El domingo, 30 de mayo de 2010

LA SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

(Proverbios 8:22-31; Romanos 5:1-5; Juan 16:12-15)

El americano quedaba en una clínica enfermo con malaria. A su par un niño, oriundo del país, no cesaba hablar con su nuevo amigo. El muchacho, que era musulmán, preguntó al hombre, “¿Por qué ustedes creen que Jesús es Dios? ¿Cómo un hombre puede ser Dios? Sólo existe un Dios – Alá”. El hombre estaba tan agotado por las escalofrías de la enfermedad que no podía discutir el tema. Tampoco sentía tan seguro de su doctrina para hablar con sensatez. Además, supo que nadie podría convencer a su compañero vivo de la posibilidad que Dios y Jesús sean uno.

Por supuesto, decir que Jesús es igual con Dios Padre no expresa la fe en la Santísima Trinidad. Según la creencia de la Iglesia, con estos dos co-existe un tercer asociado, el Espíritu Santo. Sabemos de los tres de las Escrituras. No estaríamos muy desatinados si estuviéramos a decir que el Antiguo Testamento relata la historia de Dios Padre; los evangelios, la de Dios Hijo; y los Hechos de los Apóstoles, la del Espíritu. Sin embargo, no deberíamos considerar a estos tres como personas que compartan la misma naturaleza divina como Barack Obama, Benedicto XVI, y Aung San Suu Ky de Myanmar son tres personas compartiendo la misma naturaleza humana. Como se ha dicho, el Padre posee toda la naturaleza divina; el Hijo posee toda la naturaleza divina; y el Espíritu posee toda la naturaleza divina. La única cosa que diferencia a los tres es la relación entre sí. Llamamos a Dios “Padre” porque Él da origen a todos, más particularmente a Su Hijo unigénito. Este Hijo, que conocemos como Jesucristo, no se engendró en tiempo sino eternamente de modo que ha existido con Dios Padre desde siempre. El Hijo llegó al mundo para cumplir y perfeccionar la revelación de Dios a nosotros. No la revelación sino nuestra comprensión sigue desarrollándose con la ayuda del Espíritu Santo que procede de Dios Padre y Dios Hijo. También es eterno y puede estar en todas partes con todos hombres y mujeres a todos tiempos precisamente porque es espíritu.

En lugar de tratar de comprender cómo puede ser Dios tres y uno, sería mejor si consideramos la Trinidad como nuestra esperanza y, por eso, como modelo para nuestras vidas. Dios no es una entidad solitaria sino una comunión de amor (I Juan 4:16). Este amor rebosa a nosotros de modo que se nos invite a compartir en la comunión. Nos hacemos participantes por nuestra recepción del cuerpo y la sangre de Cristo. La santa Comunión infunde el amor de Dios en nuestras almas haciéndonos también participantes en la eternidad. Capacitados así, imitamos a la Trinidad por salir, como el Hijo y el Espíritu, a otros tratándoles con el mismo amor.

Se puede señalar el significado de la Trinidad por una mujer de edad indeterminada que se encontró hace poco parada en el rincón de un templo. No se podía decir cuantos años ella tenía porque era de sólo setenta centímetros de estatura. Su condición era como la de un monstruo, pero no su comportamiento. Se condujo como hija viva de Dios irradiando el amor de la Santísima Trinidad. A la ritual de la paz ella salió del rincón abrazando o sacudiendo la mano de todos en su alcance. En el momento de la santa comunión recibió el cuerpo y la sangre de Cristo con la reverencia de Benedicto XVI. Ella ha llegado a la comprensión que es amada por Dios en cuya comunión se han integrado. Ella ha realizado la esperanza de la Santísima Trinidad.

El domingo, 23 de mayo de 2010

PENTECOSTÉS, el 23 de mayo de 2010

(Hechos 2:1-11; I Corintios 12:3-7.12-13; Juan 14:15-16.23-26)

Recuerdas la historia. Viene de los Hechos de los Apóstoles. En uno de sus viajes misioneros san Pablo encuentra a un grupo de discípulos de Jesús. Les pregunta si han recibido al Espíritu Santo. Responden cortantemente, “Ni siquiera habíamos oído del Espíritu Santo”. Ninguno de nosotros podría dar la misma respuesta. Pues invocamos el nombre del Espíritu Santo cada vez que nos persignamos. Pero, ¿sería injusto decir que pocos de nosotros tengan un aprecio adecuado del Espíritu Santo? Hoy, la fiesta de Pentecostés, es un tipo de celebración del Espíritu Santo. Que reflexionemos un poco sobre quién es el Espíritu Santo y qué hace por nosotros.

El Espíritu Santo tiene que ver con la relación entre Dios Padre y Dios Hijo. Es como el concepto con que el Padre ha generado al Hijo desde siempre y el fervor con que lo ha amado. En la lectura de los Hechos hoy el Espíritu desciende sobre los discípulos de Jesús como la misma argolla de luz a la mente y del fervor al amor. La lengua de fuego perfectamente señala Su efecto. Primero, el Espíritu alumbra las mentes de los discípulos para comprender la redención merecida por la muerte, resurrección, y ascensión de Jesús. Segundo, mueve sus corazones para compartir la nueva comprensión como la gracia salvante al pueblo de Jerusalén.

El Espíritu Santo también funciona por nosotros diariamente. Nos da la capacidad para superar los desafíos que se nos burlen de nosotros. Con el Espíritu podemos dejar de beber si somos alcohólicos o dejar de fumar si somos adictos de tabaco; aun podemos cambiar nuestra dieta si tenemos problema con el peso. Como la luz de la mente, el Espíritu Santo nos asegura que somos amados por Dios. A menudo metemos en los vicios, que incluyen una dieta de 2700 calorías, con la idea errónea que somos dueños de nuestros cuerpos con el derecho para tratarlos como nos dé la gana. Sin embargo, la verdad es que pertenecemos a Dios, como niños a sus padres. Dios quiere que seamos sanos y fuertes para que tengamos lo verdaderamente mejor de la vida. Este hecho debería ser suficiente para persuadirnos a dejar las sustancias nocivas. Sin embargo, nos queda más, mucho más.

El Espíritu Santo nos llena del amor para que cuidemos a nosotros mismos. Eso es, nos inculca la templanza para soltar los vicios y la fortaleza para hacerlo cuando es difícil. Una vez un hombre prometió a su secretaria dos cientos dólares si ella dejaría cigarrillos. Puso sólo una condición: si ella resumiría a fumar dentro de un año, tendría que devolverle a él doble la cantidad. Después de dos años la mujer aún no fumaba. El hombre está convencido que ella tuvo éxito porque lo quería hacer. Eso es, era por el amor propio (pero legítimo) que dejó de fumar.

A veces es el amor para otras personas, proveído por el mismo Espíritu, que nos causa a actuar proezas. En un cine un alcohólico, casi desesperadamente tomado preso por la bebida, se encuentra con una viuda joven con hijo. La pequeña familia lo llena con el deseo de arrepentirse. El hombre experimenta una contrariedad cuando la muerte de su hija en un accidente lo sacude como un terremoto de ocho grados. Pero el amor para la mujer y su hijo le mantiene en el camino recto. En esta historia el papel del Espíritu Santo se hace patente cuando el hombre se somete al bautismo.

Ya no hablamos mucho de nuestro amor para Dios. Pues, el amor de Dios para nosotros lo sobrepasa como una sinfonía de Mozart supera el chillido de un pito. Sin embargo, podemos y debemos demostrar nuestro amor para Dios, posibilitado por el mismo Espíritu Santo, con actos penitenciales. Particularmente si tenemos problemas con el peso, podemos rebajar nuestro consumo de grasas y carbohidratos como los adultos católicos hacían hace cincuenta años durante la Cuaresma. Encargados con la esperanza de ser servidores de Dios más eficaces, seguimos la dieta estricta sin caer en la trampa de vanidad.

No somos dueños de nuestros propios cuerpos. San Pablo dice que hemos sido comprados por Dios a un precio caro. ¿Dos cientos dólares o, posiblemente, dos cientos mil? No mucho más – Su propio hijo. Por este hecho no quedamos pobres. Al contrario, el intercambio nos deja con el premio más precioso de todo. Hemos recibido la argolla de luz y del fervor. Hemos recibido al Espíritu.

El domingo, 16 de mayo de 2010

LA ASENSIÓN DEL SEÑOR

(Hechos 1:1-11; Efesios 1:17-23; Lucas 24:46-53)

Un liberal -- dice el conservador -- es persona cuyos intereses no están en juego al momento. Y un conservador -- según el liberal -- es persona que se siente y piense, pero mayormente se siente. Por mucho tiempo ha habido una rivalidad entre los liberales y los conservadores, aun en la Iglesia. Pero sólo recientemente se ha notado tanta hostilidad entre los dos grupos que desdeñen al uno y otro. Es tan seria la situación que el anterior General Superior de los jesuitas ha aconsejado que no usáramos estos términos y el anterior Maestro General de los dominicos ha inventado nuevos términos para que el diálogo pueda avanzar con calma. En la primera lectura hoy se encuentran algún apoyo y alguna crítica para los dos tipos de discípulos de Cristo.

Los discípulos preguntan a Jesús si ya está para establecer su reino. La pregunta es sólo lógica porque Jesús hablaba mucho del reino y porque con su muerte y resurrección, Dios lo ha señalado como el Mesías. La pregunta muestra la misma inquietud que tenemos al principio del Adviento cuando pedimos a Cristo que venga en su gloria. También refleja los gemidos de aquellas gentes que viven en la precaria – los refugiados en Sudán, los desamparados en Haití, en una manera los desempleados en nuestro propio país. Cantan al unísono, “¿Cuando vas a venir para salvarnos, Señor?”

Desafortunadamente no hay respuesta exacta para los que sufren hoy, ni para los discípulos de Jesús en la ocasión de su ascensión. Jesús responde al interrogante, “A ustedes no les toca conocer el tiempo y la hora que el Padre ha determinado con su autoridad…” Tal vez los escépticos escucharán esta respuesta como una evasión de la pregunta. Podemos imaginarlos diciendo, “Jesús no sabe la respuesta porque no es Dios”. Sin embargo, Jesús indica su motivo para no revelar el día de su venida como rey en la próxima frase.

Dice que dentro de poco los discípulos recibirán el Espíritu Santo para llevar a cabo la evangelización. Ellos tendrán que dar testimonio de Jesús “hasta los últimos rincones de la tierra”. El Espíritu los convertirá de interesados a apasionados; de discípulos a apóstoles; de estudiantes a maestros. El cargo no es sólo para los doce ni sólo para los obispos, sacerdotes, y religiosas hoy sino para todos. Todos nosotros hemos que predicar el evangelio y, como se atribuye a san Francisco, si es necesario, somos de usar palabras. En el funeral reciente de un hombre de negocio una persona dijo que el difunto no tenía ninguna vergüenza declararse como católico. Otra relató como una vez el hombre dio más dinero a las escuelas católicas que se le pedió. Todos nosotros podemos dar testimonio como este hombre: identificarnos como creyentes en Jesús y aportar los servicios apostólicos.

Sin embargo, puede ser que nuestros intentos a dar testimonio no correspondan con las enseñanzas de Jesús. Particularmente cuando consideramos el Reino como nuestro proyecto, estamos inclinados a ignorar la guía del Señor. Esta tendencia liberal se manifiesta cuando un político defiende el aborto como un mal permisible o cuando un sacerdote celebra la misa según sus propios antojos. Jesús nos dice que el Reino es “de Dios”. Aunque es recomendable que los liberales actúen para mejorar el mundo, tienen que recordar que son embajadores del Señor siempre bajo Sus órdenes.

Al otro lado, hay los conservadores que prefieren a orar mucho más que actuar. ¿Quién aquí en la misa negaría el valor de la oración? Sin embargo, tenemos que tomarse al pecho las palabras de los ángeles: “Galileos, ¿qué hacen allí parados, mirando al cielo?” Hay mucho trabajo para hacerse, mucho testimonio para darse. Aun los monjes y monjas tienen que servir a uno y otro en el amor mientras oran por el mundo.

Se celebró la fiesta de hoy, la Ascensión, en algunos lugares al jueves pasado, el día cuarenta después de la resurrección. En una acción liberal hace unos cuarenta años el papa permitió que los obispos pusieran la fiesta en el día más idóneo a las necesidades de la gente en sus lugares. Así la Iglesia nos ha dejado un modelo para nuestras actividades: que seamos liberales para actuar en favor de la gente y conservadores para hacerlo siempre bajo la guía de la Iglesia.

El domingo, 9 de mayo de 2010

EL VI DOMINGO DE PASCUA

(Hechos 15:1-2.22-29; Apocalipsis 21:10-14.22-23; Juan 14:23-29)

Una balada norteamericana cuenta de Mateo. Es tío del compositor. Mateo vino a vivir con la familia del compositor en Kansas después que un tornado lo despojó de su propia familia y granja. Dice el compositor que Mateo era más que un pariente a él; se hizo amigo que lo guió a un aprecio más profundo de la vida. Termina la balada por decir que para Mateo el gozo era sólo el fundamento de la vida; el amor, sólo la manera de vivir y morir; el oro, sólo el color de un campo de trigo; y azul, sólo el cielo estival. En el evangelio hoy Jesús nos promete una amistad semejante o, más bien, una amistad más beneficiosa aun.

Dice Jesús que él y su Padre posarán en aquella persona que cumpla su palabra. “¿Por qué querríamos que Dios viva en nosotros?”, podemos preguntar. La respuesta es lo mismo si estuviéramos a preguntar, “¿Por qué querríamos estudiar en la universidad o casarse con una persona buena?” Tener a Dios con nosotros es conocer la verdad y experimentar el amor. Es vivir contento, satisfecho, agradecido. Una vez el gran primer ministro de Inglaterra Winston Churchill recordó a su amigo, el presidente estadounidense Franklin Roosevelt: “Encontrarse con él era como descorchar una botella de champaña y conocerlo era como beberla”. Tener a Dios como huésped nuestro nos da aún más satisfacción.

Jesús especifica lo que es tenerlo y su Padre como amigos -- es conocer la paz. Pero su concepto de la paz sobrepasa lo de nosotros. Como judío, para Jesús la paz no es simplemente el cese de combate o aún el retiro de armas. No, en la tradición hebreo la paz – el shalóm – es la plenitud o la perfección. Los hondureños dirían “macanudo” y los costarricenses, “pura vida”. Es cómo sentimos cuando todo nos va excelente, cuando no sentimos nada de culpa o de preocupación o de necesidad. La paz que Jesús nos ofrece es como regresar de la universidad a la cocina de mamá después de hartarnos comiendo del buffet y de desvelarnos estudiando con píldoras antisueño. Es probar su cocido hecho no solamente con el amor sino también con el tiempo para absorber los ricos sabores de la carne, de las verduras, y de las especies. Es escuchar sus dulces palabras de consuelo: “Descansa, mi hijo; has hecho tu mejor. Deja a Dios suplir el resto”.

Tal vez imaginemos que nuestra mamá sea más misericordiosa que Dios. Posiblemente ella se desilusione con nosotros si nos faltó a llamarla el domingo, pero jamás se nos quita el amor. Al otro lado, a veces Dios nos parece inflexible. ¿No es que Él nos quite la gracia si hacemos un pecado mortal? Pero ¿quién se le quita a quién la gracia? Cuando rehusamos a asistir a la misa dominical, nos apartamos de la luz para avanzar en este mundo de tinieblas. ¡Que no nos equivoquemos! El mandamiento de mantener santo el día del Señor – como todos los mandamientos – es una misericordia, no un castigo. Nos hace posible alcanzar al destino eterno que anhelamos desde el fondo de nuestro ser. Y cuando nuestros antojos nos desvían del camino, Dios siempre nos llama atrás por la conciencia. Es mejor que nuestra madre porque nunca nos consiente, nunca nos permite pensar que somos como muñecas perfectamente proporcionadas en todo.

“El ‘M’ es para las muchas cosas que me has dado; el ‘A’ significa sólo que anciana te has transformado…” escribe un predicador en su tributo anual para las madres. Es cierto; estamos infinitamente endeudados a nuestras madres. Sobre todo les debemos un profundo “muchas gracias” por presentarnos a Dios. El ‘D’ tiene que ser para Él. Dios nos refresca mejor que cualquier cocido. Nos enriquece más que campos de oro. Sí, madres, muchas gracias por presentarnos a Dios.