EL DECIMOSÉPTIMO DOMINGO ORDINARIO, 29 de julio
de 2018
(II
Reyes 4:42-44; Efesios 4:1-6; Juan 6:1-15)
Hace
cien años muchos tenían que buscar el pan cada día. Los trabajadores ganaban salarios que sólo
proveían lo básico – casa alquilada, un cambio de ropa, y frijoles junto con el
pan. No eran contentos. Querían, no injustamente, tener más – pollo
para la mesa, un camisa de seda, una casa con recamara para los hijos. Así somos nosotros, los seres humanos, siempre
deseando más. Hoy en día queremos
teléfonos con data más rápida, casas de alto, salidas a restaurantes cuando nos
dé la gana. El evangelio según San Juan muestra
cómo Jesús cumple los deseos más profundos del corazón.
En el
pasaje que acabamos de escuchar cinco mil hombres y quién sabe cuántos mujeres
y niños vienen a escuchar a Jesús. Lo
ven como un sabio que cuenta de la voluntad de Dios. Jesús no los decepciona; más bien los llena. Les proporciona la palabra de Dios en
abundancia y también pan y pescado para saciar a todos con doce canastos de
sobrantes.
En el Evangelio
según San Juan se llaman los milagros de Jesús “signos”. Son hechos que significan realidades más
grandes que Jesús logrará por toda la humanidad. Cuando convierte el agua en vino, les alivia
la crisis de las bodas en Caná. Pero el
milagro significa cómo Cristo ha llegado para convertir el mundo en los hijos e
hijas de Dios. Así cuando da de comer a
la multitud con cinco panes y dos pescados, el hecho significa cómo saciará las
hambres más profundas del corazón. Estas
hambres no son para cosas materiales. No importa que nuestros muchachos digan
que no pueden vivir sin un nuevo IPhone.
No, más que IPhones y más que aún el pan, nuestros corazones anhelan
tres condiciones espirituales: la justicia junto con la paz, la misericordia, y
el amor.
Deseamos
ver que todos reciban lo que se les deba.
Por eso, nos preocupan las historias de la represión en Nicaragua. Cuando resbalemos, sea por debilidad o sea
por descuido, queremos la misericordia.
Sin la misericordia muchos de nosotros viviríamos siempre endeudados. Sobre todo queremos ser amados por quienes
somos. Si nunca conociéramos el amor, la
vida sería un tiovivo que siempre enseña los mismos placeres banales.
Aunque
Jesús ofrece el cumplimiento de estos anhelos, al principio no nos damos cuenta
de su oferta. Seguimos tan distraídos
con nuestros programas de televisión y equipos de fútbol que pasamos por alto su
oferta. En un sentido somos como la gente en el evangelio que quiere proclamar
a Jesús su rey. Piensan que estarían
contentos si él les suministra el pan de la mesa.
No se
darán cuenta del propósito de Jesús hasta que él cumpla su misión. Sólo después de la crucifixión y resurrección
pueden entender el valor de su oferta. Jesús
establece la justicia por pagar la deuda del hombre a Dios. Ya nosotros seres humanos sentimos el amor de
Dios llenando el corazón. Con este amor
podemos perdonar a uno y otro.
Los
hijos de una familia preguntaban a su mamá qué quería por la Navidad. Pensaban en comprarle un vestido o quizás un tostador. Pero la madre siempre respondía con el deseo de
corazón más profundo. Decía: “hijos
buenos”. Así Jesús nos sacia las hambres
más profundas. Más que pan para la mesa más que nuevos IPhones, Jesús nos provee la
justicia, la misericordia, y el amor. Jesús
nos sacia con la justicia, la misericordia, y el amor.
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