El domingo, 1 de octubre de 2017

VIGESIMOSEXTO DOMINGO ORDINARIO

(Ezequiel 18:25-28; Filipenses 2:1-11; Mateo 21:28-32)

Cuando fue elegido, el papa Francisco hizo algo insólito.  No ocupó los apartamentos papales en el Palacio Apostólico como se esperaba.  Más bien, hizo su residencia en la Casa San Marta, que sirve como un albergue para visitantes al Vaticano.  Fue más que un gesto de la humildad que caracteriza este papa.  Fue un testimonio vivo y continuo de su opción para acompañar a la gente.  Él mismo dijo: “No puedo vivir solo.  Debo vivir mi vida con los demás”.  Se puede detectar esta misma postura en la Carta a los Filipenses de que viene la segunda lectura hoy.

Aunque es corta, la Carta a los Filipenses refleja a San Pablo con todas de sus virtudes.  Se presenta como un padre solícito en la lectura presente.  Dice: “…si ustedes me profesan un afecto entrañable, llénenme de alegría teniendo todos una misma manera de pensar, un mismo amor…” En otra parte de la carta Pablo se prueba como teólogo trinitario.  Escribe: “…los verdaderos circuncidados somos nosotros, los que adoramos a Dios movidos por su Espíritu, y nos alegramos de ser de Cristo Jesús…”  Sobre todo la Carta a los Filipenses pone en manifiesto el gran amor de Pablo para Cristo.  Cuenta: “Lo que quiero es conocer a Cristo, sentir en mí el poder de su resurrección, tomar parte en sus sufrimientos y llegar a ser como él en su muerte…”.

Es evidente que se motiva la carta algunas dificultades y tribulaciones en la comunidad.  En primer lugar hubo la rivalidad entre los cristianos mismos.  Pablo menciona cómo dos mujeres, Evodia y Síntique, que le ayudaron en la evangelización, ya no se llevan bien.  También indica que los paganos persiguen a la comunidad como lo maltrataron a él y Silas cuando llegaron allá por primera vez.  Finalmente Pablo critica a aquellos que profesan la fe en Cristo pero, no obstante, insisten en la circuncisión judía.

Podemos ver semejantes tensiones en nuestras comunidades cristianas hoy en día.  Todavía hay algunos que sienten que sus aportes valgan más que aquellos de los demás.  En una parroquia las Guadalupanas y las Carmelitas estaban criticando a uno y otro hasta que el párroco les mandara a quitar la rivalidad.  Pidió que las guadalupanas sirvieran el desayuno a las carmelitas el dieciséis de julio y las carmelitas prepararan el desayuno para las guadalupanas el doce de diciembre. 

La crítica de la fe ciertamente sigue en fuerza.  Recientemente una profesora de la ley propuesta como juez federal fue criticada por aceptar los dogmas de la fe católica.  Es como si fuera un signo de irracionalidad mantener que la vida humana comienza con la concepción y debe ser protegida desde entonces.  Finalmente hay católicos que insisten, como los judíos cristianos hicieron en el primer siglo, que sus prácticas particulares garanticen la salvación. Sea por asistir en la misa por nueve primeros viernes seguidos o sea por recibir las cenizas en el primer día de la Cuaresma, dicen que tienen la fórmula para la vida eterna.

Pablo nos da el remedio para todos estos problemas cuando advierte en la lectura hoy: “Nada hagan por espíritu de rivalidad ni presunción; antes bien, por humildad, cada uno considere a los demás como superiores a sí mismo y no busque su propio interés, sino el del prójimo.”  Él sabe que la única cosa que importa es Cristo, el conocimiento de Dios encarnado.  Porque Cristo era humilde y solícito de los demás, nosotros tenemos que ser así.  Nuestro premio para vivir así es el mismo Cristo.  Como dice Pablo en otra parte de la carta: “…para mí la vida es Cristo y la muerte es ganancia.”


¿No querríamos ser miembros de esa primera comunidad de cristianos en Filipos? Habríamos escuchado a Pablo predicar de su amor para Cristo.  Sí, pero habría sido difícil porque habríamos tenido que dejar nuestra religión tradicional y tal vez nuestras familias.  De todos modos nos quedamos con el gran reto de los filipenses: dejar las rivalidades entre nosotros para proclamar el amor de Dios con la claridad.  Nos queda el reto: proclamar el amor de Dios.

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