Homilía para el Domingo, 3 de febrero de 2008

El Cuarto Domingo en Tiempo Ordinario

(Mateo 5:1-12)

El hombre se ponía de rodillas todas las noches. Rezó a Dios por el bien de su familia – su esposa y tres hijas. Un día una de las muchachas se acercó a su padre para decirle que querría entrar en el convento. Le preguntó si estaría bien con él. El hombre respondió, “Sólo quiero tu felicidad, mi hija.” Casi todos los padres quieren la felicidad para sus hijos como cada persona quiere su propia felicidad.

Ciertamente hay diferentes nociones en qué consiste la felicidad. Algunos piensan en la felicidad como tener una cuenta bancaria con millones. Otros actúan como si la felicidad consistiera en tener vino en la copa y una guapita al lado. Todavía otros buscan la felicidad en tener un pelotón de subordinados listos para saltar a sus órdenes. En el evangelio hoy Jesús nos da su visión de la felicidad.

“Pero Jesús no dice nada de la felicidad en el evangelio,” algunos se opondrían, “Él habla de quienes son ‘dichosos.’” Sí, la traducción del evangelio que usamos en la misa tiene, “Dichosos son los pobres de espíritu…” y “Dichosos son los sufridos...” Pero la palabra griega para dichososmakarios -- también quiere decir felices. A lo mejor todos nosotros hemos visto traducciones de la Biblia con “Felices son los pobres…” Cuando reflexionamos en el asunto, solamente hace sentido. Pues, la felicidad es el cumplimiento del don de Dios que uno recibe por responder generosamente a Su gracia.

En el pasaje evangélico hoy Jesús menciona varios modos para responder bien a la gracia de Dios. Vamos a tratar ahora sólo uno. Dice el Señor, “Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.” ¿Qué quiere decir, tener un corazón limpio? En este tiempo muy próximo al Día de Amor, cuando vemos la forma del corazón en todos los supermercados, farmacias, y almacenes, es patente que tener un corazón limpio involucra nuestra manera de amar. Los limpios de corazón aman a otros sin las manchas del deseo animal y de la dominación.

Nos reta el amar con corazones limpios hoy en día. Muchos hablan como si relaciones sexuales antes del matrimonio fueran requisitas para conocer al novio o la novia. Piensan que el uso de anticonceptivos dentro del matrimonio fuera sano para el bien de la familia. Sin embargo, sabemos que el amor sexual entre un hombre y una mujer alcanza su verdadera felicidad cuando está hecho en el contexto del compromiso permanente y de la apertura a la procreación. En otros contextos el amor se devuelve en la lujuria y los celos.

¿Parece imposible, entonces, la limpieza del corazón en nuestros tiempos? Sí, es una lucha continua. Requiere la templanza, hoy día particularmente del género que instila el Espíritu Santo. Por eso, debemos rezar mucho que el Espíritu fortalezca nuestros esfuerzos para tener un corazón limpio. Es cierto. Debemos rezar para tener un corazón limpio.

Homilía para el 27 de enero de 2008

Homilía para el Tercer Domingo Ordinario

(I Corintios 1:10-13; 17)

En junio comenzará el año paulino. Pues, serán 2000 años desde el supuesto nacimiento de San Pablo, apóstol. El papa Benedicto ha pedido eventos litúrgicos, sociales, académicos, y ecuménicos para marcar el bi-milenio. ¿Qué diría el gran misionero de todas las festividades planeadas si estuviera aquí con nosotros? A lo mejor trataría los honores como si fueran no más que saludos en la mañana. Una vez escribió a los filipenses: “Pero al tener a Cristo consideré todas mis ventajas como cosas negativas.” La cosa que San Pablo querría de nosotros actualmente sería la misma que pide de los corintios en la segunda lectura: “Los exhorto…a que todos vivan en concordia y no haya divisiones entre ustedes…”

Evidentemente son muchas las rivalidades en la comunidad cristiana de Corinto. Dicen algunos, “Yo soy de Pablo”; otros, “Yo de Apolo”; otros, “Yo soy de Pedro”; y todavía otros, “Yo soy de Cristo.” Hoy el Cristianismo tiene contenciones semejantes. Se puede pegar nombres de comunidades religiosas a cada grupo que Pablo distingue en la lectura. Los protestantes proclamando la primicia de la palabra de Dios se asemejan a los que dicen, “Soy de Pablo.” Menosprecian los sacramentos que han existido desde el principio de la Iglesia al favor del poder de la palabra para formar el espíritu cristiano. Apolo es un predicador culto y elocuente que ha visitado a los corintios. Los que dirían, “Soy de Apolo,” actualmente son aquellos cristianos culturales que ven su religión sólo como la primicia de la vida buena pero en muchos modos caducada. Vienen a la iglesia y hacen caso al evangelio sólo cuando les conviene. Nosotros católicos somos como los que aclamarían, “Soy de Pedro.” Aceptamos al papa como el sucesor de Pedro, el vicario de Cristo, pero hemos sido renuentes a apoyar a los laicos en sus apostolados. Finalmente, aquellos que se jactarían, “Soy de Cristo,” son los evangélicos que se llaman a sí mismos “cristianos” como si nosotros católicos y otros protestantes no lo fuéramos. Su visión del cristianismo es demasiado estrecha.

La comunidad en Corinto está fracturada pero no está dividida. Por eso, Pablo puede pedir a las varias fracciones a unirse por el bien de todos. Sin embargo, en el mundo hoy las divisiones entre cristianos están profundas y, a veces, amargas. ¿Qué deberíamos hacer para mejorar la situación? En primer lugar, es preciso que reconozcamos las divisiones como reales. No debemos recibir la comunión en las iglesias protestantes donde la comunión todavía existe. Ni debemos pasar por alto las diferencias con frases simplicistas como, “Todas las comunidades cristianas son iguales.” Al contrario, cada comunidad tiene que recalcar las marcas distintivas y necesarias para ella. Por nosotros católicos, estas marcas incluirán la primicia del papa como vicario de Cristo.

Entonces, cada comunidad tiene que dialogar con los demás para apreciar mejor sus características sobresalientes. Nosotros católicos querremos hablar con los bautistas acerca de fomentar una relación personal más cercana con Jesús. Asimismo, dialogaremos con los pentecostales sobre su percepción de la acción del Espíritu Santo en sus vidas. Y hablaremos con los protestantes tradicionales sobre su manera de involucrar a los laicos en el ministerio sacerdotal de Cristo.

Finalmente, deberíamos orar a Dios que nos abra los oídos para escuchar Su voluntad y los ojos para ver lo bueno en otras comunidades de fe. Nuestros esfuerzos para la reunificación del cristianismo no pueden avanzar ni diez centímetros sin la intervención del Espíritu Santo. San Pablo sería el primero para llamar al Espíritu para apoyar estos esfuerzos.

Homilía para el 20 de enero de 2008

Homilía para el Segundo Domingo de Tiempo Ordinario

(Isaías 49:3; 5-6)

Algunas luces solamente llaman atención a sí mismas. Por ejemplo, la estrella de Hollywood Britney Spears ha ganado nueva fama por varios caprichos escandalosos. Sin embargo, una luz puede hacernos posible ver a otros -- los que están en necesidad y, detrás de ellos, a Dios. Hace diez años murió un hombre que procuraba ser tal luz.

Se llamaba Albert Rosen. Cada Navidad por casi treinta años este humanitario de origen judío reemplazó a un cristiano en su trabajo para que pudiera pasar la fiesta con su familia. En su carrera como sirviente de los demás el Señor Rosen actuó varios trabajos. Una Navidad funcionó como un botones; otra, como un operador telefónico; otra, como un tabernero; etcétera. No es que sólo apareciera el 25 de diciembre para cumplir las tareas del trabajador sino que se entrenaría para cumplir las tareas tan bien posible. Y no lo hizo por la plata. Una vez regaló a la caridad los $35 que había recibido como propinas. Cuando otros judíos le acusaron a Rosen de congraciarse con los cristianos, él respondió: "Lo hago esto porque soy judío. El Judaísmo existe para ser la luz de las naciones."

Albert Rosen tenía en cuenta la lectura del profeta Isaías que leímos hoy cuando llamó al Judaísmo la luz de las naciones. Esa luz nunca ha resplandecido más brillante que cuando Jesús caminaba por la tierra. El brillo de Jesús fue a la misma vez suave, luminoso, y fuerte. Fue bastante suave para mostrar el amor de Dios a todos. Fue bastante luminoso para enseñar la justicia a sus seguidores. Y fue bastante fuerte para exterminar la mancha del pecado. Ahora nos queda a nosotros, como recibidores de la luz de Jesucristo, el menester a reflejarla a otras personas.

Emmanuel es un joven que hace exactamente eso. Trabaja de pleno tiempo como voluntario en un asilo a la frontera entre México y los Estados Unidos. Sus esfuerzos ayudan a los pobres inmigrantes realizar la dignidad humana. Este año Emmanuel espera a ingresar en la vida religiosa para disponerse completamente al servicio del Señor.

¿Qué? ¿No somos tan jóvenes que pensáramos en una vocación religiosa? ¿Cómo podemos nosotros reflejar a Cristo al mundo? La respuesta exige un cambio más de acción que de actitud. Un sabio una vez dijo que es más fácil actuarse a sí mismo en un nuevo modo de pensar que pensarse en un nuevo modo de actuar. De hoy en adelante tenemos que rezar con la familia en casa. De hoy en adelante tenemos que practicar una obra de caridad cada semana fuera de casa. En estas maneras reflejamos a Jesucristo al mundo tan seguramente como la luna refleja la luz del sol. En estas maneras reflejamos a Cristo al mundo.

Homilía para el 13 de enero de 2008

Homilía para el Bautismo del Señor, 13 de enero de 2008

(Mateo 3:13-17)

Una vez una universitaria norteamericana aguardaba a su padre para recogerla del dormitorio. El tiempo estuvo horrible con nieve y hielo. La radio advirtió que la gente no manejara en las carreteras. Sin embargo, la joven no tenía ninguna duda que su padre vendría. “¿Cómo puedes estar tan segura?” sus colegas le preguntaron. “Porque mi padre me dijo que soy su hija más preferida,” respondió la muchacha.

Quizás nuestros padres no nos hayan nombrado sus hijas o hijos preferidos, pero Dios nos considera como algo semejante. Como pronuncia del cielo que Jesús es su “hijo muy amado” después de su bautismo, nos hacemos en sus queridos hijos e hijas. Pues, por nuestra creación como imágenes suyas, entonces por nuestro bautizo como partes del cuerpo de Cristo, nos hacemos en miembros de la familia de Dios Padre.

Por Su amor tan grande hacia nosotros, deberíamos siempre cumplir la voluntad de Dios. Jesús lo hace en el pasaje cuando somete al bautismo de Juan. Sin embargo, nos olvidamos del amor de Dios en nuestro empeño para ganar un puesto en el mundo. Dejamos sus modos y violamos Sus mandamientos para ganar más plata o para tener más placeres. El trabajo se nos hace más necesario que la misa dominical. Los programas de televisión glorificando el sexo nos parecen más beneficiosos que las oportunidades de servir al próximo. Como resultado de estos errores, nos encontramos a nosotros no seguros del amor de nadie, ni siquiera de nosotros mismo.

El bautismo de Jesús es la primera parada en su camino para salvarnos de la desesperación. Jesús va a complacer a su Padre, con su vida si es necesario. Su Padre nos ama a cada uno de nosotros tanto que va a permitir exactamente eso. Va a dejar a Su más amado hijo sufrir la muerte para que nosotros jamás olvidáramos de su amor de nuevo. La muerte de Jesús en la cruz va a recordarnos siempre del amor de Dios para nosotros. La cruz va a recordarnos del amor.

Homilía para el domingo, 6 de enero de 2008

La Epifanía del Señor

(Mateo 2:1-12)

Los magos vienen de lejos buscando al recién nacido rey de los judíos. Quieren dar homenaje al líder que conducirá al mundo a la paz. Como los magos quieren paz entre las naciones, muchas personas hoy buscan la paz del corazón. Reconocen cómo los impulsos humanos últimamente no satisfacen. Sea el poder, el placer, el prestigio, o la plata – el perseguimiento de estas cosas vanas les deja si no desilusionadas, entonces ansiosas. En una película una joven comienza a trabajar en la industria de moda. Quiere conocer a personas famosas y llevar la más elegante ropa. Sin embargo, en corto tiempo se da cuenta que para realizarse como reina de moda tiene que dejar a su familia, a sus amigos, y sus valores.

Nosotros cristianos hemos encontrado la paz en Jesucristo. Sus palabras nos han enseñado lo contrario de la vanidad del mundo. “Dichosos los humildes…,” nos dice. Jesús viene del pueblo judío que Dios ha formado como portadores de Su revelación particular. Como Miguel Ángel transformó un bloque de mármol en una estatua de la Virgen evocando nuestra devoción, Jesús profundiza la revelación a los judíos para darnos un nuevo aprecio de Dios Padre. Porque los magos también saben que el salvador será judío, averiguan en Jerusalén los paraderos del recién nacido rey.

Pero la noticia que ha nacido el esperado rey de todo Israel no conforte al rey Herodes de Judea. Al contrario, él se siente amenazado como si su casa estuviera quemando. No puede imaginar a un rey eterno que va a apoyar a los gobernantes justos, no quitarles el poder. Jesús es un rey como el sol es una luz. Eso es, él es la fuente y la piedra de toque para toda autoridad. Su muerte en la cruz muestra que la legitimidad del gobernante proviene del servicio que rinde al pueblo. Así, Jesús nos indica que la salvación no consiste en acumular los bienes por sí mismo sino en darse por el bien de todos.

Los magos hallan al rey de los judíos en Belén. Por toda la esperanza que el niño promete al mundo se postran delante de él. Es nuestra postura también pero no sólo por la promesa de la salvación sino por el cumplimiento. Sus palabras nos han iluminado. Su pasión y muerte nos han quitado el pecado. Y sus bendiciones que realizamos cada vez que le pidamos nos ponen en eterna gratitud.

Por eso le ofrecemos a Jesús lo mejor que tenemos. Los magos le presentan al rey el oro, el incienso, y la mirra. Estos regalos representan nuestros mejores ofrecimientos. El oro significa la virtud -- las cualidades más nobles del alma. El oro es nuestra generosidad hacia los necesitados y nuestra paciencia con la familia. El incienso representa la oración por la cual reconocemos nuestra dependencia del niño rey. Solos no podemos conseguir nuestro destino eterno, pero con él todo es posible. Finalmente la mirra, una especia usada en el entierro, simboliza nuestra voluntad de seguirlo hasta la muerte. Sí, seguiremos a Jesús hasta la muerte.