El domingo, 3 de mayo de 2020


EL CUARTO DOMINGO DE PASCUA

(Hechos 2:14.36-41; I Pedro 2:20-25; Juan 10:1-10)


A veces se hace pensar por qué Jesús escogió a Pedro como jefe de su iglesia.  Pedro pareció torpe cuando no aceptó  la profecía de Jesús que iba a sufrir.  También negó a Jesús tres veces después de declarar que nunca lo haría.  Sin embargo, en las lecturas hoy Pedro muestra claramente las capacidades del liderazgo.  En la primera lectura no tiene miedo de echar la culpa a los judíos por la crucifixión de Jesús.  Pero notamos cómo no se queda con acusaciones.  Más bien ofrece a la gente la oportunidad de alcanzar la vida eterna.

En la segunda lectura Pedro estimula la fe de los cristianos bajo la persecución.  Les recuerda del sacrificio que hizo Jesús para salvarlos.  Entonces pide que imiten al Señor para tener la convivencia con él para siempre.  Pedro dio su vida como testimonio de esta enseñanza.  No existen datos exactos pero se piensa Pedro tuvo escrita esta carta en Roma.  Allí vivió por unos años antes de su martirio durante la persecución del emperador Nerón.  Podemos ver otras cualidades de líderes valerosos en el evangelio hoy.

Jesús se llama a sí mismo como “la puerta del redil.”  Tiene que vigilar para que los bandidos no maten a su grey.  También la puerta sirve como salida de las ovejas buscando pasto. Aplicando esta comparación al liderazgo, Jesús tiene dos tareas en cuenta.  En primer lugar, los líderes tienen que proteger a sus gentes del peligro.  Y segundo, tienen que asegurar que se cumplan sus necesidades básicas.

Esta lección atañe ambos a los líderes de la Iglesia y a aquellos de la sociedad.  Del papa y los demás clérigos esperamos que nos protejan de tendencias equivocadas.  Por esta razón, el papa Francisco no cesa de advertirnos de la “cultura de descarte”.  Aplica este término mayormente a dos grupos.  Muchos bebés son abortados porque no convienen a los planes de sus padres. Asimismo, los pobres a menudo son consignados a los margines de la sociedad.  En cuanto a necesidades básicas, el clero tiene la responsabilidad de proveer a los fieles con el “pan de vida”, la Eucaristía.

Covid-19 nos ha mostrado cómo miramos a los gobernantes para el liderazgo.  Han tenido que hacer decisiones duras en las últimas semanas por el bien del pueblo.  Primero, cerraron los negocios para asegurar que el virus no se propague.  Ahora tienen que especificar las restricciones prudentes para sus reaperturas.  Mientras haciendo estas determinaciones, han tenido que supervisar la distribución de suministros médicos con la justicia.  Ellos regularmente reciben nuestras críticas pero les hacen falta más nuestras oraciones.

En la última frase del evangelio hoy Jesús indica lo que va a declarar en los próximos versículos.  Él es el “buen pastor” que viene para dar la vida “en abundancia”.  Por decir “abundancia” no indica cosas materiales: coches de lujo, viajes en los cruceros, teléfonos nuevos cada año.  No, “la vida en abundancia” es algo espiritual.  Es sentir en el corazón la gratitud por las experiencias que comprenden nuestras vidas.  Es compartir desde el corazón con amigos de diferentes razas, clases, y modos de pensar.  Es tener la esperanza de la vida eterna por haber cumplido la voluntad del Señor. 

La figura del Bueno Pastor siempre ha tenido un gran atrajo para los cristianos.  Está entre las primeras imágenes de Jesús encontradas en la historia.  Tal vez su atracción se arraiga en el hecho que vemos a Jesús también como el cordero.  De esta manera Jesús se presenta como el misterio que es.  Es más allá que pueda alcanzar nuestra mente.  Como cordero nos redime de nuestros pecados; como pastor nos proteja de los engaños del maligno. Como cordero nos da de comer con su carne, la Eucaristía; como pastor nos consuela en nuestras pruebas y dificultades. Como cordero nos muestra cómo vivir inocentes y sumisos a Dios.  Y como pastor, nos guía a la vida eterna. 

El domingo, 26 de abril de 2020


EL TERCER DOMINGO DE PASCUA

(Hechos 2:14.22-33; I Pedro 1:17-21; Lucas 24:13-35)


En una película un hombre es tentado a dejar su fe en Dios.  Acaba de perder a su hermano menor en un accidente automóvil.  El joven era  estrella.  En la vida personal se dedicó a sí mismo a Dios y a su familia.  En el campo de fútbol fue campeón.  Ahora el hermano mayor se siente en conflicto.  No sabe si debería maldecir a Dios por lo que pasó o pedirle ayuda.  El evangelio hoy cuenta de dos discípulos de Jesús en un conflicto semejante.

Los discípulos andan desilusionados.  Creían que Jesús libertara a Israel del dominio foráneo.  Pero la crucifixión terminó sus esperanzas.  Se puede comparar su desilusión con la perturbación que nuestro mundo ha vivido con la pandemia.  Nuestros planes han cambiado, en algunos casos como con los graduados drásticamente.  Muchos de nuestros empleos se han perdido.  Y, lo más peor, algunos conocidos – en casos nuestros seres queridos -- han muerto.  Más que toda otra catástrofe en la historia, Corona-19 ha tocado todas partes del mundo.

Sin embargo, no es que todos se sientan derrotados.  Ha emergido de este desastre la esperanza como el azafrán en la nieve.  Se han identificado nuevas clases de héroes.  Los médicos y enfermeras se han notado por su dedicación al bien del otro.  Asimismo los trabajadores en los supermercados y los que entregan comidas se han distinguido por la valentía.  Se puede ver también cómo el mundo ha despertado de nuevo a los valores básicos.  Ahora muchos se dan cuenta de la prioridad de la solidaridad sobre el individualismo.  Más que nunca apreciamos a nuestros gobernantes como oficiales asegurando el bien común.

Para nosotros creyentes la pandemia ha profundizado nuestra conciencia espiritual.  Como las victimas de Covid-19, Jesús murió por la asfixia.  Una vez más se ha demostrado la centralidad de la encarnación a nuestra fe.  Dios vino al mundo tanto para acompañarnos en nuestras penas como para salvarnos de nuestros pecados.  También el sufrimiento de Jesús nos ofrece modo de hacer frente al virus si lo contraemos.  No vale la pena que despotriquemos y deliremos contra el destino.  Más bien, como Jesús, queremos aceptar la enfermedad y aun la muerte, si es necesario, como voluntad de Dios.  Pero nunca queremos olvidar que Dios nos ama y nos llama a Sí mismo.

En el evangelio el resucitado Jesús se une con los discípulos en el camino.  Su presencia los anima.  Como dicen al final, sus corazones ardían cuando les habló.  Por explicar las Escrituras, Jesús les renueva la esperanza.  Como respuesta los discípulos piden al viajero que se quede con ellos un rato más. 

La cena con su visitante toca a los dos el más profundamente.  El partir del pan tiene tanto impacto que puede penetrar el velo cubriendo sus ojos.  Sólo entonces reconocen a su compañero como Jesús.  Deberíamos aprender aquí el papel central de la misa en nuestras vidas.  Muchos han dicho estos días que han visto la misa en la tele o en la computadora.  Pero no creo que haya tantos viendo la misa en los medios electrónicos como acudían a la misa dominical en los templos.  La Iglesia insiste que asistamos en la misa dominical en persona cuando es posible.  Quiere que encontremos al Señor resucitado íntimamente. Él está en la gente reunida en su nombre.  Está especialmente en el pan y el vino ofrecidos al Padre y bendecidos por Él.  Para nosotros católicos la Eucaristía no es sólo un símbolo de Jesús.  Ni es cosa superflua de modo que podamos vivir sin ello.  Más bien es su presencia real y es integral a nuestra salvación.  Por esta razón ha habido tanta preocupación que haya sacerdotes en la Amazonia.

Sí, ha sido una catástrofe el virus Corona-19.  Pero sería un mayor desastre si no emergimos de esta pandemia más dispuestos a seguir la voluntad de Dios.  Que ahora valoremos a todo humano con mayor integridad.  Que apreciemos cómo Jesús nos acompaña en todos momentos incluso en los conflictos.  Que mantengamos la esperanza que nos entregue de todo mal.
               

El domingo, 19 de abril de 2020


EL SEGUNDO DOMINGO DE PASCUA – DOMINGO DE LA DIVINA MISERICORDIA --

(Hechos 2:42-47; I Pedro 1:3-9; Juan 20:1-9)


Hace veinte años el papa San Juan Pablo II nombró el domingo siguiente la Pascua de Resurrección como “el Domingo de la Divina Misericordia”.  Anteriormente se había llamado la fiesta sólo el “Segundo Domingo de Pascua”.  Sí es el segundo domingo de Pascua, pero este nombre no indica la grandeza de la celebración.  En contraste, “Divina Misericordia” bien expresa el planteamiento de Dios hacia nosotros. 

Se puede ver la misericordia de Dios particularmente en su Hijo, Jesucristo.  De hecho, el papa Francisco llama a Jesús “el rostro de la misericordia del Padre”.  En el evangelio hoy Jesús muestra la misericordia tres veces.  Reflexionando en cada instancia nos ayudará vivir mejor nuestro compromiso cristiano.  Ambas la pandemia y el mundo actual nos retan compartir la alegría de conocer a Cristo.

En primer lugar, Jesús muestra la misericordia cuando aparece a sus discípulos.  Ellos están apiñados juntos en temor.  Tal vez los judíos vengan para acusarlos de tomar el cuerpo de Jesús de su sepulcro.  Con la presencia de Jesús en su medio la situación cambia.  “Paz” – dice él – y la alegría reemplaza el miedo. 

La posibilidad de contraer el virus Corona-19 ha aterrorizado a muchos de nosotros hoy día.  No queremos sentir como si estuviéramos ahogando.  Mucho menos queremos morir.  Somos sabios a tomar al pecho la paz que Jesús ofrece a nosotros también.  Ciertamente es preciso que sigamos los guías de los funcionarios de atención médica.  Pero es aún más importante que recordemos que Dios nos ama.

Jesús hace rodeos para mostrar la misericordia a Tomás. Este discípulo una vez era tan convencido que Jesús era el Mesías que quería morir con él.  Pero ahora Tomás rechaza el testimonio de los demás que Jesús ha resucitado.  Pide prueba física antes de que crea.  No queriendo que Tomás se quede en dudas, Jesús le aparece y le invita a tocar sus heridas. 

Nuestras dudas sobre la Iglesia pueden hacernos vacilar en nuestro compromiso al Señor como Tomás.  Comenzamos por pensar que una relación personal con Jesús es suficiente.  No importa que vayamos a misa o no.  Sin embargo, si emprendimos este curso, es posible que en tiempo corto abandonemos al Señor.  Nos hace falta el apoyo de la comunidad de fe para seguir creyendo cuando encontramos apuros. Además, nos hace falta la doctrina de la Iglesia para dirigir un curso recto.  Ideas extremas, aparatos tecnológicos, y deseos desordenados pueden llevarnos fuera del camino a la gloria.

Sobre todo, Jesús muestra la misericordia cuando confiere a sus apóstoles el poder de perdonar pecados.  Todos nosotros pecamos, a veces gravemente.   Hablamos mal de otras personas sea por envidia o sea por venganza.  Vivimos principalmente por nosotros mismos y no por Dios.  Muchos no tienen ningún compromiso de fe fuera de asistir en la misa.  Ni siquiera ven a su trabajo como el campo de practicar la fe.  Jesús permite que seamos perdonados por la Reconciliación.  Establece este sacramento cuando sopla al Espíritu Santo sobre los discípulos aquí.  Dice la segunda lectura que la resurrección de Jesús nos concede “renacer a la esperanza de una vida nueva”.  Esta “vida nueva" consiste de la libertad de vivir por los demás y la alegría de tener la eternidad como nuestro destino.

El joven Karol Wojtyla, el futuro papa Juan Pablo II, trabajaba en una cantera durante la Segunda Guerra Mundial.  Solía acudir a la capilla del convento cerca de su trabajo.  En ese convento había vivido la Santa Faustina Kowalska, la fundadora del movimiento de la Divina Misericordia.  Era la única iglesia los nazis permitieron quedarse abierta.  Allí el joven pidió al Señor la misericordia para sí mismo y también para los nazis.  Entendió que todo el mundo necesita la misericordia de Dios.  No sólo los opresores del pueblo sino también los futuros santos tienen que ser perdonados.  Entonces no cabe duda.  Nosotros también necesitamos la divina misericordia.


El domingo, 12 de abril de 2020


LA PASCUA DEL SEÑOR

(Romanos 6:3-11; Mateo 28:1-10)


Se dice que es difícil encontrar asiento en la sinagoga en sólo dos días del año.  Todos los judíos quieren participar en los ritos del Año Nuevo Judío y del Día del Perdón.  Fuera de estos días no hay ningún problema acomodarse en los templos.  En muchos países es igual con los católicos en las fiestas de la Navidad y de la Pascua.  Pero este año es diferente.  No habrá nadie en la misa de la Pascua menos el sacerdote, el diácono, y -- tal vez – la organista.

La gente estará en sus casas con algunos sufriendo la soledad.  Se han advertidos los ancianos que no debieran atrapar el virus.  También aquellas personas que viven solas se sentirán desertadas sin la oportunidad de salir con sus amistades.  Sí, es cierto estas gentes pueden hablar con otros por teléfono y con FaceTime.  Pero aparatos casi nunca reemplazan la presencia física de otra persona.

Esta Pascua habrá más sentido del aislamiento, abandono, y tal vez la desesperación que nunca en el pasado recordado.  Nuestra experiencia asemeja la ordalía de Cristo en la cruz en el Evangelio según San Mateo.  Lo han abandonado sus discípulos por mucho.  Aquellas personas que han llegado a la cruz se burlan de él.  Y el cielo vertiéndose oscuro crea el temor en todos.  Las palabras de Jesús – las únicas que emite de la cruz – revelan su angustia.   No más llama a Dios “Padre” como en el jardín.  Dice “Dios mío…” como cualquier otra persona en la agonía.  Entonces sigue a una conclusión penosa: “¿Por qué me has abandonado?”

Pero Dios no lo ha olvidado.  Los eventos que pasan después que expira muestran el acompañamiento de Dios Padre por todo el tormento.  El velo en el templo se rasga, la tierra se tiembla, y los soldados romanos lo proclaman a Jesús “’Hijo de Dios’”.  Después un día completo hay aún mayor testimonio de la presencia del Padre a su Hijo.  El sepulcro de Jesús se abre con un terremoto.  La guardia puesta para mantener al muerto como muerto se hace como muerta.  Entretanto el muerto se levanta a nueva vida.  Entonces Jesús aparece a las mujeres asegurándoles que ha resucitado.  También las envía en una misión a sus discípulos.

San Pablo dice en la Carta a los Romanos que si hemos muerto con Cristo, viviremos con él.  El pecado no más nos tendrá presos.  Más bien estaremos libertados de los confines mezquinos del yo para vivir el amor ancho y beneficioso de Jesús.   Podemos ver este amor de Cristo en los santos – tanto aquellos canonizados por la Iglesia como los que muestran el amor extraordinario entre nosotros ahora.  Se ven muchos actuando como santos estos días trabajando contra la Covid-19.  Una médica española atienda a pacientes todo el día sin tiempo para consultar a sus colegas.  Dice ella: “Es muy duro lo que estamos viviendo, pero intento vivirlo desde Dios. Esto me ayuda a tener alegría y profundidad”.

Un amigo me preguntó: “¿Dónde está Dios en toda esta (pandemia)?”  No es fácil contestar con el prospectivo de muchos muriendo y muchísimos más sin trabajo y recursos.  Pero ahora con la fiesta de Pascua podemos responder con alguna confianza.  Dios está recordando a todos que no vivimos por nosotros mismos sino por los demás.  Por esta razón nos quedamos en la casa para que no se propague el virus.  Dios está instigando actos de caridad en todos lados.  Muchas familias ya están haciendo sándwiches para los desamparados.  También Dios está inspirando a los científicos a buscar un remedio a Covid-19.  Haber resucitado a Jesús, Dios está recreando a nosotros como nuevos hombres y mujeres.  No somos abandonados.  Jesús, el Hijo resucitado de Dios, está con nosotros.