El domingo, 2 de mayo de 2010

V DOMINGO DE PASCUA

(Hechos 14:21-27; Apocalipsis 21:1-5; Juan 13:31-33.34-35)

Los malvados invaden una comunidad de seres inocentes. Quieren explotar el recurso más precioso que tienen. Sigue una gran batalla entre las dos fuerzas. En el principio los invasores fuerzan a los buenos retirarse. Pero no les falta la esperanza a los nativos. Recurriendo a ayuda espiritual, se levantan para vencer a los malvados. Esta trayectoria bosqueja el nuevo cine Avatar. También sirve como el argumento para la historia del Apocalipsis de que leemos en la segunda lectura hoy.

La palabra avatar quiere decir la encarnación de un ser en otra persona. Proviene de la religión hindú donde hay historias de los dioses manifestándose como humanos por avatares. Podemos distinguir el hinduismo del cristianismo por decir que el Hijo de Dios se hizo hombre en su propio cuerpo humano, no en ello de otra persona. De todos modos ahora no nos interesa la existencia de los avatares sino la experiencia de ser embestido por una fuerza abrumadora. Puede ser la persecución que los cristianos soportó al final del primer siglo y por la cual se escribió el Apocalipsis. Puede ser una catástrofe natural como el terremoto en Haití que tomó la vida de más que 200 mil personas. O puede ser algo más personal – el descubrimiento de la infidelidad en un matrimonio o la diagnosis de un tumor inoperable de cerebro.

Cuando nos prueba un contratiempo, nos preguntamos, ¿qué hice para merecer esto? Es cierto que cada uno de nosotros ha hecho mal, pero no es necesario ver cada uno de nuestros problemas como la culpa nuestra. Sería más provechoso interpretar las dificultades que nos enfrenten como una llamada a recurrir al Señor para el auxilio. Una vez un sacerdote misionero canadiense en la República Dominicana cayó mal. Lo llevaron al hospital donde se hizo la diagnosis de tuberculosis pulmonar. Después de poco podía volver a su propio país donde confirmaron la diagnosis. Según los médicos necesitaba un año de tratamiento sólo para volver a su casa. Entonces se puso a sí mismo en las manos del Dios. Unos seglares llegaron a su salita como un pedazo del cielo viniendo a la tierra. Le pidieron que rezaran sobre él. Dice el sacerdote que durante la oración, él sintió un calor fuerte en sus pulmones de modo que pensara que iba muriendo. Pero no fue el golpe de la muerte sino, según el padre, el amor de Jesús sanándolo. Cuando se hicieron los exámenes de nuevo, no se vio ninguna huella de la tuberculosis.

Todos nosotros hemos oído de curaciones como ésta. Sin embargo, somos más acostumbrados a oír de enfermos no recibiendo la sanación que piden en la oración. ¿Y qué? Lo que nos significa más que la sanación es la fe. Cuando nos ponemos a nosotros mismos bajo el manto de Dios estamos salvados. Fuera de Él estamos perdidos si o no sobrevivimos el crisis. En el Apocalipsis muchos sufren, pero aquellos que queden fieles a Dios salen de las pruebas con coronas de la victoria. Son la gente en la lectura hoy que habita la nueva Jerusalén – compañeros de Cristo para siempre. Las historias de la sanación sólo nos ayudan mantener la fe. Pero no vivimos para ver maravillas sino para servir a él que nos ha redimido del pecado.

El padre Vicente también era misionero norteamericano cuando se puso enfermo. Después de diferentes exámenes le dieron la diagnosis de un tumor inoperable de cerebro. Como en el caso del misionero canadiense, oraron sobre él. Sin embargo, no se sanó. Pero se vio un cambio en la parroquia donde quedaba el padre. Por verlo enfrentando su enfermedad con calma se enderezó la fe de la gente. Se puso a mostrar su compasión en cien modos diferentes – de los médicos atendiéndolo a las mujeres preparándole sopa. Fue otra experiencia de la nueva Jerusalén. Fue otro pedazo del cielo viniendo a la tierra.

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