XXIX DOMINGO ORDINARIO
(Éxodo 17:8-13; II Timoteo 3:14–4:2; Lucas 18:1-8)
Reflexionando en las lecturas de hoy, deberíamos llegar a
una espiritualidad más rica y profunda. Nos invitan a cambiar nuestra manera de
pensar acerca de Dios y, más importante aún, de relacionarnos con Él. Antes de
examinar las lecturas, conviene eliminar una idea equivocada sobre Dios.
Jesús mismo nos enseñó a pensar en Dios como nuestro “Padre
del cielo”. Pero este Padre no necesita de nuestro agradecimiento ni de nuestro
amor como lo necesitan nuestros padres terrenales. Como ser espiritual, Dios no
tiene emociones humanas. Su amor no es del tipo que busque afecto, porque es
completo en sí mismo. Nos permite y nos exhorta a amarlo, no por su beneficio,
sino por el nuestro. Cuando lo amamos hasta el punto de no ofenderlo, crecemos
como seres humanos, con la felicidad perfecta como nuestro destino final.
En el libro del Éxodo, cuando Dios le reveló a Moisés su
nombre, nos mostró lo que Él es en sí mismo. Dijo: “Soy el que soy”. Estas
palabras pueden parecernos misteriosas, pero indican que Dios ha existido desde
siempre y que siempre existirá. Él es la fuente de toda existencia, el que creó
todo lo que existe a partir de su propio ser. Cuando se hizo hombre en
Jesucristo, nos mostró sin lugar a duda que no solo es el Creador de todos los
seres humanos, sino también su protector amoroso. Además, dio la tierra a los
hombres y mujeres para ayudarles a conocerlo y amarlo.
Veamos ahora la primera lectura, también del libro del
Éxodo. Los israelitas están siendo atacados por los amalecitas. Es una agresión
injusta, ya que los israelitas no hicieron nada para provocar la guerra. Moisés
no tarda en pedir la ayuda del Señor para derrotar al enemigo. La recibe
mientras mantiene los brazos levantados en actitud de oración. Pero cuando los
baja, los amalecitas comienzan a prevalecer. No es que Dios sea caprichoso al
insistir en que le recemos para obtener su ayuda. Más bien, desea que lo
busquemos constantemente, para que permanezcamos siempre fieles a Él. Así como
los amalecitas están destinados a perecer por su injusticia, los israelitas
permanecerán en existencia por su cercanía al Señor.
La parábola de Jesús en el evangelio parece tan provocativa
como la que escuchamos hace unas semanas. Recordamos cómo Jesús alabó al
administrador injusto por su astucia al pensar en el futuro. En la parábola de
hoy, Jesús compara a un juez injusto con Dios. Por supuesto, no pretende decir
que Dios sea injusto. Más bien, quiere enseñarnos que debemos comportarnos como
la viuda, que no cesa de pedir justicia al juez. Es decir, debemos orar a Dios
sin descanso para obtener nuestras necesidades. Una vez más, las Escrituras nos
muestran que hacemos bien cuando no nos alejamos del Señor, sino cuando nos
entregamos a Él.
Ciertamente san Pablo estaría de acuerdo con la necesidad de
ser persistentes en la oración. En la segunda lectura, de la Segunda Carta a
Timoteo, el apóstol exhorta a su discípulo a mantenerse firme en lo que ha
aprendido y creído. Además, confirma el valor de la Sagrada Escritura como
fuente de vida justa.
No debemos terminar esta reflexión sin comentar la pregunta
enigmática de Jesús al final del evangelio: “’… cuando venga el Hijo del
hombre, ¿creen ustedes que encontrará fe sobre la tierra?’”. Con el alejamiento
de tantos de la comunidad de fe, la pregunta resulta particularmente
contundente. ¿Serán fieles los hombres cuando regrese Jesús, o se habrán
perdido por olvidar a su proveedor? Las lecturas de hoy claramente nos invitan
a orar constantemente para que Jesús encuentre fe cuando vuelva. Pero esto no exige
solo esfuerzo de nuestra parte. Más aún, nos asegura que Dios, en su amor,
siempre nos estará buscando. Como el padre del hijo pródigo, que mira el
horizonte cada día esperando una señal del extraviado, Dios nos llama
continuamente a volver a Él.
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