El domingo, 23 de mayo de 2010

PENTECOSTÉS, el 23 de mayo de 2010

(Hechos 2:1-11; I Corintios 12:3-7.12-13; Juan 14:15-16.23-26)

Recuerdas la historia. Viene de los Hechos de los Apóstoles. En uno de sus viajes misioneros san Pablo encuentra a un grupo de discípulos de Jesús. Les pregunta si han recibido al Espíritu Santo. Responden cortantemente, “Ni siquiera habíamos oído del Espíritu Santo”. Ninguno de nosotros podría dar la misma respuesta. Pues invocamos el nombre del Espíritu Santo cada vez que nos persignamos. Pero, ¿sería injusto decir que pocos de nosotros tengan un aprecio adecuado del Espíritu Santo? Hoy, la fiesta de Pentecostés, es un tipo de celebración del Espíritu Santo. Que reflexionemos un poco sobre quién es el Espíritu Santo y qué hace por nosotros.

El Espíritu Santo tiene que ver con la relación entre Dios Padre y Dios Hijo. Es como el concepto con que el Padre ha generado al Hijo desde siempre y el fervor con que lo ha amado. En la lectura de los Hechos hoy el Espíritu desciende sobre los discípulos de Jesús como la misma argolla de luz a la mente y del fervor al amor. La lengua de fuego perfectamente señala Su efecto. Primero, el Espíritu alumbra las mentes de los discípulos para comprender la redención merecida por la muerte, resurrección, y ascensión de Jesús. Segundo, mueve sus corazones para compartir la nueva comprensión como la gracia salvante al pueblo de Jerusalén.

El Espíritu Santo también funciona por nosotros diariamente. Nos da la capacidad para superar los desafíos que se nos burlen de nosotros. Con el Espíritu podemos dejar de beber si somos alcohólicos o dejar de fumar si somos adictos de tabaco; aun podemos cambiar nuestra dieta si tenemos problema con el peso. Como la luz de la mente, el Espíritu Santo nos asegura que somos amados por Dios. A menudo metemos en los vicios, que incluyen una dieta de 2700 calorías, con la idea errónea que somos dueños de nuestros cuerpos con el derecho para tratarlos como nos dé la gana. Sin embargo, la verdad es que pertenecemos a Dios, como niños a sus padres. Dios quiere que seamos sanos y fuertes para que tengamos lo verdaderamente mejor de la vida. Este hecho debería ser suficiente para persuadirnos a dejar las sustancias nocivas. Sin embargo, nos queda más, mucho más.

El Espíritu Santo nos llena del amor para que cuidemos a nosotros mismos. Eso es, nos inculca la templanza para soltar los vicios y la fortaleza para hacerlo cuando es difícil. Una vez un hombre prometió a su secretaria dos cientos dólares si ella dejaría cigarrillos. Puso sólo una condición: si ella resumiría a fumar dentro de un año, tendría que devolverle a él doble la cantidad. Después de dos años la mujer aún no fumaba. El hombre está convencido que ella tuvo éxito porque lo quería hacer. Eso es, era por el amor propio (pero legítimo) que dejó de fumar.

A veces es el amor para otras personas, proveído por el mismo Espíritu, que nos causa a actuar proezas. En un cine un alcohólico, casi desesperadamente tomado preso por la bebida, se encuentra con una viuda joven con hijo. La pequeña familia lo llena con el deseo de arrepentirse. El hombre experimenta una contrariedad cuando la muerte de su hija en un accidente lo sacude como un terremoto de ocho grados. Pero el amor para la mujer y su hijo le mantiene en el camino recto. En esta historia el papel del Espíritu Santo se hace patente cuando el hombre se somete al bautismo.

Ya no hablamos mucho de nuestro amor para Dios. Pues, el amor de Dios para nosotros lo sobrepasa como una sinfonía de Mozart supera el chillido de un pito. Sin embargo, podemos y debemos demostrar nuestro amor para Dios, posibilitado por el mismo Espíritu Santo, con actos penitenciales. Particularmente si tenemos problemas con el peso, podemos rebajar nuestro consumo de grasas y carbohidratos como los adultos católicos hacían hace cincuenta años durante la Cuaresma. Encargados con la esperanza de ser servidores de Dios más eficaces, seguimos la dieta estricta sin caer en la trampa de vanidad.

No somos dueños de nuestros propios cuerpos. San Pablo dice que hemos sido comprados por Dios a un precio caro. ¿Dos cientos dólares o, posiblemente, dos cientos mil? No mucho más – Su propio hijo. Por este hecho no quedamos pobres. Al contrario, el intercambio nos deja con el premio más precioso de todo. Hemos recibido la argolla de luz y del fervor. Hemos recibido al Espíritu.

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