Homilía para el Domingo, 14 de diciembre de 2008

Homilía para el III Domingo de Adviento

(Isaías 61:1-2.10-11; I Tesalonicenses 5:16-24; Juan 1:6-8.19-28)

Los saludos navideños llegaron en forma de una hoja doblegada en tres. Al abrirla, se ven titulares contando de tragedias y catástrofes. Dicen: “Ocho asesinados en la frontera”; “…matados en la violencia nigeriana”; “…sitio en Bombay”; “109 muertos en inundaciones en Brasil”: “una shock en precios eléctricas.” Pero en las letras más ennegrecidas es la proclamación del evangelio de la misa navideña: “No teman. Vengo para proclamarte buenas noticias, de mucha alegría.”

¿Quién duda que se necesite un Mesías hoy para entregar el mundo de sus problemas? Sin embargo, no parece posible ubicar nuestra esperanza en un político. Otro titular estos días cuenta del ultraje de un gobernador deseando vender un puesto en el senado bajo su control. Aun el nuevo presidente, en lo cual los muchos que no creen que el aborto es el crimen más pernicioso de nuestros tiempos ponen sus esperanzas, no podrá resolver las contiendas más tenaces. Tampoco tenemos ilusiones por los financieros y los capitanes de industria. La falla del sistema económica ha mostrado sus faltas. No, como Juan desconoce que él es el Mesías en el evangelio hoy, sabemos nosotros que ningún político y ningún rico es quien va a salvarnos. Los problemas son tan enraizados, las enfermedades tan cancerosas, que el Mesías tendrá que ser como un gran médico que puede remediar el mundo desde adentro.

El profeta Isaías describe este doctor del planeta como el que es ungido para curar a los de corazón quebrantado. Nosotros lo vemos en Jesús de Nazaret. No solamente curó a muchos enfermos en su tiempo sino también ha dejado una herencia de sanación. Sus palabras nos interrogan como rayos equis produciendo la diagnosis de la codicia. Sí, nuestros corazones son infectados con el deseo a dominar al otro por su propio placer, a tener toda la plata necesaria para vivir con la comodidad absoluta, y a mantener el prestigio de ser “buena gente” aún si no lo somos. También Jesús nos ha dejado el remedio. Nos inyecta con el Espíritu Santo para limpiar nuestros corazones de todo su escarnio.

Entonces ¿crearemos un mundo perfecto, una utopia donde todos vivan en el amor? Desgraciadamente no podemos ni esperarlo. Con ojos abiertos tenemos que reconocer tan extensiva es la enfermedad y tan fuerte es el cáncer que no se pueda erradicarlo en la historia. Sólo podemos permitir que el Espíritu domine a nuestras voluntades de modo que formemos una comunidad que dé testimonio a Jesús. Entonces por nuestra atención a los pobres, por nuestro cuidado del uno y otro, y por nuestra confianza en Dios otros van a unirse con nosotros. Resultará en una sociedad un poco más justa y un mundo un poco más habitable.

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