Homilía para el domingo, 31 de mayo de 2009

El Domingo de Pentecostés

(Hechos 2:1-11; I Corintios 12:3-7; John 20:19-23)

¿Recuerdan el Antiguo Testamento? Esto no es una pregunta completamente ridícula. No hemos leído del Antiguo Testamento, al menos en la misa, por las últimas siete semanas. Durante el Tiempo Pascual la Iglesia escoge lecturas para la misa solamente del Nuevo Testamento para demostrar que como Jesús es el nuevo vino que nos hace alegres, se necesita odres nuevos para contenerlo. Sin embargo, la Iglesia jamás ha rechazado el Antiguo Testamento como algo de poca importancia. Al contrario, mira hacia el Antiguo Testamento como la palabra de Dios a la cual Jesús da la plenitud.

La venida del Espíritu Santo en la Pentecostés sobre los discípulos encuentra referencia en al menos dos pasajes del Antiguo Testamento. Tal vez muchos hayamos oído cómo la nueva capacidad de los discípulos para hablar en diferentes idiomas repara el pandemonio en Babel. Todos recordamos la historia. Los hombres de Babel, pensando en sí mismos tan grandes como Dios, deciden a construir una torre para hablar con Dios cara a cara. Entonces Dios los confunde por dar a cada uno un lenguaje diferente. No fue un acto celoso de parte de Dios sino misericordioso. Pues, no quería que los hombres de Babel se hicieran daño a sí mismos por intentar a hacer lo imposible.

Hay otro pasaje del Antiguo Testamento, tal vez más al caso, que da contexto a la venida del Espíritu Santo sobre los discípulos. La fiesta de Pentecostés origina en la celebración de los judíos de la entrega de la Ley en el Monte Sinaí. Pusieron la fecha de esta fiesta al cincuenta día de la Pascua según la antigua tradición que Dios le presentó la Ley a Moisés cincuenta días después del éxodo de Egipto. Como Sinaí era lugar de trueno y humo, así el Espíritu viene a los discípulos con gran ruido y lenguas del fuego. Como los israelitas entraron en un pacto con Dios que les formara como Su pueblo, así el Espíritu forma a gentes de los rincones del mundo en el nuevo pueblo de Dios.

El Espíritu Santo nos impulsa, como a los discípulos en la lectura, a contar a otras personas de Jesús. No es que quiera que nos paremos en las esquinas gritando a la gente que se arrepienta. Pero existen personas en nuestras propias familias que han perdido la fe y a lo mejor muchos más en nuestros vecindarios y los lugares de trabajo. Según una encuesta, 32 por ciento de los americanos que se criaron como católicos ya no se consideran así. De ellos casi la mitad no practica ninguna religión. El porcentaje de hispanos que ha dejado la Iglesia, como todos sabemos, es alto también. Según otra encuesta, 28 por ciento de los hispanos con más de 40 años de vida en los Estados Unidos han dejado la fe católica, y 30 por ciento no practican ninguna religión.

¿Y cómo se nos acerquemos a ellos? En primer lugar, queremos comenzar con la oración. Entonces, cuando la oportunidad se nos presente, que les ofrezcamos palabras de apoyo. No queremos hablar directamente de Dios sino mostrarles la diferencia que Dios ha hecho en nuestro comportamiento. Finalmente, podemos contarles cómo encontramos la fuente de nuestra preocupación en el evangelio por el Espíritu Santo. Querremos señalar cómo el Espíritu nos exige más que la norma pero también cómo nos concede la paz y la alegría que no nos abandonan. En este contexto son las cosas más significantes. El Espíritu Santo nos da la paz y la alegría que no nos abandonan.

Homilía para el domingo, 24 de mayo de 2009

La Ascensión del Señor

(Hechos 1:1-11; Efesios 4:1-13; Marcos 16:15-20)

Este fin de semana (en los Estados Unidos) llegamos a la coyuntura de dos días festivos – uno religioso y el otro más público.  Los dos han perdido significado en los años recientes por diferentes razones culturales e históricas.  Esta disminución ha resultado en el paso del día de la celebración del festivo religioso al domingo y del festivo público al lunes.  Parece que la Ascensión del Señor no tiene nada en común con el Día Memorial más que soportar la misma falta de atención.  Sin embargo, vale la pena buscar otras conexiones más significantes.

Nos cuesta apreciar el significado de la Ascensión.  La vemos como la partida de Jesús de la tierra – un suceso aparentemente negativo.  Tal vez por esta razón la gente asistía cada vez menos a la misa cuando se celebraba la fiesta el cuadragésima día después del Domingo de la Pascua.  Sin embargo, la Ascensión tiene sus aspectos sumamente provechosos.  Jesús se va precisamente para establecer un lugar para nosotros.  Antes el cielo era en todas partes y en ninguna parte porque existía puramente como el reino de los espíritus.  Pero cuando Jesús asciende cuerpo y alma, él tiene que colocarse en un espacio fijo.  No sabemos donde exista este lugar ni que dimensiones tengan.  Sin embargo, lo reconocemos como nuestro último hogar.  También con la llegada a su Padre, Jesús nos socorre por el envío del Espíritu Santo.  Con esta fuerza podemos dirigir nuestras pasiones a cumplir proyectos constructivos.

Se encuentran los orígenes del Día Memorial en los años posteriores a la Guerra Civil.  Este conflicto cobró más vidas que cualquier otro en la historia norteamericana.  Por muchos años se llamaba el día “Día de Decoración” porque era el día en que la gente decoraría con flores las tumbas de los caídos en guerra.  Siempre estaba celebrado el 30 de mayo.  Se cambió el nombre al “Día Memorial” después de la Segunda Guerra Mundial tal vez porque ha habido muchas tumbas de soldados americanos en tierras lejanas que no recibían ninguna flor.  En 1971 pasaron el día al último lunes de mayo para dar un fin de semana largo al pueblo.  Puede ser también que la experiencia divisiva de la Guerra Vietnamita causó un cambio de perspectiva entre la gente.  Por la primera vez prefirió pasar el tiempo divirtiéndose en las playas que meditando sobre el significado de la muerte en guerra.

Dice la Carta a los Efesios que Jesús no entra al cielo sólo sino con los santos de tiempos pasados.  Los soldados, marineros, y aviadores que mueran en las guerras pueden unirse con este peregrinaje si defienden su país por motivos puros.  Eso es, heredarán la compañía de Jesús si honran su deber a proteger al pueblo y no abusan de su cargo por aniquilar a los enemigos como moscas, maltratar a los civiles como juguetes, o aprovecharse de sus armas como mafiosos.  No es para nosotros a juzgar cuales caídos de guerra sean justos y cuales no.  Recibimos al Espíritu Santo para orar que Dios perdone a todos sus faltas.  Nuestros rezos transcienden el reconocimiento del sacrificio de los caídos de guerra.  Más bien, nos ponen en solidaridad con ellos por tres motivos.  Primero, nosotros también vamos a experimentar la muerte.  Segundo, nosotros también vamos a ser juzgados según la pureza de nuestros corazones.  Y finalmente, al menos esperamos que el cielo sea también nuestro último hogar.

Homilía para el domingo, 17 de mayo de 2009

El VI Domingo de Pascua

(Hechos 10:25-26.34-35.44-48; I Juan 4:7-10; Juan 15:9-17)

Antes de su retiro el presidente George Washington escribió una carta al pueblo americano. En tiempo esta carta fue conocida como su “discurso de despedida.” La carta saluda al pueblo como “amigos y ciudadanos.” Procede a exhortar a todos a la unidad basada en la Constitución y aconsejarles que practiquen la religión para mantener la moralidad. Se ha estimado el discurso como una guía para la democracia norteamericana. En el evangelio hoy Jesús entrega su propio discurso de despedida que en algunos aspectos se asemeja aquél de George Washington.

Notablemente Jesús también se refiere a sus discípulos como “amigos.” Nuestros amigos no son todos nuestros conocidos. Más bien, son el grupo de íntimos con quienes hemos compartido lo profundo de nuestras almas para solicitar su apoyo y su ayuda. Hace doce años un periodista escribió un libro acerca de una serie de conversaciones que había tenido con su antiguo profesor universitario. El profesor, que estaba muriendo de cáncer, reveló su gran corazón en el curso del diálogo. La primera vez que el escritor lo visitó era sólo un alumno antiguo presentándole sus respetos. En el final, eran los dos verdaderos amigos. Así Jesús comparte con sus discípulos los secretos de la vida eterna. Porque somos incluidos en estos secretos, podemos considerarnos también amigos de Jesús.

Como el padre de América pide a los ciudadanos a la unidad cimentada en la ley, así Jesús llama a sus discípulos al amor mutuo basado en su mandamiento. Jesús nos manda que amemos los unos a los otros como él nos ha amado. Este amor no es jamás pasajero o superficial. Más bien, es posible que nos requiera la vida como en el caso de los mártires. Más seguido, empero, sacrificarse por el otro como Jesús hizo por nosotros significa la entrega continua por el bien de todos. Es el esfuerzo de la mujer trabajando fuera de la casa cinco días por semana y en el fin de semana haciendo todo -- desde llevar a los niños a la práctica de fútbol el sábado por la mañana hasta barrer el piso el domingo en la noche -- por el bien de la familia. O es el ministerio de un hombre a recoger las sobras de Panera y otos comercios cada viernes para repartirlas a los pobres al sábado.

Leyendo su despedida, uno tiene la impresión que George Washington se preocupaba del bien y la felicidad de sus paisanos sobre todo. Ofrece un tipo de oración cuando dice, “…que la felicidad del pueblo...sea completa.” Esto parece como el mismo motivo que mueve a Jesús a compartir con sus discípulos el mandamiento de amor. Proclama él, “Les he dicho esto para que mi alegría sea en ustedes y su alegría sea plena.” Conociendo el costo del verdadero amor, algunos no dirían que nos conduce a la alegría. Piensan así porque confunden la alegría con el placer. El placer viene y va como una sensación cuando acercamos algo bueno. Es la frescura de la mañana que marchita cuando se levanta el sol. La alegría es más profunda y duradera. Es el sentido interior que hemos amado verdaderamente. Es el descanso que tuvo el papa Juan Pablo II después de rendirse cien por ciento por veintiséis años como líder de la Iglesia y ejemplar de lo mejor de la raza humana.

No pretendemos decir aquí que George Washington era otro Cristo. Aunque fue persona de gran estatura, también hizo errores y no tuvo que entregar su vida a sus enemigos por los injustos. El propósito de nuestra comparación entre el primer presidente de los Estados Unidos y Jesucristo es evidenciar que nosotros como George Washington podemos practicar el amor mutuo que Jesús propone. Sí, nosotros también podemos amar los unos a los otros como él nos ha amado.

Homilía para el domingo, 10 de mayo de 2009

El V Domingo de Pascua

(Hechos 9:26-31; I Juan 3:18-24; Juan 15:1-8)

Es fácil ver por qué consideramos a Dios como varón. Si la experiencia principal de los hebreos hacia Dios es el éxodo, Dios tiene que parecer como un Napoleón humillando a sus enemigos. Hoy en día muchos se vuelven a Dios como un patrón sacándolos del cualquier apuro en que se encuentren a cambio de su lealtad.

Pero ¿no es el amor de Dios más como aquél de una madre? No lo dudo. Aunque no es así en todos casos, pensamos en el amor de la madre tan profundo como una manantial que jamás se esfuma de soltar aguas refrescantes. El presidente Barack Obama cuenta de su madre así. Dice que cuando era niño, su mamá le despertaba a las cuatro de la mañana para revisar sus tareas de esquela. Cuando él se quejó, ella le respondió, “Eso no es una merienda para mí tampoco, fulano.” Así Jesús describe a su Padre en el evangelio. Jesús es la vid que nos nutre con la gracia de su Padre en tiempos buenos y tiempos malos. Si nos quedamos cerca de él, vamos a recibir todo lo necesario para florecer como personas humanas.

Otro aspecto del amor de Dios es su capacidad de perdonar. No existe pecado tan grande que el amor de Dios no pueda arrasar como un edificio en un terremoto de 7.5 grados. Sí, tenemos que pedirle perdón por el pecado con la firme promesa de no volver a cometerlo. Pero no hay ninguna razón a dudar Su voluntad para vernos caminando justos. Dice San Juan en la segunda lectura, “…delante de Dios tranquilizaremos nuestra conciencia de cualquier cosa que ella nos reprochare, porque Dios es más grande que nuestra conciencia y todo lo conoce.” Muchos nosotros conocemos a nuestras madres así indulgentes. Una vez una niña se cayó en el lodo manchando su vestido. Fue llorando a su mamá pidiendo perdón. La madre le consoló, “No te preocupes, mi hija, te amaría si cayeras mil veces.”

El amor de la madre también es en muchas maneras sabio. Nos enseña lo que tiene prioridad sobre todo lo demás. Se propone una forma de esta prioridad en la segunda lectura donde San Juan nos dice: “…que creamos en la persona de Jesucristo…y nos amemos los unos a los otros.” Porque ama a sus dos hijos sabiamente, una mujer no católica les lleva a la doctrina y la misa semanal aunque su marido católico, el padre de los niños, usualmente no les acompaña.

Hoy saludamos a nuestras madres no sólo porque nos enseña de Dios sino porque nos refleja Su amor. Sí, nos damos cuenta de que no son perfectas. A veces su deseo para vernos exitosos parece como aguas caudalosas que nos va a ahogar. A veces su preocupación nos prohibiría a experimentar nuevas vistas. A veces su indulgencia olvida la necesidad que nos arrepintamos de nuestros vicios. Sin embargo, han sido por nosotros como espejos mostrándonos la grandeza, la misericordia, y la sabiduría del amor de Dios. Sí, nos han sido espejos de Dios.