El domingo, 21 de diciembre de 2014



EL CUARTO DOMINGO DE ADVIENTO

(Samuel 7:1-5.8-12.14.16; Romanos 16:25-27; Lucas 1:26-38)

El otro día radicalistas musulmanes masacraron a más que ciento treinta adolescentes en Pakistán.  Entraron en una escuela de hijos de militares y abrieron fuego con sus rifles.  Los asesinos supuestamente querían recompensar a los padres de los muchachos por una acción semejante. Su crimen pone en relieve la necesidad de la iniciativa de Dios relatada en el evangelio hoy.

Dios envía al ángel Gabriel a María de Nazaret.  Quiere que la joven sea un instrumento clave en Su plan de la reconciliación.  Ella daría a luz un hijo con el nombre “Jesús” que significa “Dios salva”.  Por José, su esposo con quien no ha tenido relaciones íntimas, el niño tendría el linaje de David.  Como su antepasado reunió todas las tribus de Israel, Jesús reuniría las naciones del mundo en un solo pueblo exaltando a Dios.  Se ha mostrado este logro en los santos de la Iglesia tan diversos como San Martín, el mulato de Perú, y Santa Teresa Benedicta de la Cruz, la conversa alemán del judaísmo. 

Tan noble como suene, ser el hijo de David no sería la identificación más distinguida para Jesús. El ángel dice a María que el Espíritu Santo descendería sobre ella haciendo a Jesús el Hijo del Altísimo.  Por esta descendencia, él sería la presencia reconciliadora de Dios ofreciendo cada corazón humano la paz.  La persona sólo tiene que arrepentirse de sus modos pecaminosos mientras confía en la misericordia de Dios.

María demora un momento.  No es que tenga dudas del plan de Dios. Sólo no está segura que el ángel haya llegado a la puerta correcta.  Como virgen, se pregunta cómo  puede ser madre.  Cuando el ángel le asegura que sería por intervención del Espíritu Santo, María responde con más que un “sí”.  Precisamente dice, “…cúmplase en mí lo que me has dicho”.  Es lenguaje ejecutivo que hace firme lo que se está pensando en la mente.  Es como el compromiso que los novios hacen en el día de sus bodas.  Es decir, “Ya no quiero más seguir mi propia voluntad sino la tuya”. 

Como Jesús y como María, hemos de conformarnos a la voluntad de Dios Padre.  Cada uno tiene que discernir en la oración lo que Dios quiere para él o ella. Sin embargo, podemos enumerar algunas disposiciones que conforman a la voluntad de Dios para el tiempo navideño.  Primero, Dios quiere que tratemos todos los deleites del tiempo – los pasteles y los regalos -- como signos indicando la llegada del Salvador.  Qué no confundamos las señales con la realidad, Jesucristo, por caer en la gula o la envidia.  Segundo, el Señor desea que nos aprovechemos de este tiempo de paz para buscar la reconciliación con nuestros enemigos.  Tal vez hayamos discutido con un pariente o guardemos el rencor contra una vecina.  No hay mejor oportunidad para enmendar relaciones que estos días de gracia.  Finalmente, Dios quiere que recordemos a los pobres con quienes Jesús se identificó cuando sus padres lo colocaron en el pesebre.  Es tiempo oportuno para compartir de nuestra riqueza con las Caridades Católicas o la Campaña Católica para el Desarrollo Humano.

A las familias les gusta amontar los regalos cerca el árbol navideño.  Todos son envueltos en papel colorido y adornado con cintas.  Los niños se preguntan si los regalos tienen los juguetes que pedían.  Los adultos esperan que no se les olvidara de nadie.  Pero el mejor regalo no aparece al pie del árbol navideño.  Ni se puede conseguirlo por sí mismo.  Pues el mejor regalo es la reconciliación que Jesús nos ha ganado.  El mejor regalo viene de Jesús.

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