El domingo, 15 de noviembre



EL TRIGÉSIMO TERCER DOMINGO ORDINARIO

(Daniel 12:1-3; Hebreos 18:11-14.18; Marcos 13:24-32)

Un  artículo en una revista popular recientemente trató del fin del mundo.  Dio alternativas probables para la destrucción del planeta tierra.  Dijo que puede pasar por una guerra, un asteroide errante, o los mares levantes.  Más al caso, sugirió posibilidades para la humanidad después de la catástrofe. Tal vez los seres humanos puedan establecer una colonia en Marte, en una luna de Júpiter, o en otra parte del universo.  Si no estamos convencidos que nos podremos mudar a otro lugar, deberíamos hacer caso al evangelio hoy.

Desde el principio de su existencia, el ser humano se ha preocupado por su fin.  Se pregunta: “¿Qué me va a pasar cuando muera?”  Y también: “¿Cómo tendrá lugar el fin del mundo?” Consciente que estos interrogantes afectan a sus discípulos, Jesús se les dirige.  Primero, trata del fin de los tiempos.  Dice que no pasará hasta que se experimente un período de la angustia.  Entonces el Hijo del hombre, eso es Jesús mismo, vendrá en la gloria.  Él recogerá a sus elegidos, ambos los vivos y los muertos.

Seguimos experimentando tribulaciones.  Ahora la guerra en el medio este está destruyendo civilizaciones de milenios.  Además cada año hay terremotos, huracanes, y tornados cobrando miles de vidas.  Sin embargo, todavía no ha llegado Jesús.  Parece que hay otro sentido de la predicción de Jesús que vale nuestra consideración ahora.  Tiene que ver con el segundo gran interrogante humano: ¿qué nos va pasar con la muerte?

La muerte queda como gran misterio.  Mucha gente la percibe como el enemigo más amenazante que existe.  Para ellos la muerte es el invierno de la trayectoria humana cuando la tierra fría retoma posesión de la suya.  Pero Jesús nos proporciona a nosotros otra perspectiva para ver la muerte.  Se puede entender la parábola de la higuera brotando hojas en el evangelio hoy como anunciando que con la muerte llega el verano de la vida.  Eso es, en la muerte nosotros floreceremos.   ¿Cómo es posible esto?

La primera lectura del profeta Daniel nos da una pista.  Dice que el pueblo de Dios despertará de la muerte.  Pero no es que todos los judíos pertenezcan al pueblo elegido de Dios.  Más bien según la lectura son aquellos que enseñen la justicia a los demás.  Quien diga la verdad y practique el amor puede esperar la muerte como un amigo.  La segunda lectura de la Carta a los Hebreos nos indica la dinámica de la salvación.  Por su sacrificio en la cruz Jesús ha hecho dignos a sus seguidores.  Él nos ha instruido cómo andar justos entre las mentiras y los odios del mundo. 

Entonces ¿estamos cobardes si tememos la muerte?  Parece que sí, pero vale la pena considerar unas cosas.  La muerte nos separa de nuestros seres queridos.  No más vamos a oír la voz tierna de nuestras madres.  Nos separa también del mundo que hemos llegado a querer por la firmeza de la tierra y la frescura del aire.  Más temeroso aún, la muerte nos separa de nosotros mismo.  El cuerpo que hemos mimado va a deshacer en pedazos.  Ciertamente hay mucho de temer en la muerte. 

Sin embargo, la muerte nos deja con la opción para escoger a Dios definitivamente. Cuando estamos agonizando, vemos nuestras propios logros como son en la realidad: por una parte orgullo y en todos casos insuficientes para llevarnos adelante.  Podemos agarrar los logros, pero ¿para qué?  Si vamos a alcanzar la vida de felicidad, tenemos que optar por Dios como nuestro salvador.  Tenemos que ponernos en sus manos.

Hace casi veinte años murió uno de los más notables católicos norteamericanos del siglo XX.  El Cardenal José Bernardin luchaba fuertemente contra el cáncer que eventualmente cobró su vida.  Experimentó mucha ansiedad pero en sus últimos días conoció la paz.  Poco antes de su fallecimiento escribió que la muerte se hizo su amigo.  Se dio cuenta que en el final Dios es todo.  Sólo tuvo que optar por Él.  Es así para nosotros.  Si nos ponemos en Sus manos, nunca nos perderemos.  Al contrario, en Sus manos encontraremos la felicidad. 

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