El domingo, 18 de octubre de 2015

EL VIGÉSIMO NOVENO DOMINGO ORDINARIO

(Isaías 53:10-11; Hebreos 414-16; Marcos 10:35-45)

Todos nosotros estuvimos horrorizados con la noticia.  Hace dos semanas aviones de los Estados Unidos bombearon un hospital en Afganistán.  Veintidós personas se quedaron muertas.  Después de sentirnos el ultraje queríamos preguntar: ¿por qué?  Si fue un ataque deliberado, nos interesaría el motivo. Preguntaríamos: ¿por qué la fuerza militar más avanzada del mundo apuntó una institución del bienestar? Si fue un error, nuestra pregunta es aún más inquietante: ¿por qué Dios permitiría la destrucción de tantas gentes de buena voluntad?  Hemos regresado a la crítica primordial de los escépticos.

En faz de una atrocidad como el genocidio en Ruanda o una calamidad como el tsunami en el Océano Indiano, la gente siempre ha dudado la existencia de un Dios justo.  Los teólogos proponen varias defensas para ayudarnos seguir creyendo.  Una es que los acontecimientos malos resultan como castigo para el pecado humano.  Otra es que vienen por el libre albedrio que el hombre abusa.  Aún otra es que en el plan de Dios el sufrimiento iniciará un mayor bien. 

Tan suficientes que sean estas defensas de Dios, no superan la respuesta transmitida en las lecturas de la misa hoy.  Dice la segunda lectura de la Carta a los Hebreos que el Hijo de Dios vino al mundo para compartir en los dolores humanos.  De hecho, él aguantó aún más indignidad que nosotros. Pues aunque era inocente de todo crimen, él sufrió el suplicio del criminal más despreciable.  Quizás esta explicación no satisfaga la mente, pero alivia el corazón.  Todos sabemos que la vida puede ponerse dura.  Para algunos les parece como una lucha continua.  Ya nos damos cuenta que nuestro sufrimiento no es necesariamente la recompensa de nuestra culpa.  Pues Jesucristo, tan bueno como la lluvia regando el campo, también conoce el dolor. 

El Hijo vino al mundo en primer lugar para anunciar el amor de Dios.  Quería servir a la humanidad por mostrar el afecto del Padre con curas, perdones, e invitaciones.  Siempre tenía paciencia con la gente como muestra a Santiago y Juan en el evangelio.  Después de pasar mucho tiempo con Jesús estos dos deberían saber que no le importa preguntas como quienes tienen los puestos más altos en el cielo.  Sin embargo, le piden que se los conceda a ellos mismos.  Jesús no les reprocha por la despliegue de la ambición.  Más bien, la convierte en un momento de profundización.  Les pregunta si pueden sufrir la prueba que él va a soportar.  Cuando dicen que sí, les confirma la invitación a servir junto con él.

Se nos extiende esta misma invitación.  Estamos llamados a servir a los demás por vivir el amor en nuestras vidas diarias.  Un modo palpable de llevar a cabo esta misión es sufrir sin quejarse.  Hay personas con cáncer consumiendo sus huesos que dicen que su dolor no es nada en comparación a lo de Jesús.  Cuando nosotros mostramos tal fortaleza, la gente comienza a pensar.  Dándose cuenta de nuestra fe, quieren conocer de dónde viene su fuerza.  Se preguntan a sí mismos si no podrían vivir con tal paz más cerca del Señor. 

Tan bueno que sea ayudar a los demás profundizar su relación con el Señor, Jesús nos invita a contribuir un aporte aún más profundo.  La Carta a los Colosenses tiene a Pablo diciendo: “…me alegro en medio de mis sufrimientos por ustedes, y voy completando en mí mismo lo que falta de las aflicciones de Cristo, en favor de su cuerpo, que es la iglesia” (Colosenses 1,24).  Esto significa que nuestro sufrimiento supera ser meramente ejemplos de la gracia de Cristo.  Más bien, participamos directamente en su eficaz. Es posible porque por el bautismo somos unidos con Cristo.  Nos hemos hecho en su cuerpo de modo que lo bueno que hagamos y lo malo que suframos se acrediten como dignos de la salvación del mundo.


El padre Horace McKenna sirvió como cura jesuita en el barrio de Washington.  Por haber ayudado a los indigentes por años ganó la fama como “amigo de los pobres”.  Mostró su preocupación particularmente una noche.  Como anciano de casi ochenta años dejó la rectoría para dormir en el refugio para los desamparados.  Quería conocer sus experiencias y sufrir sus dolores.  Sí, fue sólo una experiencia breve.  A lo mejor su superior no le habría permitido pasar más tiempo en las calles.  Pero sirve como ejemplo de la gracia del Hijo de Dios.  Él hizo posible que nuestro dolor sea convertido en algo profundamente valioso por haberlo aceptado como lo suyo.  Él ha aceptado nuestro dolor como lo suyo.

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