EL SEGUNDO DOMINGO DE PASCUA – DOMINGO DE LA DIVINA
MISERICORDIA --
(Hechos
2:42-47; I Pedro 1:3-9; Juan 20:1-9)
Hace veinte años el
papa San Juan Pablo II nombró el domingo siguiente la Pascua de Resurrección
como “el Domingo de la Divina Misericordia”.
Anteriormente se había llamado la fiesta sólo el “Segundo Domingo de
Pascua”. Sí es el segundo domingo de
Pascua, pero este nombre no indica la grandeza de la celebración. En contraste, “Divina Misericordia” bien expresa
el planteamiento de Dios hacia nosotros.
Se puede ver la
misericordia de Dios particularmente en su Hijo, Jesucristo. De hecho, el papa Francisco llama a Jesús “el
rostro de la misericordia del Padre”. En
el evangelio hoy Jesús muestra la misericordia tres veces. Reflexionando en cada instancia nos ayudará
vivir mejor nuestro compromiso cristiano.
Ambas la pandemia y el mundo actual nos retan compartir la alegría de
conocer a Cristo.
En primer lugar, Jesús
muestra la misericordia cuando aparece a sus discípulos. Ellos están apiñados juntos en temor. Tal vez los judíos vengan para acusarlos de
tomar el cuerpo de Jesús de su sepulcro.
Con la presencia de Jesús en su medio la situación cambia. “Paz” – dice él – y la alegría reemplaza el
miedo.
La posibilidad de
contraer el virus Corona-19 ha aterrorizado a muchos de nosotros hoy día. No queremos sentir como si estuviéramos
ahogando. Mucho menos queremos
morir. Somos sabios a tomar al pecho la
paz que Jesús ofrece a nosotros también.
Ciertamente es preciso que sigamos los guías de los funcionarios de
atención médica. Pero es aún más
importante que recordemos que Dios nos ama.
Jesús hace rodeos para
mostrar la misericordia a Tomás. Este discípulo una vez era tan convencido que
Jesús era el Mesías que quería morir con él.
Pero ahora Tomás rechaza el testimonio de los demás que Jesús ha
resucitado. Pide prueba física antes de
que crea. No queriendo que Tomás se
quede en dudas, Jesús le aparece y le invita a tocar sus heridas.
Nuestras dudas sobre
la Iglesia pueden hacernos vacilar en nuestro compromiso al Señor como Tomás. Comenzamos por pensar que una relación
personal con Jesús es suficiente. No
importa que vayamos a misa o no. Sin
embargo, si emprendimos este curso, es posible que en tiempo corto abandonemos
al Señor. Nos hace falta el apoyo de la
comunidad de fe para seguir creyendo cuando encontramos apuros. Además, nos
hace falta la doctrina de la Iglesia para dirigir un curso recto. Ideas extremas, aparatos tecnológicos, y
deseos desordenados pueden llevarnos fuera del camino a la gloria.
Sobre todo, Jesús
muestra la misericordia cuando confiere a sus apóstoles el poder de perdonar pecados. Todos nosotros pecamos, a veces
gravemente. Hablamos mal de otras personas
sea por envidia o sea por venganza.
Vivimos principalmente por nosotros mismos y no por Dios. Muchos no tienen ningún compromiso de fe
fuera de asistir en la misa. Ni siquiera
ven a su trabajo como el campo de practicar la fe. Jesús permite que seamos perdonados por la
Reconciliación. Establece este
sacramento cuando sopla al Espíritu Santo sobre los discípulos aquí. Dice la segunda lectura que la resurrección
de Jesús nos concede “renacer a la esperanza de una vida nueva”. Esta “vida nueva" consiste de la libertad de
vivir por los demás y la alegría de tener la eternidad como nuestro destino.
El joven Karol
Wojtyla, el futuro papa Juan Pablo II, trabajaba en una cantera durante la
Segunda Guerra Mundial. Solía acudir a la
capilla del convento cerca de su trabajo.
En ese convento había vivido la Santa Faustina Kowalska, la fundadora
del movimiento de la Divina Misericordia.
Era la única iglesia los nazis permitieron quedarse abierta. Allí el joven pidió al Señor la misericordia
para sí mismo y también para los nazis.
Entendió que todo el mundo necesita la misericordia de Dios. No sólo los opresores del pueblo sino también
los futuros santos tienen que ser perdonados.
Entonces no cabe duda. Nosotros
también necesitamos la divina misericordia.
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