El domingo, 31 de octubre de 2010

EL XXXI DOMINGO ORDINARIO

(Sabiduría 11:22-12:2; II Tesalonicenses 1:11-2:2; Lucas 19:1-10)

El libro Viendo la salvación muestra obras artísticas de Cristo en diferentes etapas de su vida. Tiene varias pinturas del niño Jesús en los brazos de María. Da un crucifijo español con la sangre goteando de sus heridas. Incluye la incomparable estatua de Miguel Ángelo con Jesús muerto postrado en el regazo de la Virgen. En el evangelio hoy encontramos al rico Zaqueo tratando a conseguir una vislumbre de la salvación que Jesús presenta.

Dice que Zaqueo tiene que subir un árbol para ver a Jesús porque es de baja estatura. A lo mejor Zaqueo sólo tiene un metro y medio de altura. Sin embargo, puede ser que “baja estatura” significa también que Zaqueo no es persona buena. Como publicano, sin duda Zaqueo ha aceptado sobornos y como jefe de publicanos es posible que haya estafado a los otros estafadores. Es decir que Zaqueo es pecador como cada uno de nosotros y aun peor que muchos.

Pero Zaqueo quiere ver al Señor. Se dice que cada persona tiene en su corazón el deseo de conocer a Dios. Hoy en día mucha gente no quiere emitir la palabra “Dios” y habla en su lugar con otros términos como una “experiencia transcendental”. De todos modos anhelamos ponernos en contacto con la fuente de existencia para asegurarnos que existe algo más que la continua lucha de esta vida. Y, una vez que lo conocemos, queremos aprovecharnos de Su poder para obtener la dicha.

No es necesario que subamos árboles o aun que hagamos peregrinajes para encontrar a Dios. Pues, Dios está buscando a nosotros precisamente para ayudarnos superar nuestras luchas. Nos busca a través de los sacramentos que nos fortalecen y a través de otros cristianos que nos consuelan. También Dios nos busca en nuestras conciencias que nos señala a bajar de nuestra altanería o salir de nuestro temor para tratar a todos con la simpatía. Por eso, en el pasaje evangélico hoy Jesús llama a Zaqueo que baje del árbol para admitirlo a su casa. Quiere enderezar el camino de este “hijo de Abrahán” que se ha extraviado.

Zaqueo no demora a acogerse a Jesús, y la experiencia da vueltas a su vida. De repente promete dar la mitad de sus bienes a los pobres y recompensar cuatro veces a todos que ha defraudado. Vemos esta inversión de vida en una drogadicta y prostituta después de escuchar al papa Juan Pablo II en Toronto hace diez años. Contó la joven que iba a tomar su vida cuando los muchachos de la parroquia cerca de su casa le invitaron a ver al papa en el Día Mundial de Juventud. Entonces, siguió ella, el papa le dijo que él le amaba y que Dios le ama aun más. Según ella, muchos viejos le habían dicho que le amaran pero este le habló con sinceridad y le convenció que la vida vale muchísima.

Somos salvados cuando vivimos en la luz de este encuentro con Jesús. Esforzándonos por la familia, por otras personas, y particularmente por los necesitados, nuestras conciencias nos dan la paz. Aunque nos cuesta soportar las dificultades – un hijo que no entiende porque tiene que acompañarnos a la misa, un anciano que visitamos regularmente muere, un carro que no hemos reemplazado porque hemos enviado dos mil dólares a las misiones, se quiebra – no nos acongojamos. Más bien, aceptamos estos ultrajes y más como lazos de solidaridad con el Señor Jesús. Siempre tenemos en cuenta que él nos ha regresado el favor invitándonos al banquete celestial por llevar nuestra cruz en pos de él.

En Wal-Mart unos niños están buscando disfraces para el Halloween. Prueban vestidos de piratas y princesas. Tal vez una llegará a nuestras casas vestida como drogadicta-prostituta. No importa, nos les acogemos a todos con cacahuates y chocolates para mostrarles la simpatía. En una manera algo semejante nos acogemos a Jesús que llega tocando la puerta de nuestras conciencias. Viene para enderezar nuestros caminos al banquete celestial. Sin duda, nos lo acogemos.

El domingo, 24 de octubre de 2010

XXX DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO

(Eclesiástico 35:15-17.20-22; II Timoteo 4:6-8.16-18; Lucas 18:9-14)

La última escena de un cine tiene lugar a una graduación universitaria. La locutora estudiante habla del futuro. Dice que para hacerte exitoso en la vida tienes que confiar en ti mismo sobre todo. Parece que el fariseo en la parábola evangélico hoy sigue este consejo.

El fariseo no se para a hablar de sí mismo. Se proclama a sí como diferente de los demás. Según él, vive como un santo, ayunando más que la cuenta y no faltando a pagar el diezmo hasta el último centavito. Sí, es cierto que su oración incluye una referencia a Dios. Sin embargo, tanto como mantiene una postura erguida en el Templo, parece que él menciona al Altísimo principalmente para ganar el respeto de los demás. Como el guapo Gastón en “La bella y la bestia”, hay que concluir que este fariseo es orgulloso.

Hablamos del orgullo como ambos una virtud y un vicio. Nos sentimos orgullosos cuando el guiso que hemos preparado satisface a todos, o cuando sacamos un diez en un examen, o cuando la gente nos agradece por la homilía. No es malo este orgullo con tal de que reconozcamos que no hemos logrado el éxito sólo por nuestros esfuerzos. La verdad es que para todo lo bueno que realicemos tenemos la ayuda de otras personas y sobre todo de Dios. Después de una de las mejores actuaciones en la historia del fútbol americano hace cinco años, el atleta Vince Young no se jactó de sí mismo sino reconoció el papel de otras personas en su hazaña. Elogió tanto al equipo como a su familia por haberla hecho posible. En cambio, cuando la persona se pone a sí mismo como la causa primordial de lo bueno que logra, el orgullo no sólo se hace pecado sino también la fuente de otros delitos. Muchos políticos se han caído en el adulterio, como el gobernador de Carolina Sur el año pasado, pensando en sí mismo como “número uno”.

Podemos comparar a los publicanos del tiempo de Jesús con los inspectores de edificios de hoy en día. Para los dos oficios se dificulta no meterse en el pecado. A un lado las personas que están en violación de la ley quieren pagarles sobornos por dar espaldas a las infracciones. Al otro lado ellos pueden exigir más que la cuenta de propietarios cuyas cosas están en orden. Evidentemente el publicano de la parábola está culpable de uno o los dos tipos de corrupción. Sin embargo, se reconoce a sí mismo como pecador y le pide el perdón a Dios. La diferencia entre el publicano y el fariseo es que el primero se ve a sí mismo como inferior a Dios y en necesidad de su misericordia mientras el segundo se pone a sí mismo como parejo a Dios. Dice Jesús que el publicano regresa a casa justificado. ¿Significa esto que puede guardar los sobornos? No, es cierto. Para ser perdonado el publicano tiene que hacer recompensa por sus injusticias. En el evangelio del próximo domingo vamos a escuchar la historia de un publicano que hace precisamente esto.

Un ensayo sobre el sacramento de la Penitencia describe cómo era hace sesenta años. En la tarde de sábado se pudo ver en la calle muchos jóvenes caminando al templo para la confesión. Creían no tanto en sí mismos para hacer lo bueno como en la misericordia de Dios para perdonar sus faltas. Para ellos el “número uno” era el Señor Dios por haberlo hecho posible ambos el perdón de sus pecados y el compañerismo de sus amigos. La escena hoy en día ha cambiado. Desgraciadamente no acudimos tanto al sacramento de la Penitencia. Sin embargo, siempre ponemos a Dios y no a nosotros mismos como “número uno”. Entre nosotros Dios es siempre “número uno”.

El domingo, 17 de octubre de 2010

EL XXIX DOMINGO ORDINARIO

(Éxodo 17:8-13; II Timoteo3:14-4:2; Lucas 18:1-8)

No hay experiencia religiosa más básica y, a la misma vez, más misteriosa que la oración. Oramos todos los días. Nosotros católicos oramos a Dios en la misa renovando el sentido que formamos Su pueblo con gentes de todas partes. También, oramos en privado para fortalecer nuestra relación personal con Él. ¿Pero qué exactamente queremos lograr con la oración? ¿Podemos esperar que Dios cambie su disposición hacia nosotros? O ¿es nuestro propósito solamente transformar nuestra actitud de la autosuficiencia a la humildad ante el Señor del universo? En el Evangelio de hoy Jesús nos ayuda responder a estas preguntas.

Jesús nos enseña con una parábola que debemos orar continuamente. Cuenta de un juez que “ni temía a Dios ni le importaban los hombres”. En otras palabras, hace lo que le dé la gana. Jesús no está comparando a Dios con este tunante. Más bien, está asegurándonos que si un malvado podría escuchar la petición de una persona que insiste, el justo Dios hará caso a una hija fiel.

Aunque el Señor no refiere a Dios como un juez severo, a veces nosotros lo imaginamos así. Eso es, nos dirigimos a Él sólo con oraciones formales, careciendo de sentimiento. Pensamos que a Él no le importamos. Nos miramos a nosotros en relación con Él como muchos niños ven a sus padres padrastros. Pero esto no es el Dios que Jesús nos revela. Al contrario, Jesús nos hace un retrato de Dios tan compasivo como un viejo a su hijo extraviado por años, y tan cuidadoso como una mujer preparando tortillas para la mesa familiar.

El personaje central de este evangelio es la viuda. Aunque sea vieja y arrugada, deberíamos emularla. Ella no acepta la opresión pasivamente sino lucha como un comando para sus derechos. Tampoco capitula ante un funcionario tan duro como mármol. Más bien, lo sigue fastidiando como un taladro con mecha de acero. Con tanta insistencia deberíamos rezar a Dios nunca dejándonos por vencidos sino siempre creyendo que el auxilio está ya en marcha. La oración no cambia el corazón de Dios como si Él pudiera hacer algo menos que amar a nosotros. Más bien, la oración incesante nos transformará en gente sensible a Su voluntad. Con este tipo de oración siempre podremos discernir su mano extendida para salvarnos, venga lo que venga. Por años de experiencia, sabemos que esta postura no es de la eterna optimista, siempre poniendo una cara buena en lo malo. No, hemos palpado Su afecto alcanzándonos por los sucesos de la vida.

Jesús termina su parábola con una pregunta extraña por los evangelios. Interroga si el Hijo del hombre va a encontrar la fe en la tierra cuando vuelva. Parece que Jesús tiene en cuenta precisamente nuestros tiempos cuando un número creciente de personas no acude a Dios para la salvación. En lugar de ir a la misa, buscan el cumplimiento de la vida en restaurantes finos. En lugar de ayudar a los pobres, ocupan su tiempo y su dinero escogiendo entre las modas en el centro comercial. Por eso, la pregunta de Jesús indica la mejor definición para la oración: la fe hablando. Cuando oramos, exponemos nuestra fe en Dios como nuestro Salvador. Él -- no nosotros mismos, ni cualquier otra persona y mucho menos una cosa creada – va a sacarnos de los apuros de esta vida para darnos la vida eterna. Dios va a darnos la vida eterna.

El domingo, 10 de octubre de 2010

EL XXVIII DOMINGO ORDINARIO

(II Reyes 5:14-17; II Timoteo 2:8-13; Lucas 17:11-19)

¿Por qué se molesta Jesús con los nueve leprosos curados que no regresan a darle gracias en el evangelio hoy? ¿Él no puede entender que ellos sólo están tan extáticos con lo que les ha pasado que no piensan en cómo se hizo? Ya están aliviados de un peso gravísimo. Por años no podían sentarse a la mesa para compartir pan con sus familias. Por años tenían que colgar una campana de sus cuellos para advertir a la gente que se esclarezca de los caminos. Solamente quieren celebrar la nueva libertad. Parece que Jesús está personalmente ofendido que todos los diez no reconocen que él causó la sanación. ¿O hay otro motivo para su irritación más característica del Señor?

El cuarto prefacio común para la misa nos provee una respuesta a estos interrogantes. El prefacio es la oración a Dios hecha por el sacerdote antes de la consagración del pan y vino. Siempre proclama un aspecto de la creación o la redención lograda por Dios en Cristo. El cuarto prefacio común dice: “…no necesitas nuestra alabanza, ni nuestras bendiciones te enriquecen, tú inspiras y haces tuya nuestra acción de gracias, para que nos sirva de salvación”. Eso es, nuestro agradecimiento no ayuda a Dios sino a nosotros mismos.

Jesús no está alterado porque se siente despreciado por los nueve que no le regresan. Más bien, siente apenado que no se aprovechan de la salvación extendida por Dios cuando le dan gracias. Jesús revela el don inestimable de Dios cuando le dice al leproso curado agradecido, “…Tu fe te ha salvado”. Todos los diez están curados de la lepra pero sólo este, un samaritano que no tiene la ventaja de conocer todas las tradiciones de judaísmo, recibe la salvación ese día por dar gracias al hijo del Altísimo. Le parece a Jesús como tragedia como, por ejemplo, sentimos nosotros cuando vemos a un muchacho bien criado caer bajo la influencia del hampa. Tan terrible sea la lepra, no se puede compararla con la nada de la condenación. El décimo leproso ha encontrado la vida eterna, el mayor beneficio de Dios, por darle culto. Los otros nueve ya tienen un camino menos áspero en la tierra, pero todavía andan lejos de Dios en el cielo.