más procurábamos mostrar mayor prontitud en nuestra entrega. Nos ofrecíamos a nosotros como ministros en la parroquia. Aun declarábamos el amor para Dios ante los blasfemos. Ahora, en nuestros últimos momentos, queremos seguirlo a la vida eterna. Con todo corazón deseamos ver cumplidas sus palabras, “El que quiera servirme, que me siga”.

También rezamos en las últimas horas por nuestros niños y las generaciones futuras. En la lectura Jesús predice, “Cuando sea levantado atraeré a todos hacia mí”. Está refiriéndose al misterio pascual en que él será levantado tanto en la cruz como en la resurrección. Queremos que nuestras muertes atraigan a nuestros conocidos no a nosotros sino a él. No nos importa ahora que reciban títulos universitarios o que ganen millones, sino que sean gente generosa, fiel, y compasiva. Somos como el sabio poeta que al nacimiento de su hija le escribió deseándole la belleza pero no aquel tipo que pierda la bondad.

Ahora la genta está rayando las calles de México. Quieren ver al papa. Sí, tienen miedo de los narcotraficantes pero lo ponen detrás de ellos. Aunque han visto a Benedicto XVI en fotos, ya van a verlo cara a cara. Con el mismo corazón queremos ver el rostro de Jesús en la muerte. Queremos ver el rostro de Jesús.

El domingo, 18 de marzo de 2012

EL DOMINGO DE LA CUARTA SEMANA DE CUARESMA

(II Crónicos 36:14-16.19-23; Efesios 2:4-10; Juan 3:14-21)

En el lado de la pantalla hay una publicidad. Se lo ha visto por años. No siempre lleva los mismos personajes pero siempre el mismo mensaje. Ofrece préstamos para comprar casas con intereses provechosos. Después de tanto tiempo la redundancia aburre. Se piensa, “¡Basta! ¿Por qué no cambian el mensaje?” Tal vez algunos sientan así con el evangelio hoy.

Dios nos ama. Lo hemos escuchado diez mil veces. Y ¿por qué nos ama? ¿Posiblemente porque somos buenos? Que examinemos un momento lo que dice exactamente el evangelio: “Dios ama al mundo”. Eso es, Dios quiere no sólo a nosotros sino los generales en Afganistán que venden cocaína, los políticos en Nigeria que toman por sí mismos los lucros del petróleo del país, y los asesinos que rondan cada ciudad buscando problemas. Cuando pensamos en la cosa bien, a lo mejor no podemos declarar que somos inocentes. Pues, sin duda la mayoría de nosotros somos impacientes en la casa, vanidosos en el trabajo, o malhablado en la carretera.

No obstante, Dios nos ha enviado a Su propio Hijo. Parece imprudente ¿no es cierto? No permitiríamos a nuestros hijos andar diez minutos con extranjeros. Pero el Padre ha compartido a Cristo con nosotros por una vida entera. Más temario aún, Él lo ha hecho a pesar de que sabía desde siempre que Su Hijo estaría maltratado, aun crucificado. Esta creencia ha consolado a aquellos que sufran contratiempos. En 1977 un incendio tomó las vidas de diez alumnas en una universidad católica. Naturalmente los padres de las muchachas estaban acongojados. Sin embargo, fueron aliviados por las palabras de un sacerdote administrador de la universidad. Les dijo que no sólo ellos sino Dios mismo conocen la angustia de la muerte violente de un hijo.

Habría sido justo si Jesús viniera para condenar al mundo. Pues no sólo los malvados merecen el castigo sino todos manchados por el pecado, incluso a nosotros. Habría servido como un intento para provocar el arrepentimiento. Sin embargo, no se encuentra ninguna mención del infierno en este evangelio según san Juan. No, Jesús viene con otra estrategia para llegar al mismo fin. Él nos demuestra lo que Dios espera de nosotros. Por escuchar a Nicodemo en la noche, por lavar los pies de sus discípulos, y – sobre todo – por colgar en la cruz, nos enseña que la voluntad de Dios Padre es que sirvamos al uno y otro como Sus hijos. Fuimos creados así pero el pecado nos ha ofuscado los ojos y tergiversado los deseos. Hoy en día cuando las novedades se convierten en necesidades, muchos de nosotros estamos listos a olvidar la misa dominical para ganar la plata a conseguirlas. Se dice que en una prisión los guardias se han hecho tan pegados al sobretiempo que se olviden de la importancia de pasar tiempo con sus familias.

La imagen de Jesús crucificado sirve como una lámpara de faro huyéndonos las tinieblas de los ojos. No podemos reflexionar en ella sin darse cuenta de que significa más que aparece. Sus brazos extendidos no sólo duelen bajo el suplicio sino levantan una oración a Dios Padre por nosotros. La corona que lleva no sólo indica la burla de los soldados sino significa la gloria que va a realizar. De pie delante de él, pedimos perdón de nuestras faltas. Igualmente allí nos comprometemos una vez más el seguimiento, cueste lo que cueste. Es el camino que emprendimos el Miércoles de Ceniza, en medio de que nos encontramos ahora, y que vamos a acabar en la Pascua, si no este año en la de eternidad.

En muchas parroquias cada año hay feria de ministerio. Se muestran las diferentes estrategias para servir a uno y otro. Ciertamente se encuentran los ministros extraordinarios de la Santa Comunión en el salón. Pero también están allí ministros más extraordinarios aún como aquellos que rondan las ciudades buscando a personas en necesidad. Queremos participar para conocer cómo podríamos nosotros cumplir la voluntad de Dios. Queremos nosotros cumplir la voluntad de Dios.

El domingo, 11 de marzo de 2012

DOMINGO DE LA TERCERA SEMANA DE CUARESMA

(Éxodo 20:1-17; I Corintios 1:22-25; Juan 2:13-25)

El drama apareció en televisión hace cincuenta años. Era obra de ficción pero enseñó la verdad. Mostró a un hombre volviendo a su pueblo después de haber leído todos los libros en la biblioteca del Congreso. Para comprobar que ha cumplido tal tarea enorme, se convocó una asamblea del pueblo. A la hora indicada el hombre llegó para su discurso. Dijo que se podía resumir la sabiduría de las edades en diez puntos. “El primero – empezó – es ‘yo soy el Señor, tu Dios,…no te fabricarás ídolos ni imagen alguna…Segundo, ‘No harás mal uso del nombre del Señor, tu Dios….’” Entonces la gente presente cumplió los demás mandamientos del Decálogo que la primera lectura de hoy nos relata.

Algunos despiden los Diez Mandamientos como si fueran para niños. Es cierto que los Diez Mandamientos forman sólo la base de la moralidad, pero no son nada despreciable. Una cosa es que los Diez Mandamientos tienen un lugar privilegiado en la Biblia. Se encuentran varias veces, pero por la primera vez en Éxodo, el libro más apreciado por los judíos. Constituyen el núcleo no sólo del libro sino también de la Alianza entre Dios y Su pueblo. En una manera son el regalo más precioso del Señor a Su pueblo. Señala Éxodo que el Decálogo fue escrito con Su propio dedo indicando su trascendencia. En otra manera los Diez Mandamientos comprenden el compromiso del pueblo que vayan a cumplir Su voluntad.

A la primera vislumbre parece que el Decálogo es propiedad de los judíos como las leyes de la Iglesia son particulares a la fe católica. Sin embargo, cuando están analizados, se descubre que los Diez Mandamientos aplican a todos pueblos, en todos tiempos. Los hombres del África tanto como de Australia tienen que honrar a sus padres y madres. Los trabajadores de Japón tanto como de Chile merecen un día de descanso cada semana. “Si es así, ¿cómo ha de tratar el primer mandamiento que exige el dar culto a un solo Dios?” algunos preguntarán. Sin embargo, ¿no es el fenómeno de Dios universal? ¿No es que toda sociedad tenga un ser más alto que todos los demás, sea el Buda en Tíbet y posiblemente la ciencia en varias culturas posmodernas? Por razón que se aplica en todas partes, dice el Catecismo que el Decálogo contiene “una expresión privilegiada de la ley natural”.

Posiblemente pensemos que Jesús ha anulado los Diez Mandamientos con sus dos leyes de amor: amarás a Dios sobre todo y amarás al prójimo como tí mismo. Sin embargo, se ha notado como los primeros tres mandamientos tienen que ver con el amor para Dios y los últimos siete con el amor para el prójimo. Podemos decir que se entienden los Diez Mandamientos correctamente cuando los ponemos como el mínimo de nuestro amor. En realidad, lo que Jesús ha añadido al Decálogo son dos cosas. En primer lugar se da a sí mismo como el mejor modelo del cumplimiento de los mandamientos. (Su amor para Dios Padre es sentido en su oración ferverosa. Su amor hacia nosotros es aún más palpable en la vista de él colgando en la cruz.) Sin embargo, el ejemplo de Jesús, tan inspirador que sea, no va a superar el orgullo y la pereza. Por eso, su segunda añadidura es imprescindible. Jesús nos imparte al Espíritu Santo para que nunca violemos ninguno de los diez.

Ahora, no menos que en los tiempos bíblicos, necesitamos una comprensión de los Diez Mandamientos para afrontar los grandes retos sociales. El quinto mandamiento, “No matarás”, va en contra a las fuerzas promoviendo el aborto y la eutanasia. No hay prohibición del matrimonio gay en el Decálogo porque este tipo de unión no era pensable en tiempos antiguos. Sin embargo, vemos en el noveno mandamiento la presuposición que el matrimonio es entre un hombre y una mujer y en el cuarto mandamiento al menos la esperanza que produce la prole. De manera semejante, por el primer mandamiento, que exige la obediencia a Dios ante el presidente, se les prohíbe a los obispos y párrocos pagar los seguros que provean anticonceptivos.

“¿Qué significa uno? Uno, yo lo sé. Uno es único Dios”. Así va un juego que los judíos ocupan en la Cena Pascual para enseñar a los niños las verdades de la fe. Sigue el juego: “¿Qué significa dos? Dos, yo lo sé. Dos son las tablas de la Ley”. De manera semejante Dios resume la Ley en Diez Mandamientos para enseñarnos Su voluntad. No comprenden todos los preceptos pero les da la base para que, como Jesús, cumplamos Su voluntad. Sí, es cierto. Siguiendo los Mandamientos, cumpliremos Su voluntad.