TRIGÉSIMO TERCER DOMINGO ORDINARIO
(Malaquías
3:19-20; II Tesalonicenses 3:7-12; Lucas 21:5-19)
Hace
poco una revista interrogó a varios personajes sobre el fin del mundo. Precisamente les preguntó: “¿Cómo y cuándo
terminará el mundo?” Algunos de los
interrogados predijeron que el fin vendrá relativamente pronto: por la
irrupción de un volcán o, tal vez, el choque de un asteroide en el planeta. Otros tomaron una posición menos alarmante:
con la expansión del sol en cinco mil millones de años. En el evangelio que acabamos de escuchar, la
gente pregunta a Jesús algo semejante.
Jesús
está enseñando en el área del templo.
Advierte que el edificio – tan impresionante como sea -- va a caer. Extendiendo la catástrofe al mundo entero, él
dice que habrá signos anticipando el fin como terremotos, epidemias, y
guerras. Estos eventos hemos visto en los
últimos cien años. Hace nueve años un
tsunami tomó la vida de casi un cuarto de millones de personas. En 1918 la influenza mató entre cincuenta a
cien millones. Esta semana se recordará el quincuagésimo aniversario del asesinato
del presidente John Kennedy. Se
considera como héroe por haber afrontado la Unión Soviética con armas nucleares
el año anterior. En un momento el
enfrentamiento fue tan intensivo que hubo temor palpable del intercambio de armas
nucleares.
Hay otras
señales de la muerte en medio de nosotros hoy.
No parecen tan nefastos como terremotos y golpes nucleares pero es
posible que ahoguen al mundo a la muerte.
Muchos, si no la mayoría, ahora piensan en la intimidad sexual sólo como
placer, desasociado de la procreación y del amor matrimonial. Para ellos el acto conyugal tiene sólo el
significado de un buceo en la piscina o una vuelta en el motor. Otra cosa perturbadora que va como la mano en
un guante con la trivialización del sexo es la disminución de la fe. Sin la creencia en Dios como el guía y juez,
los hombres tendrán a sí mismos como su capitán. Puede servir este sustituto en los días más
claros. Pero más tarde o más temprano
será como tratar de guiar la nave por las estrellas en una noche nublada. Por eso, Jesús advierte al final de la
lectura que tenemos que mantenernos firmes en la fe si vamos a sobrevivir.
Parece que
Jesús dice que no se puede evitar la destrucción inminente del mundo. Se dirige a la gente como si ellos mismos fueran
a experimentar el terror de estrellas cayendo en la tierra. Pero ya ha pasado casi dos mil años sin la
llegada del término del mundo. ¿Cómo se
puede explicar la demora? En otro lugar
San Lucas cuenta de Jesús diciendo a sus apóstoles que sólo el Padre sabe el
tiempo para el día final. Añade que ellos
han que predicar su palabra hasta los extremos de la tierra (vea Hechos 1:7). Aparentemente no ha complacido al Padre que
la tierra haya sido destruida. Sin
embargo, sigue la misión de dar testimonio a Jesús.
Cumplimos
esta misión por vivir la fe abiertamente.
Un corredor escribe que cuando entrena siente como el cielo y la tierra está
uniéndose. Que explique a todos sus
compañeros que significan estas palabras en términos de Dios fortaleciéndolo. Una laica lleva el rosario como collar cuando
asiste en las clases de ministerio. Que declare
su propósito de llevarlo entre sus compañeras.
Tenemos que mostrar a los demás cómo la fe nos hace vivir estables en un
mundo vertiginoso. Sí, muchos van a resistir
nuestras referencias a Dios como restricciones de su libertad. Pero podemos quedar seguros que sin Dios vamos
a dispersar como la arena en una tormenta.
Los
mayores recuerdan bien el tiempo en que el presidente Kennedy fue
asesinado. Por un rato el mundo pareció
parado. La gente puso la atención en las
noticias para entender cómo se puede tomar la vida de un capitán tan
esperanzador. Casi todos asistieron en
servicios religiosos pidiendo a Dios por la familia del presidente, por el
país, y por el mundo entero.
Desgraciadamente no demoró mucho este testimonio a la fe. Pronto la gente regresó a sus modos
vertiginosos. Sin embargo, siguió la
misión de Jesús a sus discípulos que no sólo mantengamos la fe, sino que la
dispersemos en todas partes. Tenemos que
dispersar nuestra fe.
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