El domingo, 5 de junio de 2016



Décimo domingo del tiempo ordinario

(I Reyes 17:17-24; Gálatas 1:11-19; Lucas 7:11-17)


Los años habían traído al viejo la sabiduría.  Como plomero por toda su carrera había entrado en muchas casas.  Ya quería explicar a su sobrino una diferencia entre gentes que consideraba importante.  Dijo que un tipo de persona te ofrecerá una taza de café cuando entres en su casa.  Otro tipo no te ofrecerá nada.  Para el viejo la taza de café era símbolo de la hospitalidad, del reconocimiento que eres miembro de la familia de Dios.  Vemos estos dos tipos de personas encontrando a Jesús en el evangelio hoy.

Simón, el fariseo, ha invitado a Jesús a comer en su casa.  Cuando llega su visitante, le ofrece el asiento en la mesa pero nada de las cortesías de la época.  No se le acoge con un beso, ni le ofrece lavar los pies empolvados de la caminata.  Tampoco le unge la cabeza con aceite como es la costumbre.  No es que Simón sea maleducado, mucho menos malicioso.  Simplemente no reconoce a Jesús como representante de Dios digno del respeto más alto.  Al contrario, lo veo como un fulano fascinado por la atención que le proporciona la mujer de mala fama.  Dice a sí mismo de Jesús: “’Si… fuera profeta, sabría qué clase de mujer es la que lo está tocando…’” 

En contraste con Simón, la mujer no sólo reconoce a Jesús como profeta sino derrocha sobre él favores de agradecimiento.  Le baña los pies con lágrimas, los enjuga con su pelo, los besa y los unge con perfume.  Este tratamiento extravagante corresponde a una persona que ha salvado su vida. La mujer siente tan agradecida porque ha experimentado el perdón de Dios.  Ya está libre del peso de su culpa de manera que pueda sonreír de nuevo.  Es la libertad que las mujeres que tuvieron abortos sienten después de un retiro de la “Viña de Raquel”.

Se puede ver la diferencia de actitud entre el fariseo y la mujer en el apóstol san Pablo.  Como Simón en el evangelio, Pablo trataba de cumplir todo los preceptos de la ley.  Pero sus esfuerzos sólo le ganaron un sentido de justificación falsa.   Andaba persiguiendo a los inocentes mientras pensando que llevaba a cabo la voluntad de Dios.  Pero cuando conoció a Cristo, se dio cuenta que no estaba sirviendo a Dios. Con el Bautismo, comenzó una vida nueva como la mujer en el evangelio.  Ya camina tan resplendente del amor de Jesús que dice en la segunda lectura: “…ya no soy el que vive, es Cristo quien vive en mí”.  No va a maltratar a nadie más.  Al contrario, se ha dedicado su vida para edificar comunidades de Cristo por el mundo entero.

En la primera lectura David se descubre a sí mismo como pecador.  Durante este Año de Misericordia esto debe ser nuestra tarea.  A lo mejor nadie aquí tendrá que confesarse como asesino como David pero todos hemos faltado el amor en el corazón como Simón.  Hemos fallado a responder a la bondad de Dios hacia nosotros por nuestra indiferencia hacia los demás.  Queremos arrepentirnos de esta falta y de los otros pecados que hemos cometido.  También queremos aceptar el perdón de Dios para vivir con agradecimiento en nuestros corazones.  Finalmente queremos mover con este agradecimiento por mostrar la misericordia a los que sufran. Durante este año queremos mostrar la misericordia.

El domingo, 29 de mayo de 2016



LA SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y LA SANGRE DE CRISTO

(Génesis 14:18-20; I Corintios 11:23-26; Lucas 9:11-17)


El muchacho sentió como uno de la familia.  Fue a buscar a su amigo en su casa todas las tardes.  Muchas veces llegó cuando la familia estaba alrededor de la mesa cenando.  Invariablemente el padre de la familia invitó al muchacho sentarse a comer.  El hombre entendió cómo dar de comer a uno reconoce su humanidad, eso es, su participación en la misma familia humana.  Jesús trata a la gente con la misma reverencia en el evangelio hoy.

Los discípulos quieren que Jesús despida la multitud.  No son malos ni mezquinos, sólo preocupados que no tienen alimentos para tantas personas.  No se dan cuenta de las posibilidades de la fe.  Jesús, en cambio, sabe que Dios provee lo que le hace falta al hombre cuando le confía.  Insiste que los discípulos preparen a la gente a comer.  Nosotros sentimos así cuando en el apuro telefoneamos a nuestros parientes para socorro.

Como pensábamos, nuestro hermano llega en su coche dentro de minutos.  Así Dios asegura que todos los que han acudido a Jesús coman hasta saciarse.  Pero el pan y pescado que consumen es más que la dieta campesina.  Es prenda del banquete que van a disfrutar en la compañía de los santos al final de los tiempos.  Es cierto que no hay vino y manjares en el desierto.  Pero la falta de deleites es más que recompensada por la presencia de Jesús que alegrará cualquier corazón.

Como Jesús reconoce la dignidad humana por darles a todos de comer, así deberíamos nosotros. Esto aplica no sólo a las personas que vienen a nuestra mesa con hambre sino también a aquel que no quiere comer.  Particularmente cuando se hacen ancianas, algunas gentes rehúsan comida.  Sienten cansados de la vida y desean morir.  A lo mejor están deprimidos, pero la depresión clínica no es razón para retenerles el alimento.  No debemos forzar a nadie a comer.  Sin embargo, es nuestro menester alentarlos a comer si pueden.  Además, si por falta de conciencia de parte del enfermo, nos toca la decisión a alimentarles, deberíamos responder afirmativamente.  Hay excepciones para esta regla como cuando la persona está agonizando.  Pero en general la comida y la bebida constituyen sólo el cuidado humano debido a todos.

Hoy día varias personas incluyendo médicos no reconocen la obligación de proveer la nutrición y la hidración.  Parecen ver la persona humana como un bulto de deseos y habilidades que cuando disipen, pierde razón de seguir viviendo.  Les falta el aprecio del hombre o la mujer como imagen de Dios siempre digna de cuidado básico.  Por lo tanto recomiendan que se les prive de alimentos si llegan a un estado bien deteriorado. En un caso reciente en Canadá la familia de una anciana sufriendo de la demencia pidió al asilo donde vivía que no le diera de comer. 

No es fácil para la familia cuidar a un pariente muy enfermo.  Le cuesta la energía tanto emocional como física.  Pero es la prueba del amor no sólo a la persona humana sino también a Dios.  Cuando no esquivamos el reto, nos probamos como discípulos de Jesús en camino a la gloria. 

Hoy celebramos el Cuerpo y la Sangre de Cristo.  Reconocemos en el pan y la sangre eucarístico más que lo cual nos aparece.  Es la nutrición y la hidración que nos hacen como nuestro Salvador.  Nos elevan los ojos para que veamos cada persona como imagen de Dios digna de cuidado.  Nos fortalecen de modo que proveamos este cuidado a nuestros parientes enfermos.