El domingo, 7 de mayo de 2017

EL CUARTO DOMINGO DE PASCUA

(Hechos 2:14.36-41; I Pedro 2:20-25; Juan 10:1-10)

Hoy en día hay mucha preocupación acerca de la calidad de vida.  Tengo a una tía que se preocupa por la calidad de vida de los enfermos.  Se pregunta si el enfermo que pase todo el tiempo en cama puede tener una calidad de vida que vale.  Tal vez todos nosotros temamos el dolor crónico o, peor aún, la pérdida de mente.  Dijéramos: “¡Que Dios me lo defienda de ello!”

Los jóvenes hablan de la calidad de vida como algo económico.  Piensan en una calidad alta de vida como tener los recursos para vivir cómodamente. En su manera de ver una vida de calidad es comer afuera cuando les dé la gana, tener boletos para su equipo preferido por la temporada entera, y hacer un crucero cada dos años.  En contraste, la calidad baja de vida les restringiría a manejar un coche viejo y a trabajar dos empleos para pagar las cuentas.

En el evangelio hoy Jesús dice que ha venido para que sus seguidores tengan la vida “en abundancia”.  Eso es, quiere presentar a sus seguidores una calidad muy alta de vida.  Pero antes de que nos comprometamos a él, querremos preguntar ¿de qué exactamente consistirá la vida “en abundancia”?  Si nos interesa, lo seguiremos.  Si no nos llama la atención, iremos en otro rumbo.

Yo creo el papa Francisco refleja la vida “en abundancia” tan bien como cualquiera otra persona.  Es un hombre que lleva una sonrisa en la cara que casi parece tan larga como un río.  Aunque tiene que preocuparse por un mil millones almas; aunque se ha limitado a sí mismo para vivir en un cuarto sencillo; aunque tiene muchos críticos tanto dentro de la Iglesia como fuera de ella, se queda como persona positiva.  Los problemas no lo desaniman.  Más bien, ve todos los beneficios que tiene como bendiciones de Dios y le agradece. 

La vida “en abundancia” es mantenerse tan cerca a Jesús que escuchemos su voz a través del día.  Es saber muy dentro del corazón que nada o nadie puede separarnos de su protección.  Si tenemos dificultades, la vida “en abundancia” nos asegura que estamos avecinando a él colgado en la cruz.  Allí Jesús nos va a volver los retos en ventajas.  Una familia tiene a un hijo con el Síndrome Down.  Sus padres y hermanos no lo guardan como una copa de cristal.  No lo ponen en un rincón para que no se moleste.  Más bien lo tratan como a un niño regular que tiene que aprender cómo aprovecharse de la vida.  En recompensa el niño sirve a sus familiares como la pegadura que les mantiene unidos.  Como niño que disfruta de la atención que reciba, él facilita a sus familiares crecer en la bondad.


En esta época cuando tantas personas tienen una abundancia de cosas materiales nos cuesta explicar la vida “en abundancia”.  Realmente no tiene que ver con coches y cruceros porque es realidad espiritual.  Es la certeza que Jesús nos ama y que su amor es lo que nos importa más.  Aunque tenemos que trabajar tres empleos, su amor nos pone una sonrisa en la cara.  Aunque tenemos el dolor crónico, nos pone agradecidos a Dios.  

El domingo, 30 de abril de 2017

EL TERCER DOMINGO DE PASCUA

(Hechos 2:14.22-33; I Pedro 1:17-21; Lucas 24:13-35)

Todos nosotros conocemos a personas que no asisten en la misa cada domingo.  Una vez este tipo de persona sabía que estaba haciendo mal.  Pero ahora algunos dicen que no es necesario acudir a la misa semanalmente.  Ofrecen como pretextos que no sacan nada de la misa, que ha oído que no es pecado mortal, o que alguna gente que asiste siempre lleva vidas mucho más deplorables que la de ellos.  ¿Cómo deberíamos pensar en todo esto?

En primer lugar tenemos que preguntar: ¿qué es el propósito de la misa?  ¿Es sólo para complacer a un Dios que desea el homenaje de la gente?  No, Dios no necesita nada de nosotros.  Es completamente contento en sí mismo.  De hecho, es un don de Dios que nos invita a participar en la misa.

Pensémonos un momento en los equipos de deportes.  No importa el talento del jugador de básquet, tiene que practicar con el equipo si va a ser parte del ello.  Aun Lebrón James necesita la práctica si va a entender la estrategia de su entrenador, conocer las fuerzas y debilidades de sus compañeros, y mantener su excelencia.  Es así con la asistencia en la misa, pero no hablamos de un equipo de básquet sino la Iglesia, el Cuerpo de Cristo.

La misa nos forma en buenos católicos.  Sin asistir en la misa regularmente, no conoceríamos bien al Señor Jesús.  Pues profundizamos nuestro aprecio por él cada vez que escuchamos el evangelio.  Ni nos enteraríamos de las esperanzas y necesidades de la comunidad que encontramos en el templo.  Tal vez más lamentable, no reconoceríamos la verdad de nuestra propia existencia.  Pensaríamos que vivimos para tener el placer, para trabajar o para hacer otra actividad.  Es la misa dominical que nos asegura que somos para experimentar la gloria de Jesús resucitado de la muerte. 

Mucha gente va a misa porque es la ley de la Iglesia.  Aquí encontramos dilema.  Apenas pueden apreciar la misa por todo su valor si la consideran como una obligación.  Pero si no existiera la ley, a lo mejor no tendrían ningún acceso a la palabra de Dios y a los fieles que la reverencian.   En los tiempos antiguos no había una ley requiriendo al cristiano asistir en la misa dominical o caer en pecado mortal.  No obstante, la gente regularmente acudía al templo. Pues si no asistían, no podrían identificarse como cristianos.

El evangelio hoy muestra cómo Jesús nos presenta a sí mismo en la misa, “al partir el pan”.  Como acompaña a los discípulos en el camino, Jesús camina con nosotros por todo la semana.  Pero cuando nos reunimos en su nombre para reflexionar sobre la vida en la luz de su mensaje, nos damos cuenta de su presencia.  Se espera que podamos verlo un poquito en la persona del sacerdote que ha dedicado su vida a servirlo.  A lo mejor se ve más claramente en los santos de la comunidad que jamás cansan a compartir el amor con los demás.  Con una meditación se puede ver a Jesús también en el pan y vino.  Como estos alimentos proveen nutrición natural, convertidos en su Cuerpo y Sangre nos fortalecen con la virtud. De esta manera nosotros mismos podemos reflejar a Cristo a los demás.


Tal vez tenemos que decidir ahora cómo queremos ser identificados al final de la vida. Parece que algunos quieren identificarse con su equipo de básquet o de fútbol.  Otros quieren ser conocidos por el placer que tenían o el trabajo que hacían.  Pero nosotros sobre todo queremos ser asociados con Jesucristo.   Para ser parte de su Cuerpo, la Iglesia, asistimos en la misa dominical.  

El domingo, 26 de abril de 2017

EL SEGUNDO DOMINGO DE PASCUA – DOMINGO DE LA MISERICORDIA DIVINA

(Hechos 2:42-47; I Pedro 1:3-9; Juan 20:1-9)

Como las nubes oscurecían afuera, los trabajadores se agruparon en el sótano.  Fueron advertidos a buscar asilo de un tornado.  Muchos tuvieron el temor.  Sí estuvieron seguros, al menos por el momento.  Pero se preocuparon por sus familias.  Se preguntaron si sus hijos han oído la alarma.  Encontramos a los discípulos de Jesús en un tal sitio de miedo en el evangelio hoy.

Los discípulos temen a los judíos.  Fueron asombrados, en la mañana con las noticias que Jesús resucitó de la muerte.  Ya se preguntan si las autoridades vendrán para investigar si ellos tomaron el cuerpo del sepulcro.  Posiblemente todos nosotros también sintamos el miedo.  Es posible que algunos teman que la policía venga para arrestarlos.  Pero más probable todos nosotros nos preguntamos muy adentro si los demás nos aceptarían si saben de nuestros pecados.  Todos hemos hecho algo pecaminoso en la vida, algo que lamentamos.  Tal vez hayamos robado algo valioso; hayamos engañado a una persona inocente; o aun hayamos tenido un aborto.  Si nuestros padres, maestros, o jefes estuvieran a enterarse de nuestra falta, ¿seguirían poniendo la confianza en nosotros?

Por esta razón nos acudimos a la iglesia.  Aquí anhelamos que se nos diga a nosotros lo que dice a sus apóstoles en el evangelio hoy: “’La paz con ustedes’”; eso es la paz de haber sido lavados de sus pecados.  En la Última Cena Jesús dejó a sus discípulos con la paz.  Ya se la da de nuevo con aún más fuerza.  Pues sus palabras van a ser acompañadas por el Espíritu Santo.

Dice la lectura que Jesús sopla sobre los discípulos.  La acción imita la acción de Dios en Génesis cuando sopló sobre la tierra formada como hombre para darle la vida.  Esa vida estaba destinada al pecado y la muerte.  Ya Jesús infunde su propia Espíritu en los discípulos que les destina a la vida eterna.  Es el mismo Espíritu que recibimos nosotros en el Bautismo. 

Junto con el don del Espíritu Santo recibimos una misión.  Somos para representar a Cristo al mundo.  Como dijo un gran obispo brasileño a su gente: “Es posible que las vidas de ustedes sean el único evangelio que sus hermanos y hermanas leen”. En el evangelio Jesús es muy explícito con la misión.  “’Como el Padre me ha enviado – dice – así también los envío yo’”.

Los discípulos han de perdonar los pecados de la gente tanto por el sacramento de la Reconciliación como por la predicación y el Bautismo.  Es cierto que lo necesitamos.  Nuestros pecados, aun los confesados, siguen atándonos de modo que no actuemos como representes de Jesús.  Una película hace treinta años muestra esta verdad y su resolución con gran efecto.  En una comunidad pequeña dos mujeres no han hablado con una y otra por décadas.  Asimismo, dos hombres han tenido rencor para uno y otro por años. Una viuda, que una vez fue infiel a su esposo, ha sentido como condenada por el pecado.  Entonces la comunidad tiene una experiencia tremenda.  En un día muy airoso una cocinera prepara una cena tan extravagante por la comunidad que mueva a los comensales a reconciliarse con uno y otro.  Al reflexionar sobre la película se da cuenta que el aire era la presencia del Espíritu Santo.  La cocinera era como Cristo entregando todo su ser por la gente.  Y la comida era como la Eucaristía con el poder de perdonar pecados.


Se llama este segundo domingo de Pascua el Domingo de la Misericordia Divina.  En este día celebramos la institución del Sacramento de la Reconciliación.  Por la confesión al sacerdote y su absolución estamos librados de nuestros pecados.  Sean tan grandes como el aborto o tan cotidianos como tener rencor para el otro, quedan perdonados.  Dios en su misericordia quiere que seamos desatados para extender la paz y el amor de Jesús.  Dios quiere que extendamos la paz y el amor de Jesús.

El domingo, 16 de abril de 2017

LA PASCUA DEL SEÑOR

(Romanos 6:3-11; Mateo 28:1-10)

Pom, pom, pom, pom. Todos nosotros hemos oído el redoble de tambor.  Se usa a menudo en la anticipación de un momento de crisis.  En los concursos antes de anunciar el ganador se hace el redoble de tambor con gran efecto.  En el Evangelio según San Mateo el temblor sirve como redoble de tambor.  Fija la atención primero a la muerte de Jesús en la cruz, entonces a su resurrección.  Cuando las dos mujeres llegan al sepulcro, el temblor indica que algo tremendo está sucediendo.

El sepulcro que fue tapado con la piedra ya queda abierto.  No se ve nada adentro.  Es prueba de lo que el ángel va a proclamar.  Jesús, un solo hombre,  “’ha resucitado’”.  La proclamación es completamente única.  Es cierto que algunos como Elías estuvieron tomados al cielo por su fidelidad.  Pero ellos no murieron.  También es la verdad que Jesús mismo resucitó a varias personas de la muerte.   Pero ellos hubieron de morir de nuevo.  En el caso de la resurrección de Jesús, él estaba muerto pero ya vive para siempre.  Tenemos que preguntar: ¿de qué consiste la resurrección de la muerte?

El cuerpo de Jesús fue mutilado en la experiencia horrífica de la crucifixión.  Se puede imaginar el disgusto que crea la vista de un cuerpo azotado, clavado en una cruz, y dejado de sufrir por horas.  En una pintura famosa de la crucifixión el cuerpo de Jesús tiene un matiz verde por el drenaje de su sangre.  Pero después de su resurrección no hay ninguna mención de la mutilación más que las heridas en sus manos, pies, y costado.  De hecho parece que tiene un cuerpo tan robusto que sus discípulos tengan dificultad reconocerlo.  Se puede decir que su cuerpo ha sido transformado de cosa física a cosa eterna.  No sólo no va a morir de nuevo sino también no va a sufrir más.

Jesús cumplió la voluntad de Dios Padre tan nítidamente que ya experimente la gloria.  Esto es beneficio grandísimo para Jesús, por supuesto.  Pero también es buena noticia para nosotros.  Jesús ha prometido que aquellos que lleven su cruz detrás de él experimentarán su gloria.  Por eso, podemos estar seguros que nuestro destino es tener cuerpos transformados también.  En la gloria no van a sufrir ni el desgaste con edad ni la corrupción de enfermedad.  Más bien tendrán para siempre la fuerza de atletas y la belleza de modelos.  No importa que increíble suene este destino.  El poder de Dios es más grande que la imaginación del hombre.

La aparición de Jesús a las mujeres en el evangelio hoy no menciona cómo se mira su cuerpo, pero da alguna idea de sus modos.  Amenamente saluda a las dos que están espantadas por el temblor y la presencia del ángel.  Les dice Jesús: “’No tengan miedo’” para calmar sus corazones palpitantes.  Entonces les deja un mandato.  Ellas han de decir a sus “hermanos” que vayan a Galilea para verlo.  (Fijémonos por un momento en el significado de esta frase.  Indica que no sólo han sido perdonados por haber abandonado a Jesús en el huerto, sino también que han sido elevados a ser sus “hermanos” e hijos de Dios Padre.) 

La misión de las mujeres se dará a los discípulos-hermanos en Galilea.  Allá Jesús les dirá que vayan y enseñen a todos.  Nosotros hemos recibido tanto la misión como la enseñanza.  Pues nos contamos a nosotros como los hermanos y hermanas de Jesús.  Ya tenemos que anunciar por vidas llenas de servicio y resplendentes con gozo que Jesús ha resucitado.  No importa quién sea o qué haya hecho la persona que encontremos.  Jesús murió por todos.


Uno de los símbolos para la resurrección de Jesús que se ha visto en los años recientes es la mariposa.  Como la oruga se transforma en una mariposa por medio del capullo, el cuerpo de Jesús muerto en un sepulcro de transforma en un ser eternamente vivo.  Pero la mariposa morirá mientras Jesús vive para siempre.  Realmente no hay nada como la resurrección de Jesús.  Es un evento único aunque se repetirá para todos sus hermanos al final de los tiempos.  La resurrección se repetirá para sus hermanos al final de los tiempos.

El domingo, 9 de abril de 2017

EL DOMINGO DE RAMOS DE LA PASIÓN DEL SEÑOR

(Isaías 50:4-7; Filipenses 2:6-11; Mateo 26:14-27:54)

Un polaco describe la vida en su país bajo la dictadura comunista.  Dice aunque la gente sufrió mucha opresión, ayudaron a uno y otro.  Visitaron las casas de sus vecinos prestando la mano si era necesario.  Compartieron lo poco que tenían con los demás. En breve sintieron mucha solidaridad.  Lo que hace el sufrimiento de Jesús tan extremo en el evangelio que acabamos de escuchar es la falta de este tipo de apoyo humano.

En primer lugar sus discípulos fallan a Jesús.  Se acentúa la desgracia de Judas cuando lo traiciona con un beso.  No importa el motivo para su conspiración con los sumo sacerdotes – avaricia, envidia, o resentimiento – el marcar a Jesús con un signo de afecto agrega la injuria a la herida.  Los otros discípulos son culpables de la cobardía.  En lugar de acompañar a Jesús en su juicio, lo abandonan como si fuera víctima del virus de Ébola.  Aún Pedro, a lo cual Jesús encomendó la dirección de su iglesia, lo niega.  Es la creciente fuerza de sus negaciones que molesta.  Primero, niega que estuviera con Jesús; entonces, que lo conociera; y finalmente parece que maldice a Jesús. Esto es el comportamiento del soldado más recientemente reclutado, no de un líder. 

Aún más devastador a Jesús que el abandono de sus discípulos es el rechazo completo del pueblo.  El sumo sacerdote, la autoridad más alta en la sociedad judía, acusa a Jesús de blasfemia, un crimen que merece la muerte.  Todo el sanedrín lo escupe y lo bofetea. Siguen los abusos cuando Jesús es entregado a los romanos.  La gente lo desprecia en la cruz.  Pero a lo mejor es su preferencia para el criminal Barrabás que le causa a Jesús el más desconcierto.  Es como si un pueblo contemporáneo habría preferido la visita de Osama bin Laden a la del Papa Juan Pablo II.

No sólo los judíos rechazan a Jesús sino el mundo entero representado por el Imperio Romano.  El procurador Poncio Pilato, a pesar de su pretensión de lavarse de la culpabilidad, condena a Jesús a la muerte.  Los soldados lo tratan con desdén burlándose de él y golpeándolo cruelmente.  Aún los dos compañeros crucificados con Jesús en esta versión de la historia no escatiman los insultos.  El rechazo es tan extenso y profundo que Jesús siente que abarca la postura de su Padre Dios.  Se ve el abismo en que su espíritu ha caído cuando se compara su oración en el huerto con la de la cruz.  En el lugar primero reza con confianza: “Padre mío…hágase tu voluntad”.  Pero en la cruz, expresa la desilusión por dirigir la oración a sólo a “’Dios mío’” con la pregunta: “’¿por qué me has abandonado?’”


¿Cómo deberíamos entender el dolor tanto psicológico como físico de Jesús en este Evangelio según San Mateo?  Dos verdades parecen particularmente importantes.  Primero, Jesús conoce lo peor de las experiencias humanas.  Podemos acudir a él para consuelo cuando sintamos traicionados por un confiado, malentendidos por nuestros asociados, o despreciados por el pueblo.  Segundo y más significante, Jesús aguanta todo este sufrimiento para recompensar por nuestros pecados, sean traiciones de la verdad, anhelos extraviados, o rechazos de ofrecer la ayuda a los demás.  No somos mejores que la gente en el evangelio, pero reconocemos a un salvador que nos ha ganado la gracia de su Padre.  Tanto él nos ha enseñado, corregido, y suplicado que nos hayamos librado del pecado.  Nos hemos librado del pecado.