El domingo, 31 de julio de 2016



DECIMOOCTAVO DOMINGO ORDINARIO

(Eclesiastés 1:2.2:21-23; Colosenses 3:1-5.9-11; Lucas 12:13-21)




El americano John D. Rockefeller hizo una fortuna negociando en el petróleo.  Se hizo el primer billonario en la historia.  Una vez se le preguntó: “¿Cuánto dinero es suficiente?”  Respondió: “Sólo un poco más”.  Dicen que en América no se puede ser demasiado rico ni demasiado delgado.  Con la globalización no sólo los americanos sino todo el mundo quieren ser más ricos.  Las lecturas de la misa hoy retan esta actitud.

En el evangelio Jesús advierte a la muchedumbre: “Eviten todo clase de avaricia”.  Quiere decir que no deben caer en la búsqueda incesante del dinero.  A través de este evangelio de Lucas Jesús hace hincapié en el peligro que produce la abundancia de dinero.  Ya hemos oído este año el pasaje en que dice: “Dichosos los pobres…”  Dentro de poco escucharemos la parábola del rico que sufre en el infierno por no atender al pobre en su puerta.  Particularmente en este evangelio Jesús nos advierte de los pecados que tienen que ver con el dinero más que con cualquier otro tipo.

Deberíamos preguntar: ¿Por qué es tan importante la cuestión de avaricia?  La segunda lectura nos provee la respuesta.  La avaricia se hace en “una forma de idolatría”.  Eso es, la gente piensa en una cuenta de banco gorda como lo que va a salvarla.  El oro reemplaza a Dios como su esperanza.  Una vez un rico se enterró dentro de su Cadillac como si el coche lujoso pudiera llevarlo a la vida eterna.

Por supuesto, el dinero es útil.   La gran mayoría de nosotros lo usamos para comprar las necesidades básicas.  Ahorrar el dinero para el día en que no podamos trabajar es sólo prudente.  Aun las instituciones de la Iglesia buscan legados para cobrar las necesidades del futuro.  Lo que Jesús critica es el deseo de acumular cada vez más dinero en lugar de compartir el superávit con los pobres.  A pesar de lo que opinó Rockefeller, podemos llegar al punto en que tener más se hace en tener demasiado, aún para la Iglesia.  Se recuerda el mito del rey Midas que quería el toque de oro.  Una vez que se le otorgó, lo lamentó porque ni podía morder un pedazo de pan sin cambiarlo en oro.

El papa San Juan Pablo II decía que nuestro objeto en la vida no debe ser que tengamos más sino que seamos más.  Quería que usáramos el dinero para crecer como personas humanas.  Con la plata podemos tomar cursos educativos para aumentar nuestro conocimiento.  Podemos enviar a nuestros hijos a la universidad para que tengan carreras que sirven la sociedad en modos más profundos. 

Es preciso que cambiemos nuestro concepto de la riqueza.  Dice un proverbio judío: “El rico es la persona que se satisfaga con lo que tiene”.  Es la verdad, pero como cristianos querremos añadir algo: “La persona muy rica es quien conozca al Señor Jesús”.  Él nos indicará cuando tengamos bastantes cosas materiales y nos enseñará el valor de las bienes espirituales.  Como en el caso del hombre en el evangelio, no va a intervenir en nuestros asuntos.  Pero sí nos insistirá que compartamos nuestra abundancia con aquellos que tengan poco. 

Hay una historia que muestra a Jesús como la riqueza más grande.  Una mañana un santo de Dios llegó a la orilla de un pueblo. Se le acercó un ladrón exigiendo al santo que le diera la cosa más valiosa que tenía.  “Espérate un minuto”, dijo el santo. Entonces registró su bolsa y sacó un diamante tan grande como una toronja.  Le dijo al hombre, “Tómalo; es tuyo”.  El hombre tomó el diamante y se fue.  Pero más tarde del mismo día regresó al santo para devolver el diamante.  Le pidió, “Ahora dame el tesoro que te hizo posible soltar el diamante sin ninguna dificultad”.  Tenía razón el ladrón.  El santo tenía algo más precioso que el diamante tan grande como toronja.  Tenía a Jesús en su corazón. También lo tenemos nosotros.  En lugar de buscar fortunas que permitamos a él dirigir nuestras vidas.  Que permitamos a Jesús dirigir nuestras vidas.

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