Homilía para el domingo, 2 de diciembre de 2007

I Domingo del Adviento


(Isaías 2:1-5)

Adviento es el tiempo de grandes visiones, de altas ilusiones. “Ya no alzará la espada pueblo contra pueblo,” proclama el profeta Isaías. El mundo sin la guerra ofrece una esperanza digna de Adviento. ¿Qué dices? ¿Qué no hay guerra en nuestra tierra al momento? Aún en los Estados Unidos, que batalla en Irak, no hay el reclutamiento de muchachos, la alta producción de armas, y la escasez de mantequilla que asociamos con la guerra.

Sin embargo, existen otros tipos de guerra que abundan ahora. Hay la guerra doméstica en la cual los muchachos se rebelan contra sus papás. No vienen a misa; no cooperan en las tareas; no hablan con la sensibilidad. Más bien, se comportan en casa como si fueran prisioneros en un campo de concentración. También, hay la guerra personal en que nuestras pasiones saltan fuera de control como gotas de agua vertidas en aceite caliente. Miramos todo lo que nos ofrezca la televisión aunque sabemos que nos envenena el alma. Hacemos riñas con cada uno en la casa aunque nos damos cuenta que el buen humor crea un hogar feliz. La paz en estas guerras también vale como adecuado propósito para Adviento.

Estamos acostumbrados a pensar en Adviento como la preparación para la venida del Señor. Si nuestro concepto de su venida sólo es lo que ocurrió en Judea hace dos mil años, nos falta la imaginación. En primer lugar durante Adviento esperamos a Jesús a venir en la gloria para juzgar el mundo. Sólo en la segunda parte del tiempo volteamos la cabeza a Belén. Entonces, podemos agradecernos a Cristo por no haber llegado todavía. Pues, ni el mundo ni nosotros mismos quedamos listos para su juicio.

Nos preparamos para la venida de Cristo por asimilar sus leyes en nuestra conducta. Isaías prevé todos los pueblos trepando el Monte Sión para tomar instrucciones en la Ley de Dios. Nosotros realizamos esta visión por hacer caso al evangelio de Jesús. La mayoría de nosotros nos ocupamos durante Adviento con la compra de regalos y el cocinar de tamales. Sería provechoso que agreguemos la lectura del evangelio a la lista de quehaceres. Cada noche podemos leer el pasaje evangélico de la misa del día después de encender la vela en la corona de Adviento. (Igualmente aquellas personas que participen en las procesiones para la Virgen y en las posadas deberían considerar la atenta escucha del mismo evangelio como parte indispensable de estas devociones.)

Isaías tiene en cuenta este cambio de rutina cuando habla de espadas forjadas en arados y lanzas en podaderas. Las armas que hemos usado para defendernos de la maldad serán remodeladas en materiales para apoyar la bondad. Un joven tenía una empresa cibernética que valía millones. Entonces oyó la llamada del Señor para la vida religiosa. Ahora está facilitando el uso del Internet en varias parroquias y ministerios de la Iglesia mientras se prepara para el sacerdocio. Así nosotros también podemos poner nuestros talentos al servicio del Señor. ¿Qué dices? ¿Qué no eres experto en nada? Por lo menos puedes cambiar el tiempo de ver telenovelas en oportunidades de visitar a los enfermos y rezar por los muertos. Estas cosas no requieren esfuerzo demasiado grande. Además es Adviento, el tiempo de altas ilusiones. Jesús viene para juzgarnos. Esta vez que estemos más listos que nunca para recibirlo. Esta vez que estemos listos.

Homilía para el domingo, 25 de noviembre de 2007

Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo

(Lucas 23:35-43)

En tiempos modernos no apreciamos la realeza. Creemos que las elecciones demócratas nos sirven mejor en todos casos. Como mucho, pensamos en los reyes y las reinas como símbolos de la nación. Se adornan con joyas y castillos para demostrar la grandeza del estado. Aún así, exigen mucha paciencia del pueblo. Una historia del gran rey francés Luís XIV demuestra la dificultad actual con la realeza. Un día dos campesinos encontraron al rey cazando. Uno comentó al otro que el rey no se llevaba guantes. El otro respondió que el rey no se necesitaba de guantes porque siempre tuvo las manos en los bolsillos de la gente.

Pero no siempre han habido tantas reservas hacia los reyes. Por la gran parte de la historia la realeza sirvió como los principales protectores y legisladores del pueblo. Los mejores reyes siempre pondrían el bien del pueblo antes su propia comodidad. En un drama de Shakespeare Enrique, el futuro rey de Inglaterra, habla de la pesada responsabilidad de ser rey. Dice que el llevará la corona “con más que el dolor regular.”

Ciertamente el evangelista en la lectura hoy ve a Jesús como rey sufriendo por el pueblo. En primer lugar, al ser rey (Mesías) ha costado a Jesús el suplicio de la cruz. No era una ejecución rápida y fácil sino lenta y tortuosa. Entonces, casi todos no lo reconocen como rey. Lo insultan y se burlan de él como un impostor. A lo mejor no seamos tan crudos como los soldados desdeñando a Jesús colgado bajo el letrero, “…el rey de los judíos.” Sin embargo, nos burlamos de su realeza cuando no acatamos su ley. Cuando pensamos en otras personas como objetos para nuestro provecho, nos reímos con los soldados a la cruz.

Sin embargo, al menos una persona en la escena se da cuenta de la naturaleza real de Jesús. El segundo malhechor crucificado al lado de Jesús reprocha al primero por participar en las barbaridades contra Jesús. Le pide a Jesús la misericordia cuando llegue a su reino. Jesús, entonces, le concede a este “buen ladrón” lo que sólo el rey del universo pueda – un puesto en el paraíso.

Es notable cómo el “buen malhechor” habla con Jesús. Por la única vez en todos los evangelios una persona se dirige a Jesús simplemente por su nombre sin título ni descripción. Haríamos bien para imitarlo. En todos tiempos de la vida – la tristeza, la necesidad, la alegría, y el éxito -- levantemos la voz diciendo, “Jesús,…acuérdate de mí.” Que digamos sin reservas, “Jesús,…acuérdate de mí.”