El domingo, 7 de julio de 2013

EL DECIMOCUARTO DOMINGO ORDINARIO

(Isaías 66:10-14; Gálatas 6:14-18; Lucas 10:1-12.17-20)


El cambio de clima nos afecta particularmente en el mes de julio.  Al menos es así en el hemisferio norteño.   Días de cuarenta grados centígrados – una vez raros – ya son tan comunes como cucarachas en el garaje.  Pero seguimos adelante llevando las botellas de agua a dónde vayamos.  Algunos tienen una inquietud semejante sobre la Nueva Evangelización.  Se escucha de ella hoy día  dondequiera la Iglesia se congregue.  Sin embargo, nos cuesta entender cómo nos afecta a nosotros. 

Recientemente el papa Francisco dijo: “Querría animar a la entera comunidad cristiana a ser evangelizadora, que no tenga miedo a ‘salir’ de sí misma para proclamar (el amor de Dios)….”  Quiere animarnos a hablar de nuestra fe porque a menudo consideramos la fe como asunto privado.  No es como nuestro equipo de fútbol cuya cachucha llevamos para estimular la plática.  Vemos cosa contraria en el evangelio hoy donde los setenta y dos discípulos aparentemente responden con ánimo a la petición de Jesús a anunciar el Reino de Dios. 

Pero no van a salir hasta que oren.  Rezan que Dios cambie a sí mismos de la preocupación de no tener bastante pan en el bolsillo para el almuerzo a la confianza que tendrán lo suficiente en cuanto cumplan su misión.  Cuando oímos de oraciones para los trabajadores de la cosecha, pensamos en las religiosas y los sacerdotes apoyando a la gente.  Es cierto que nos faltan vocaciones a la vida consagrada y el ministerio ordenado.  Pero deberíamos escuchar el llamado de Jesús como motivación de preguntar a Dios qué quiera que los laicos hagan para anunciar Su reino.  ¿Quiere que pongan un dicho de la Biblia como la “firma” en sus emails? O, tal vez quiere que hagan una fiestita en sus onomásticos para compartir la fe con sus compañeros.


Según el papa Francisco, más importante que los técnicos para anunciar el mensaje cristiano es nuestra voluntad de ser conducidos por el Espíritu Santo.  Pues, la Nueva Evangelización significa compartir el amor de Dios que es el Espíritu.  Estamos conducidos por el Espíritu Santo cuando sustituimos el deseo de impresionar a otras personas por la moda de nuestro vestido con el empeño de acudir a los sufridos con obras de solidaridad.  Una familia acaba de vender su casa de alto en las afueras de la ciudad para comprar una casita más cerca de la parroquia humilde donde da el culto.  Otras familias donan treinta y cinco dólares mensualmente a la Fundación Cristiana para los Niños y los Ancianos para apoyar a un niño muy pobre asistir a la escuela. En el evangelio Jesús recalca el abandonamiento al Espíritu Santo por enviar a sus misioneros sin dinero, morral, y sandalias.  Ni deberían buscar la casa donde les sirven pollo frito.  Más bien, han de aceptar la hospitalidad de quienquiera se les ofrezca.

Los misioneros tienen el mismo mensaje para todos: “Ya se acerca a ustedes el reino de Dios”.  Tienen que evitar ambas las recriminaciones hacia aquellos que los rechacen y la preferencia hacia aquellos que los acepten.  El anuncio mismo de la cercanía del reino servirá como consuelo a aquellos que lo busquen y advertimiento a los que lo eviten.  Nosotros misioneros contemporáneos tenemos que atenernos al mensaje.  No deberíamos andar hablando de la misericordia de Dios sólo a aquellos que se nos acojan sino también a aquellos que nos parezcan como antipáticos.

¿Qué es nueva de la Nueva Evangelización?  No es el mensaje; pues esto siempre será el amor o, si prefiere, el reino de Dios.  Ni es los evangelizadores que siempre han incluido tanto a los laicos como a las religiosas y los sacerdotes.  No, la nueva de la Nueva Evangelización es el modo en que tratamos a todos con palabras de aliento en Cristo y obras de servicio.  Es el modo en que tratamos a todos con el amor. 

El domingo, 30 de junio de 2013

EL DECIMOTERCER DOMINGO ORDINARIO

(I Reyes 19:16.19-21; Gálatas 5:1.13-18; Lucas 9:51-62)

Para mantener la lucha por los derechos civiles los negros de los Estados Unidos tuvieron un dicho. Les decían a uno y otro: “Guarden tus ojos en el premio”. El premio fue la dignidad de participar plenamente en la sociedad norteamericana. Era preciso que se fijaran en la meta porque había distracciones en todos lados, particularmente los rechazos que continuamente experimentaban. En el evangelio hoy encontramos a Jesús fijando sus ojos en la ciudad de Jerusalén. Una vez que hace la determinación de llegar allá, nada va a impedirle.


 Jesús ha discernido que es el mesías enviado por Dios Padre para establecer Su reino. Emprende el camino a Jerusalén porque allí reside el santuario santo a lo cual todas las naciones de la tierra acudirán para aprender la justicia. Así nosotros como ciudadanos del mundo hemos puesto nuestros ojos en una meta semejante. Vemos una sociedad basada en la dignidad de cada ser humano desde la concepción hasta la muerte natural. En este tiempo antes del Día de su Independencia particularmente los estadounidenses se dan a la reflexión en cómo realizarla.

 
Desgraciadamente encontramos a gentes que no comparten la visión. Algunos dirán que el derecho para la vida de los no nacidos depende de la voluntad de sus madres. Otros piensan que los pobres deben conseguir el cuidado médico por sus propios medios. Nos cuesta aguantar estos planteamientos que tratarían a los seres humanos más vulnerables como si fueran desechables. Tal vez quisiéramos reaccionar a gentes llevando estas ideas con gritos e insultos. Santiago y Juan se comportan con aun más reivindicación en el evangelio. Cuando se dan cuenta que una aldea de samaritanos no quiere aceptar a Jesús, piden el permiso de Jesús a ponerla fuego.

 

Por supuesto, Jesús no tolera tal indignación. Sabe que Dios ha creado a todos con una conciencia donde resuena su voz. De hecho, en tiempo los samaritanos serán entre los primeros no judíos para aceptar a él como Señor. Así debería ser nuestro talante hacia aquellos que se opongan al concepto amplio de la dignidad humana. Aunque algunos pueden ser gente mezquina aun cruda, muchos de ellos tienen preocupaciones legítimas. Las mujeres saben qué difícil es llevar aun bebitos sanos al nacimiento. Asimismo, un servicio médico que proveerá tratamiento de primera clase a todos los habitantes de la nación va a volver tenso el sistema económico. En cuanto que se puede, nos falta dialogar con ellos de la obligación de cuidar las vidas de los más vulnerables, no destruirlas ni pasar por alto su bienestar.


Siempre vamos a tener a compañeros que quieren hacer excepciones del principio de la dignidad humana. Dirán que hay casos extremos como el embarazo amenazando la vida de la mujer donde sea permisible el aborto. Sí, nos tocan el corazón estos casos como nos parece razonables las peticiones de aquellos en el evangelio que quieren despedirse de sus familias antes de seguir a Jesús. Sin embargo, Jesús insiste que pongamos el Reino de Dios primero. Pero no es que piense que la familia tenga poca importancia. Al contrario, Jesús sabe que cuando cuidamos el orden propio con las exigencias de Dios como nuestra mayor preocupación, vamos a servir a todos mejor. Es lo que ha pasado con muchas religiosas en los últimos cincuenta años. Ellas dejaron a sus familias en su juventud pero han podido volver a sus padres ancianos dándoles toda la ayuda necesaria. De igual manera tendremos que buscar el mejor cuidado médico posible para asegurar que las mujeres con problemas de salud den a luz a sus bebitos sin perjudicar a sí mismas.


 
A través del país, los norteamericanos están esperando los cuetes del cuatro de julio. Cada ciudad va a dar un espectáculo de fuego para celebrar el nacimiento de la nación. Es sólo justo por un pueblo basado en los principios del derecho de la vida y de la justicia para todos. Es nuestra obligación como discípulos de Jesús de recordarles a todos que no se olviden estos principios en los casos de los no nacidos y los más pobres. Como sus discípulos debemos recordarles que no olviden a los no nacidos y los pobres.

El domingo, 23 de junio de 2013

EL DUODÉCIMO DOMINGO ORDINARIO

(Zacarías 12:10-11.13.1; Gálatas 3:26-29; Lucas 9:18-24)


Hay un cuento del papa Juan Pablo II a la vez edificante e irreverente.  Un día, cuando estaba bastante atrasado, el cortejo papal venía por un sendero.  El encargado del programa vio la puerta de una capilla abierta con el Santísimo expuesto.  El hombre rápidamente dirijo a su ayudante que fuera adelante para cerrar la puerta. Explicó que si el papa viera el Santísimo, querría orar dejando el grupo aún más atrasado.  Aún más que el querido papa Juan Pablo, Jesús puede estar en diálogo con Dios Padre por horas.  En el evangelio hoy lo encontramos emergiendo de un tal período de oración con su mente bien decidida.

Jesús va a hacer algo significativo.  ¿Cómo se sabe? Pues siempre en el evangelio según san Lucas la oración inicia una nueva etapa de su ministerio. El Espíritu Santo desciende sobre él cuando está en oración después de su bautismo.  Escoge a sus apóstoles después de orar.  Y, por supuesto, ora la noche antes de su crucifixión.  Ahora va a revelar exactamente quién es y lo que va a hacer como ha discernido en la oración.  Hoy en día los jóvenes consultan a Google cuando tienen preguntas sobre la identidad de alguna persona.  Piensan que el Internet contiene todo lo que vale, particularmente en cuanto a la religión.


Según los servicios de información en el Internet, Jesús fue un maestro de Galilea hace dos mil años.  Enseñó que ha venido el reino de Dios que llama una respuesta del amor tanto al prójimo como a Dios mismo.  Estas fuentes de información dejan indeterminada la relación entre Jesús y Dios.  Por lo general quieren identificar a Jesús como un profeta del mismo rango de Mahoma o Mahatma Gandhi. En el evangelio, los discípulos de Jesús dicen que la gente lo considera con un concepto semejante.  Para las multitudes Jesús es Elías o Juan el Bautista –  eso es, el precursor del Mesías que merece el respeto pero no el compromiso total. 

Al ser preguntados, los mismos discípulos reconocen a Jesús de otra manera.  Pedro responde de parte del grupo afirmando a Jesús como “el Mesías de Dios”.  Eso es, Dios ha escogido a Jesús para restaurar Su reino de justicia y amor.  Así, como un jefe de médicos actuando un trasplante de corazón, Jesús quiere la cooperación de parte de todo su seguimiento para llevar a cabo este plan de Dios Padre.  Nosotros, que acudimos la Iglesia todo domingo, hemos integrado en su compañía.  Tanto como los apóstoles, nosotros tenemos un papel en el nuevo reino.

Los jóvenes van a preguntarnos: “¿Cómo sabemos que es la verdad?”  Es buena pregunta.  Nosotros podemos añadir: Si ha venido Jesús para derrotar el mal, ¿por qué 93,000 personas han muerto en la guerra civil en Siria?  ¿Por qué la violencia sigue en México?  ¿Por qué un gran porcentaje de niños en el mundo no tienen la proteína para crecer en adultos sanos?  Jesús nos da una respuesta indirecta en el pasaje.  Dice que cumplirá el plan por sufrir con los vulnerables en todos partes pero aún más despiadadamente: rechazado por su propio pueblo, entregado a los extranjeros para ser crucificado y dejado hasta la muerte a pesar de que no ha hecho nada malo.  Pero también resucitará de la muerte como prueba que el mal ha sido vencido en su raíz. 

Se ve la victoria en las vidas de nosotros, sus discípulos.  Llevamos nuestras cruces detrás de él, pero no nos lastiman.  Más bien nos hacen más vivos.  Pues nuestras cruces son actos de apoyo que hacemos en el mundo: una sonrisa, una pregunta mostrando la preocupación, una mano de ayuda si es necesaria.  Se extienden a los pueblos en todas partes luchando por mantenerse – un donativo a las misiones, una oración por los refugiados, una participación en la manifestación contra el aborto.  Estas acciones no nos hacen caer; al contrario, levantan la esperanza tanto de nosotros como del mundo.

¿Quién es Jesús?  ¿Un profeta? si. ¿El Mesías? Sí.  ¿El Hijo de Dios? Sí, también.  Podemos añadir otros títulos y papeles para él.  Pero lo importante no es tanto nombrarlo sino seguirlo.  Llevamos nuestras cruces de apoyo detrás de él.  Lo importante es seguirlo.

El domingo, 16 de junio de 2013


UNDÉCIMO DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO

(II Samuel 12:7-10.13; Gálatas 2:16.19-21; Lucas 7:36-50)


San Pablo tiene un carácter curioso.  Es judío y orgulloso de su herencia nacional.  Sin embargo, la describe en sus cartas como si fuera un anillo de papel, al menos en comparación con el conocimiento de Cristo.  Aun la ley judía, considerada en los salmos como el deleite y deseo del corazón, para Pablo tiene el valor de un bastón.  Según él, la ley ha ayudado al pecador apoyarse por un tiempo.  Pero ya que ha venido Jesucristo, el médico que sana debilidades, ella ha perdido su importancia.  No se ve el planteamiento de Pablo hacia el judaísmo con más radicalismo que en la Carta a los Gálatas de la cual estamos leyendo por cinco domingos seguidos en la segunda lectura.

Pablo escribe que la ley judía no puede salvar al hombre o la mujer.  No es que quiera vituperarla; sólo está recalcando lo que Jesús ha apuntado a los fariseos.  Eso es, los intentos del hombre de aprovecharse de la ley para vivir justos están en vano.  Según Pablo, la ley no puede salvar porque su propósito es limitado a recordarnos del pecado.  Por ejemplo, nos informa que es injusto descuidar a nuestros padres en su ancianidad, pero no nos capacita a superar el deseo de tener una vida muy aparte de ellos.

Hace cien años nuestras familias por la mayor parte vivían en el mismo pueblo si no el mismo edificio. Era sólo esperado que los hijos cuidaran a sus padres en su vejez.  A menudo la tarea no causó gran dificultad.  Pues, usualmente los padres no vivían tantos años ni con tantas enfermedades como hoy en día.  En contraste, ahora muchas veces vivimos lejos de nuestros padres, en diferentes ciudades si no diferentes países.  Cuidar a los padres se complican, no sólo por la distancia y la duración de la vida sino también porque existen un montón de diversiones consumiendo el tiempo.  Al cuidar bien a nuestros padres se necesita un motivo más grande que el sentimiento natural por aquellos que nos criaron.  Es preciso un espíritu de servicio generado por el amor abnegado.  Precisamente esto es el legado de Jesucristo.  Él nos ofrece su amistad que nos proporciona una nueva manera de vivir.  Tomarlo como amigo quiere decir que nos reconfiguramos a él en su entrega en la cruz.  En las palabras de Pablo, es estar “crucificado con Cristo”. 

Parece difícil, tal vez aun loco: ¿por qué querríamos sufrir como él?  Sin embargo, tener a Jesús como amigo también significa que podemos confiar en su apoyo en toda clase de lío.  Es saber que él va a ayudarnos cuidar a los demás, sean  nuestros padres en los traumas de la vejez o sean nuestros hijos en los trastornos de la juventud.  Una vez una muchacha estaba asistiendo a una universidad en Washington, D.C., casi dos millas de su casa en Texas oeste.  Tenía tanta dificultad ajustarse al nuevo ambiente que se desesperó.  Ella llamó a su familia diciéndole que no podía continuar.  Inmediatamente su padre condujo a Washington para recogerla.  Tener fe en Jesús significa llamarlo con la seguridad que vaya a actuar por nosotros con aún más preocupación.     

Por eso podemos decir con Pablo que ya no vivimos sino Cristo vive en nosotros.  No más seguimos las inclinaciones de nuestra carne.  Más bien, somos dirigidos por su espíritu del amor abnegado que ha tomado posesión de nuestro corazón.  Sin duda fue este espíritu, que es el Espíritu Santo, que movió a un padre de familia a declarar que quiere ser una carga a sus hijos.  El hombre sólo quería que sus hijos fueran completamente conformados a Jesucristo, el colmo de la humanidad.  Escribe el hombre, que es moralista, que la familia es el ambiente donde aprendemos la justicia porque en ella estamos obligados a olvidarnos de nuestros deseos para atender las necesidades de uno y otro.  Manejando las dificultades considerables de cuidar a los ancianos – sean llevarlos a los médicos o sean alimentarlos por mano en sus últimos días – nos hacemos hombres y mujeres libres de la tiranía de las pasiones y entregados al sumo bien que es Dios.

Hoy se celebra el Día del Padre en diferentes naciones.  Según los anuncios deberíamos estar buscando los IPad y botellas de whiskey añejo para complacer a nuestros padres.  Sin embargo, los padres más dignos del nombre querrán algo que no se puede comprar en Best Buy o Wal-Mart.  Querrán que siempre actuemos como mujeres y hombres entregados al bien del otro.  Sí, pueden estar pensando que los cuidemos a ellos mismos cuando se hagan viejos.  Pero con igual preocupación están pensando en nuestros propios hijos y nuestros vecinos: que les tratemos a ellos también con el amor abnegado.  Querrán que tratemos a todos con el amor abnegado.

El domingo, 9 de junio de 2013

EL DÉCIMO DOMINGO ORDINARIO

(I Reyes 17:17-24; Gálatas 1:11-19; Lucas 7:11-17)


Estamos conduciendo a una velocidad rápida.  Pensamos, si todo va bien, llegaremos en tiempo para la cita.  Entonces vemos adelante una fila de carros.  Es una procesión funeraria.  “O Dios – exclamamos – ayúdame mantener la paciencia”.  Bueno, vemos a Jesús en una situación así  en el evangelio hoy.

Jesús encuentra a un grupo de personas en camino enterrando al único hijo de una viuda.  El pasaje no dice nada de cómo el hombre murió.  Porque pasa con una frecuencia considerable hoy en día, que postulemos que el joven se suicidó.  Ciertamente el suicidio existía en tiempos bíblicos, sin embargo con toda probabilidad no tanto como ahora.  Hoy el suicidio es la tercera causa más grande de la muerte entre jóvenes de diez a veinticuatro años de edad en los Estados Unidos.

Es posible que sintamos incapaz de decir algo confortante a los padres de los suicidios.  Pues ¿no es el suicidio el pecado no perdonable?  No, señor, eso no es la verdad.  Sabemos que el suicidio a menudo resulta de la depresión patológica.   Puede ser el caso que el suicidio es no más pecaminoso que un infarto.  Por esta razón la Iglesia no demora de recibir el cuerpo en la misa para rezar por el alma de la víctima.  Igual como si fuera una monja, le pedimos a Dios que la acepte en el cielo.  Como Jesús a la viuda de Naím, podemos consolar a los padres: “No lloren”.  Estas palabras dan eco a aquellas que Jesús dijo unos días anteriores: “Dichosos ustedes lo que ahora lloran, pues después reirán”.  La viuda no debe llorar porque el reino de Dios ha venido en la persona de Jesús mismo.

Al muerto Jesús se dirige con palabras aún más prometedoras: “Joven,…levántate”.  Porque es el autor de toda vida, él puede restaurar la vida de un muerto. Nosotros no tenemos tal poder, pero tampoco somos impotentes.  Al menos antes de que un joven intente tomar su vida, podemos actuar para aliviar la crisis.  Primero, tenemos que ser conscientes de las señales del peligro.  Algunos jóvenes contemplando suicidio hablan de la muerte.  Otros se distancian de parientes y amigos.  Aun otros comienzan a obsequiar sus posesiones más apreciadas.  Segundo, queremos preguntar a él o ella si jamás ha pensado en el suicidio.  No deberíamos temer que estemos sembrando la idea.  Pues, para los muchachos contemporáneos el suicidio es un tema tan corriente como el polio era hace cincuenta años.  Finalmente, si los jóvenes admiten que han tenido tales pensamientos, tenemos que hallarles la ayuda tan pronto como posible.  Hay varios servicios públicos que nos ayudarán obtener a un psicólogo competente.

Ciertamente, querríamos apoyar cualquier inclinación que tenga el deprimido de hablar de sus sentimientos.  Por eso, tendremos cuidado de no juzgar sus sentimientos como buenos o malos.  Pero, sí, querríamos respaldar su valor inestimable como persona.  Vale porque es hijo o hija de Dios hecho en la imagen divina para servir a Dios y probar Su bondad.  El evangelio no reporta lo que diga el joven cuando Jesús lo levanta de la muerte, pero fácilmente podemos imaginar sus palabras.  Diría, “Gracias, Señor, muchas gracias, por una segunda oportunidad”. 

El pasaje termina con la gente glorificando a Dios por su profeta Jesús.  Por supuesto, Jesús es más que profeta, pero como profeta se dirige al mal para salvar al pueblo.  Nosotros, como bautizados en su nombre, compartimos la misión profética de Jesús.  Como él queremos consolar a los afligidos y, si es necesario, advertir a aquellos que abusan la justicia.  Por ejemplo, un ministro hospitalario tiene la capacidad de sumar la situación en un cuarto rápidamente.  Sabe bien ambos cuándo el paciente necesita sus palabras de aliento y cuándo ella tiene que llamar a la enfermera para darle atención urgente.

Muchachos – a veces parece que viven en su propio mundo.  Llevan IPods como si tuvieran agarrada la mano de su novia e inventan su propio lenguaje para comunicarse en textos.   Es posible que sintamos incapaz de decirles algo prometedor.  Sin embargo,  de alguna manera tenemos que penetrar la frontera separándonos de ellos.  ¿Qué les diremos?  Como profetas a nuevas tierras les hablaríamos del amor de Dios para cada uno, sea guapo o no, alegre o deprimido, rápido o discapacitado.  Les hablaríamos del amor de Dios para cada uno.