El domingo, 1 de noviembre de 2015



LA SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS

(Apocalipsis 7:2-4.9-14; I Juan 3:1-3; Mateo 5:1-12)


Se encuentra en un panteón en el estado de Georgia la fosa de una esclava.  Su supuesto dueño gastó  el dinero para hacer una piedra elogiándola.  Dice el escrito que Sara (sin apellido) fue una sierva excelentísima.  Nunca se conoció diciendo una mentira, tomando algo que no le correspondía, o perdiendo su buen humor.  Evidentemente el dueño le consideraba a Sara como una santa.  Se honra este tipo de persona hoy, la fiesta de Todos los Santos.

En la primera lectura el Apocalipsis describe a los santos como los mártires que entregaron sus vidas en lugar de dejar su fe.  Corresponde en las bienaventuranzas del evangelio hoy a los perseguidos por causa de la justicia.  Puede parecer a nosotros como sólo una experiencia de los tiempos antiguos.  Pero la verdad es que muchos están perseguidos hoy por la fe.  Sólo tenemos que recordar el video hecho por el Estado Islámico hace seis meses.  Aun se puede decir que el número de cristianos martirizados anualmente hoy día sobrepasa aquel de la antigüedad.

Después de que se dio a los cristianos la libertad religiosa en el curato siglo apareció otro tipo de santo: aquellas personas que entraron al desierto para dedicarse a la oración.  Tomaron en serio la cuarta bienaventuranza en que el Señor llama “dichosos” aquellos que tienen hambre y sed de la justicia.  Se puede pensar en este seguimiento los que han escogido la vida religiosa.  Aunque los religiosos y las religiosas no experimenten la pobreza hoy como antes, todavía conoce la soledad más fuerte que sus contrapartes laicales.

En el siglo catorce los laicos descubrieron su propio modo para llegar a la santidad.  Fue un tiempo de disgusto con la corrupción en la Iglesia.  Algunos reformadores rechazaron los votos religiosos para vivir en comunidades sencillas.  Su espiritualidad se encuentra en el libro llamado La imitación de Cristo que queda a la venta el día hoy.  Esta obra destaca la humildad de la tercera bienaventuranza y la pureza de corazón de la sexta como virtudes para cultivarse.

Más recientemente hemos considerado el servicio como la avenida a la santidad.  Alzamos como santos gentes como la americana Dorothy Day.  Ella era socialista hasta que se convirtió al catolicismo como joven.  Desde entonces se dedicó al cuidado de la gente pobrísima por el resto de su vida larga.  Manifestó al pueblo americano la quinta bienaventuranza, “’Dichosos los misericordiosos…’” Viendo a los necesitados como ellos mismos ante Dios, les responden con el mismo favor que piden de Dios Padre.

Hay otras maneras para llegar a la santidad.  Pero todas brindan la cualidad recalcada en la segunda lectura de la primera carta de San Juan.  Para ser santos tenemos que exhibir el amor de Dios Padre.  Este amor es mucho más grande que el amor de que se escucha en la radio.  Pues no busca nada por sí mismo sino todo por el bien del otro.  Que terminemos la lista de las bienaventuranzas describiendo el amor divino.  El amor de Dios se hace pobre, la primera bienaventuranza, como el Hijo de Dios se hizo hombre.  Imitamos esta pobreza cuando no olvidamos a agradecer a Dios por toda cosa que recibimos.  También el amor de Dios llora por la violencia experimentada en el mundo, la segunda bienaventuranza.  Pero no se da por vencido en el trabajo para la paz, la séptima. 

Ahora celebramos a todos los santos de la Iglesia.  Los brindamos como modelos para ser imitados.  A la vez les pedimos que recen por nosotros.  Pues necesitamos la gracia de Dios para ser incluidos en su compañía. 

El domingo, 25 de octubre de 2015



Trigésimo Domingo Ordinario

(Jeremías 31:7-9; Hebreos 5:1-6; Marcos 10:46-52)



En una película cinemática el comandante sabe que está llevando sus tropas en una misión dificilísima.  Tienen que atacar una fortaleza bien defendida por el enemigo. El líder marcha con la bandera en mano alentando a sus tropas al heroísmo.  Así podemos ver a Jesús subiendo a Jerusalén en el evangelio hoy.  Pero antes de que lleguen a la ciudad, encuentran a un hombre que muestra el significado del evangelio entero.

El hombre es ciego.  No puede ver, al menos exteriormente.  Sin embargo, tiene la vista interior.  Esta vista le capacita a reconocer a Jesús como el mesías.  Grita: “’Jesús, hijo de David, ten compasión de mí’”.   Es lo que todos nosotros deberíamos estar pidiendo.  Pero desgraciadamente la mayoría de nosotros somos más como Santiago y Juan en el evangelio del domingo pasado.  Nos preocupamos por los puestos altos, no tanto en el cielo sino en la tierra.  Porque no nos damos cuenta de esta codicia, no reconocemos la necesidad para recorrer al mesías.  Simplemente dicha, la oración no nos importa tanto.  Para el ciego Bartimeo, el caso es lo contrario.  La petición a Jesús, el ungido de Dios, es su única esperanza.  Repite su petición con aún más fervor.

Por supuesto Jesús la oye.  Parándose le llama a Bartimeo a presentarse.  Él quiere que este hombre lo siga.  Va a demostrar su poder para que obtenga a otro discípulo.  En el proceso va a enseñarnos que también somos llamados al discipulado.

Jesús no tiene que tocar a Bartimeo ni bendecirlo para curarlo.  Como él mismo dice, su fe lo ha salvado.  Bartimeo ha demostrado la capacidad de ver interiormente con mucha claridad.  Esto es la esencia de la fe: el reconocimiento de Dios en el mundo donde las sensaciones físicas sobreabundan. Como prueba de esta vista interior, se le permite a ver exteriormente también. 

Sin embargo, la fe que salva va más allá que reconocer a Jesús como el mesías o aun como Dios.  Tenemos que aprender sus modos y ponerlos en práctica.  Una vez curado Bartimeo ve la necesidad de profundizar la fe con el discipulado.  En lugar de celebrar el recibimiento de la vista, él sigue a Jesús en el camino a Jerusalén.  Va a ver a Jesús entregarse totalmente por el mundo entero.  Junto con los otros discípulos Bartimeo aprenderá que la fe termina en el servicio por los demás.

No nos faltan oportunidades para practicar este tipo de servicio.  Cuando ayudamos a un pariente que ha perdido su memoria a Alzheimer, mostramos la fe que salva.  Cuando prestamos una mano en la lucha contra aborto, nos ponemos al lado de Jesús.  Cuando escribimos a un condenado en la prisión, es Jesús con quien comunicamos. 

En el hemisferio norteño los días se ponen fríos.  Se ven las hojas cayendo de los árboles.  Se amontonan en el suelo como muchas oportunidades perdidas.  Forman un recordatorio de las sensaciones físicas que la vida no dura para siempre.  Ya es tiempo para ver con la vista de la fe.  Ya es tiempo para hacernos discípulos de Jesús.  Ya es tiempo para servir como él a los demás.   

El domingo, 18 de octubre de 2015

EL VIGÉSIMO NOVENO DOMINGO ORDINARIO

(Isaías 53:10-11; Hebreos 414-16; Marcos 10:35-45)

Todos nosotros estuvimos horrorizados con la noticia.  Hace dos semanas aviones de los Estados Unidos bombearon un hospital en Afganistán.  Veintidós personas se quedaron muertas.  Después de sentirnos el ultraje queríamos preguntar: ¿por qué?  Si fue un ataque deliberado, nos interesaría el motivo. Preguntaríamos: ¿por qué la fuerza militar más avanzada del mundo apuntó una institución del bienestar? Si fue un error, nuestra pregunta es aún más inquietante: ¿por qué Dios permitiría la destrucción de tantas gentes de buena voluntad?  Hemos regresado a la crítica primordial de los escépticos.

En faz de una atrocidad como el genocidio en Ruanda o una calamidad como el tsunami en el Océano Indiano, la gente siempre ha dudado la existencia de un Dios justo.  Los teólogos proponen varias defensas para ayudarnos seguir creyendo.  Una es que los acontecimientos malos resultan como castigo para el pecado humano.  Otra es que vienen por el libre albedrio que el hombre abusa.  Aún otra es que en el plan de Dios el sufrimiento iniciará un mayor bien. 

Tan suficientes que sean estas defensas de Dios, no superan la respuesta transmitida en las lecturas de la misa hoy.  Dice la segunda lectura de la Carta a los Hebreos que el Hijo de Dios vino al mundo para compartir en los dolores humanos.  De hecho, él aguantó aún más indignidad que nosotros. Pues aunque era inocente de todo crimen, él sufrió el suplicio del criminal más despreciable.  Quizás esta explicación no satisfaga la mente, pero alivia el corazón.  Todos sabemos que la vida puede ponerse dura.  Para algunos les parece como una lucha continua.  Ya nos damos cuenta que nuestro sufrimiento no es necesariamente la recompensa de nuestra culpa.  Pues Jesucristo, tan bueno como la lluvia regando el campo, también conoce el dolor. 

El Hijo vino al mundo en primer lugar para anunciar el amor de Dios.  Quería servir a la humanidad por mostrar el afecto del Padre con curas, perdones, e invitaciones.  Siempre tenía paciencia con la gente como muestra a Santiago y Juan en el evangelio.  Después de pasar mucho tiempo con Jesús estos dos deberían saber que no le importa preguntas como quienes tienen los puestos más altos en el cielo.  Sin embargo, le piden que se los conceda a ellos mismos.  Jesús no les reprocha por la despliegue de la ambición.  Más bien, la convierte en un momento de profundización.  Les pregunta si pueden sufrir la prueba que él va a soportar.  Cuando dicen que sí, les confirma la invitación a servir junto con él.

Se nos extiende esta misma invitación.  Estamos llamados a servir a los demás por vivir el amor en nuestras vidas diarias.  Un modo palpable de llevar a cabo esta misión es sufrir sin quejarse.  Hay personas con cáncer consumiendo sus huesos que dicen que su dolor no es nada en comparación a lo de Jesús.  Cuando nosotros mostramos tal fortaleza, la gente comienza a pensar.  Dándose cuenta de nuestra fe, quieren conocer de dónde viene su fuerza.  Se preguntan a sí mismos si no podrían vivir con tal paz más cerca del Señor. 

Tan bueno que sea ayudar a los demás profundizar su relación con el Señor, Jesús nos invita a contribuir un aporte aún más profundo.  La Carta a los Colosenses tiene a Pablo diciendo: “…me alegro en medio de mis sufrimientos por ustedes, y voy completando en mí mismo lo que falta de las aflicciones de Cristo, en favor de su cuerpo, que es la iglesia” (Colosenses 1,24).  Esto significa que nuestro sufrimiento supera ser meramente ejemplos de la gracia de Cristo.  Más bien, participamos directamente en su eficaz. Es posible porque por el bautismo somos unidos con Cristo.  Nos hemos hecho en su cuerpo de modo que lo bueno que hagamos y lo malo que suframos se acrediten como dignos de la salvación del mundo.


El padre Horace McKenna sirvió como cura jesuita en el barrio de Washington.  Por haber ayudado a los indigentes por años ganó la fama como “amigo de los pobres”.  Mostró su preocupación particularmente una noche.  Como anciano de casi ochenta años dejó la rectoría para dormir en el refugio para los desamparados.  Quería conocer sus experiencias y sufrir sus dolores.  Sí, fue sólo una experiencia breve.  A lo mejor su superior no le habría permitido pasar más tiempo en las calles.  Pero sirve como ejemplo de la gracia del Hijo de Dios.  Él hizo posible que nuestro dolor sea convertido en algo profundamente valioso por haberlo aceptado como lo suyo.  Él ha aceptado nuestro dolor como lo suyo.

El domingo, 11 de octubre de 2015



EL VIGÉSIMO OCTAVO DOMINGO ORDINARIO

(Sabiduría7:7-11; Hebreos 4:12-13; Marcos 10:17-30)

Hay un mito de la antigüedad que puede ayudarnos entender el evangelio hoy.  Según el mito, un diosito griego promete al rey Midas cualquier cosa que desee. El rey escoge que cada cosa que toque se convierta en oro.  Concedido su deseo, el rey Midas inmediatamente tiene oro en todos lados.  Entonces descubre la tontería de su deseo.  Pues no puede ni probar comida sin que ella también haciéndose oro.

El hombre del evangelio ya tiene una fortuna.  No se dice cómo ganó tanto dinero, pero evidentemente es una persona industriosa.  Pues pregunta a Jesús lo que él tiene que hacer para alcanzar la vida eterna.  Sin embargo, la vida eterna no es cosa que pueda ganar una vez.  Más bien, viene tan lento como el crecimiento de un roble con la vida entregada al Señor.  Como se dice, no es asunto de hacer sino de ser.  De todos modos el hombre no es dispuesto a dejar sus riquezas para hacerse discípulo de Jesús. Como en el caso del rey Midas, el oro lo tiene tan atado que no pueda conseguir lo que vale lo máximo. 

No obstante, Jesús lo mira con amor.  Pues, sabe que el hombre es serio en la búsqueda del Reino.  Jesús le pide que lo siga para que se llene de la felicidad.  Pero como se lo retrata en pinturas de la escena famosa del Apocalipsis, Jesús sólo puede tocar la puerta.  Porque no tiene perilla, el otro tiene que abrirle la puerta si va a tener a Jesús como compañero. Como al rico, Jesús invita a cada uno de nosotros a seguirlo.  Pero no va a imponerse a nosotros tampoco.  Nosotros tenemos que abrirle la puerta.

¿Es necesario que la persona siempre venda sus pertenencias para alcanzar la vida feliz?  No, no es así en todos casos.  Aunque Jesús indica que es dificilísima, reconoce la posibilidad que los ricos también entren el Reino.  Un sabio dijo: “No dejes que tu dinero se alce más alto que tu bolsillo.  Pues puede entrar tu cabeza a arruinarla”.  Las riquezas no son malas en sí.  En varios casos los ricos se aprovechan de sus tesoros para socorrer a los necesitados.  Pero pueden desviarnos del camino de la justicia.  Como la vista de un conejo llevará del sendero un perro de caza, así el dinero puede distraernos de Dios. 

La segunda lectura nos recuerda de la necesidad de tomar en serio la palabra de Dios.  Dice que es más tajante que una espada.  Pero su filo no corta salchicha sino penetra nuestros adentros.  Nos revela como dignos o no de la vida eterna.  Hay que recordar los cuatro p: el placer, el poder, la plata, o el prestigio.  Si vivimos con corazón puesto en uno de ellos, la palabra de Dios nos revelará como faltando la justicia.  Pero si nos entregamos a los modos del Señor, entonces la misma palabra va a indicar otra cosa.  Va a mostrarnos al mundo como discípulos verdaderos de Jesús.  Va a mostrarnos como dignos de la vida eterna.