el domingo, 17 de agosto de 2014

VIGÉSIMO DOMINGO ORDINARIO

(Isaías 56:6-7; Romanos 11:11-15.29-32; Mateo 15:21-28)


Ha habido una crisis en la frontera entre Texas y México.  Miles de mujeres de Centroamérica junto con sus niños han estado entrando en los Estados Unidos.  Habían oído que serían dadas documentos con que pudieran estar en el país legalmente al menos por un tiempo. Parece riesgoso dejar su propia tierra para viajar mil millas a través de un territorio foráneo.  Pero ¿cuál madre no querría darles a sus hijos la oportunidad de escapar la miseria?  La madre que viene a Jesús en el evangelio hoy siente el mismo deseo.

Jesús parece agotado.  Ha estado enseñando, curando, y debatiendo con los fariseos.  Tal vez por eso decidió a retirarse de Israel un poco. Sin embargo, su fama le ha ido ante él.  Una mujer supuestamente pagana viene pidiéndole socorro para con su hija endemoniada.  Pero es la fe de la mujer que le llama atención a Jesús y no tanto su deseo por su hija.  La mujer le reconoce a él como “Señor” y “hijo de David” que equivalen a decir que Jesús es el Mesías, el hijo de Dios.  Si somos salvados por la fe, esta mujer tiene que estar entre los elegidos.

En el principio Jesús aferra el propósito de enfocarse sólo en los hijos de Abrahán. Entonces la mujer muestra una segunda cualidad llamativa.  Cuando Jesús refiere a su hija como un perrito que quiere tomar el pan de la mesa de su amo, ella no se ofende.  Más bien, acepta el comentario con la humildad y se lo aprovecha para ganar el alivio deseado para su hija.  Le cuenta a Jesús que si está bien que Jesús le compara a su hija con un perrito con tal que le alivie de su tormento.   Pues – como dice la mujer – “También los perritos comen las migajas que caen de la mesa de sus amos”.

¿Cómo deberíamos nosotros entender esta historia?  En primer lugar, es importante que no nos escandalicemos por escuchar a Jesús hablar de una niña como un perrito.  Es sólo la moda con que los judíos solían hablar de los no judíos en el primer siglo.  Es como nosotros frecuentemente hablan de los indígenas de las Américas como “indios” aunque no tienen nada que ver con la India.  Segundo y más al caso, que como la mujer pongamos nuestra fe en Jesús.  Él puede salvarnos de nuestros demonios, sea la debilidad frente la pornografía, el alcohol, o el enojo en la carretera.  Que no nos falte a pedirle la templanza para superar estos vicios u otros aún más gravosos.

Una cosa más: para nosotros cristianos católicos la práctica de la fe es tan importante que su expresión. La humildad de la mujer muestra que sigue la doctrina de Jesús que dirá a sus discípulos: “…el que a sí mismo se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Mateo 23:12).  ¿Por qué nos gusta hablar de nosotros mismos pero tenemos poco interés en lo que pase a los demás?  No, como dice el profeta Isaías en la primera lectura, hemos de velar “por los derechos de los demás”. Quizás podamos cuidar a uno de los niños centroamericanos en la frontera por un tiempo.  Al menos podemos contribuir a la organización Caridades Católicas que les compra ropa y comida.  Ciertamente, no es mucha la fe sin la caridad.

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