LA
ASCENSIÓN DEL SEÑOR
(Hechos
1:1-11; Efesios 1:17-23; Lucas 24:46-53)
En este
“Año de la fe” los obispos piden que practiquemos la “Nueva
Evangelización”. Pero muchos no saben lo
que era la evangelización vieja, mucho menos la forma nueva. La evangelización es contar a los demás la
buena nueva de Jesucristo. Como Jesús indica
a sus discípulos en el evangelio hoy, su resurrección de la muerte comprende la
buena nueva. Pues, muestra el plan de
Dios para sus hijos: no vamos a ser destruidos con la muerte sino tenemos un
destino eterno en la resurrección.
Ciertamente
hemos de anunciar este mensaje con palabras.
Sin embargo, como dinero de papel no significaría nada si no hay oro en
el banco respaldándolo, nuestras palabras necesitan algo para constatar su
valor. Su oro es el amor. La “Nueva Evangelización” es exponer este
amor proclamando la vida eterna por actos de caridad. Es tratar a los demás como nuestras madres una
vez nos enseñaron: socorrer a los pobres, cuidar a los enfermos, y respetar a
todos.
Desgraciadamente
muchas veces sentimos ocupados y cansados para practicar el amor, por no decir desinteresados
y perezosos. Nos hace falta el impulso
para poner pilas en las buenas intenciones. ¿Qué nos moverá a la caridad? ¿La posibilidad de ser reconocidos? Ojalá que no; pues a lo mejor no sería el
verdadero amor. En el evangelio Jesús dirige a los discípulos a esperar otro
tipo de motivación: el Espíritu Santo.
Él vendrá como fuego quemándose desde adentro a mostrar el amor de Dios
que les ha llegado por Jesucristo.
El
Espíritu llegará en tiempo. Ahora los
discípulos han de congregarse para orar.
La oración los levantará para discernir la voluntad del Padre como si
fuera un telescopio enfocado en actividades muchos kilómetros de
distancia. El discernimiento refiere a
la elección de una gracia entre otras.
Se lo hace por pensar, por preguntar de las experiencias de otras
personas, y sobre todo por pedirle a Dios la dirección. Él nos revelará si quiere que nos integremos
en la Sociedad de San Vicente de Paulo, que ayudemos el alcance a las muchachas
embarazadas, o que hagamos otra cosa.
Podemos
contar con el apoyo de Cristo. Su
ascensión no significa tanto su partida de nosotros; pues sigue con nosotros en
la Eucaristía. Más bien, ella implica su
apelación por nosotros delante de Dios Padre.
Es como si él fuera nuestras madres dejando la casa en la mañana para
trabajar para que podamos ir a la universidad.
Por eso, los discípulos dejan las cercanías de Betania “llenos de
gozo”.
Permanecen
constantemente en el templo alabando a Dios.
Así termina este evangelio de san Lucas exactamente donde comenzó – el
lugar privilegiado del encuentro entre los hombres y Dios. Recordamos como al principio de este
evangelio el ángel apareció a Zacarías en el templo diciéndole que iba a tener
a un hijo que irá delante del mesías de Dios.
Ya los discípulos le agradecen a Dios por cumplir toda la promesa de esa
aparición. ¿No es que nuestras vidas
duplicamos esta historia en parte? Pues
en la mayoría de los casos nuestras madres nos llevaron al templo como bebés
comenzando nuestra trayectoria de vida.
Aquí estamos con ellas hoy dando gracias a Dios por su bondad. O, posiblemente hayamos acompañado a nuestras
madres al templo por la última vez hace tiempo.
No obstante, como los discípulos le expresamos el agradecimiento a Dios
por las bendiciones que nos han alcanzado por ellas.
Hoy los
americanos llenos de gozo festejan a sus madres. Les agradecen a ellas con flores por todos
sus actos de amor. ¿Quién más que nuestras
madres hizo apelaciones a Dios por nosotros?
Nadie excepto Jesús. Él está delante
de Dios Padre pidiéndole que nos envíe al Espíritu Santo. Como nuestras madres Jesús nos pide a Dios Padre
al Espíritu.
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