Homilía para el Domingo, 22 de junio de 2008

El Duodécimo Domingo del Tiempo Ordinario

(Mateo 10:26-33)

Una vez un hombre se le acercó al sacerdote después de misa. Le preguntó, “¿Deberíamos o no deberíamos temer a Dios?” El cura, sin demorar, respondió, “Sí, deberíamos.” Asombrado por la respuesta, el hombre meneó su cabeza diciendo, “¡Pensaba que Dios es nuestro Padre que nos ama!”

Es cierto, Dios es nuestro Padre eterno, pero como la relación con nuestros padres naturales desarrolla a través de los años, así hace la relación con nuestro Padre Dios. En el principio cuando las pasiones nos impulsan a exaltar a nosotros mismos, haremos bien a temer a Dios como quien pone límites a nuestros caprichos. Sin embargo, cuando aprendemos a dominar los impulsos desordenados, podemos considerar a Dios con toda estima que se le debe. Es como el caso de un hombre que recuerda a su padre con mucho afecto aunque lo castigaba por hablar mal de otras razas. Dice que cuando maldijo a un negro o un mejicano, su padre le lavó su boca con jabón.

En el evangelio hoy Jesús discursa con sus apóstoles de estos dos planteamientos hacía Dios Padre. En primer lugar tienen que temer a Dios como “quien puede arrojar al lugar de castigo el alma y el cuerpo.” Sin embargo, es el mismo Padre Dios que merece el amor por tener todos “los cabellos de su cabeza…contados.” Llevando a cabo la misión con que Jesús les encomienda, los apóstoles no tienen que temerlo. Más bien, pueden confiar en su apoyo. Es igual con nosotros. Cuando hacemos lo que podamos para inculcar los valores cristianos, podemos contar con el apoyo de Dios. Cuando nos acogemos a personas no conocidas a la parroquia, podemos contar con la gracia de Dios a superar nuestra descomodidad. Cuando reconocemos nuestros errores en el trabajo, podemos contar con Dios para llevarnos a través de cualquiera repercusión. Cuando nos mantenemos firmes en la corrección de un hijo extraviado, podemos contar con le favor de Dios.

Desgraciadamente son los reproches de hombres que nos tienen congelados más que la condenación de Dios. Eso es, estamos dispuestos a evitar las críticas de otras personas más que el pecado contra Dios. Por eso, unos mienten para ocultar sus deficiencias, y otros rehúsan a hacer lo justo. Parece un gran error, por ejemplo, faltar la misa dominical porque algunos visitantes han llegado a casa inesperadamente. Sería mejor que imitemos a los musulmanes en este caso. Si están entreteniendo a huéspedes en la hora de oración, muchos musulmanes simplemente se excusarán a sí mismos por diez minutos para cumplir su deber a Dios. Entonces, vuelven a sus compañeros con todos sintiendo elevados por su piedad.

No es inesperado a ver las casas de padres llenadas con los logros de sus hijos. En algunas casas son los trofeos de sport que los padres destacan. En otras son las fotos de cada etapa cumplida: la recepción de la primera comunión, la graduación del colegio, el matrimonio. Un hombre tuvo todas las cartas que recibió de su hijo por casi cincuenta años. Más que muestras de orgullo, son pruebas del amor de los padres para con sus hijos. Así Jesús nos recuerda como Dios Padre tiene contados todos los cabellos de nuestras cabezas. Dios nos ama a nosotros tanto. Dios nos ama.

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