El domingo, 23 de septiembre de 2018


El vigésimo quinto domingo ordinario

(Sabiduría 2:12.17-20; Santiago 3:16-4:3; Marcos 9:30-37)

Cuando era universitario, siempre tomaba café.  Creía que con la ayuda de la cafeína sacara notas altas.  Entonces descubrí pastillas de cafeína que me dieron el mismo efecto del café pero fue más fácil a tomar.   Por los últimos veinte años los estudiantes han tenido otro remedio para enfocarse en los estudios.  Piden a un compañero con el trastorno de déficit de atención darles pastillas de la farmacéutica Rítalin.  Es más efectivo que la cafeína pero tiene efectos segundarios adversos como cambios en el estado anímico.  Ya sucede que algunos padres proporcionan a sus niños la capacidad de sacar notas buenas por otro ya exótico si no más eficaz.  ¡Buscan la materia genética de los genios en la reproducción de sus hijos!  Como intima Santiago en la segunda lectura, no hay límite de que algunas personas harán por la ambición egoísta.

Ni siquiera los discípulos de Jesús evitan la tentación de la ambición egoísta.  En el evangelio Jesús lo encuentra discutiendo quien entre sí sea el más importante.  El pecado es doblemente ofensivo a Jesús porque les acaba de explicar cómo él será maltratado y abusado. Es como si el ministro hospitalario entrara en el salón de un moribundo proclamando que suerte el paciente tiene por tenerlo como visitante.

El problema a la base es que nosotros humanos creemos que ganemos el valor humano con nuestros propios esfuerzos.  No reconocemos que el valor del hombre proviene primero y ante todo de ser creados en la imagen de Dios.  Jesús les da una enseñanza profunda sobre el valor humano cuando toma al niño en sus brazos.  Les dice a sus discípulos que aunque el niño no ha hecho nada para merecer el valor, él tiene tanto valor como Jesús mismo. 

A pesar de que sea sencilla, esta enseñanza es tan difícil como cualquiera materia en la universidad.  Una de los mejores teólogos del siglo pasado contó cómo él la había aprendido trabajando con los  incapacitados en un asilo.  Le pusieron a cuidar a un joven llamada Adán que no podía hacer nada por sí mismo – ni comer, ni bañarse, ni vestirse.  Dijo el teólogo que Adán le había permitido hacer todas estas cosas sin quejarse.  Aun cuando le lastimó por su tocarlo torpemente, no lo regañó.  Acreditó a Adán por enseñarle tres verdades transcendentes.  Primero, lo que importa en la vida no es el éxito sino el ser creado en la imagen de Dios.  Segundo, lo que le hace a la persona imagen de Dios no es tanto la mente que comprende sino el corazón que suelta la preocupación con el yo para acoger al otro en el amor.  Y tercero, la comunidad es necesaria para todos no obstante que algunos no lo reconoce como importante.

Dios ha regalado a cada uno de nosotros con la vida humana patronada de su propio ser.  Es la misma vida humana que asumió su propio hijo Jesucristo.  Por eso, Dios nos ama por lo que somos.  No obstante, podemos realizar la grandeza de la vida humana cuando hacemos un don de nuestras propias vidas.  Cuando nos dedicamos al bien verdadero del otro, mostramos al mundo que todos tienen este don de la vida humana y por eso son amados por Dios.  Porque estaremos actuando como Jesús, que se dio su vida completamente, el don que hacemos de nuestras vidas nos obtendrá el mismo fin que lo de Jesús.  Estaremos apremiados con la vida eterna.

Especialmente en Puerto Rico la gente habla de su “papá Dios”.  Evidentemente muchos allá se sienten una relación íntima con el Creador.  La gente que puede hablar sinceramente así ve a sí mismos como el niño en los brazos de Jesús.  Sí Dios les ama.  Sí Dios les ha regalado la vida para que se les regalen por el bien de los demás. 

No hay comentarios.: