El domingo, 20 de enero de 2019


EL SEGUNDO DOMINGO ORDINARIO

(Isaías 62:1-5; I Corintios 12:4-11; Juan 2:1-11)

Las bodas del príncipe de Inglaterra con la estrella de Hollywood eran uno de los eventos más celebrados el año pasado.  Veintenas de millones de personas las miraron por la televisión.  Pero para nosotros cristianos esas bodas no tuvieron ni un millonésimo de la importancia de las bodas de Caná.  Pues ellas llamaron la atención por un momento pasajero.  Las bodas de Caná tienen ramificaciones por la eternidad.  Por explorar sus temas podemos apreciar cómo Dios nos prepara para ambas la vida terrena y la vida eterna.

Las bodas son más que una fiesta.  Representan la unión entre familias tanto como entre personas.  También son profundamente orientadas al futuro con la esperanza de hijos.  Con estos dos propósitos en cuenta Jesús escoge las bodas para el primer signo indicando su naturaleza divina. 

Se puede decir que la encarnación tiene el sentido de bodas.  Pues significa la unión entre el cielo y la tierra.  Por haber nacido en carne y hueso entonces, Jesús creó una relación sólida entre la familia de Dios y la familia humana. La primera lectura del libro del profeta Isaías predice este evento con imágenes de matrimonio. El profeta conseja a Israel que no se acongoje más porque el Señor vendrá para desposarse con ello.  Quedará con el pueblo para apoyarlo vivir con la justicia.  Así Jesús ha llegado para fortalecernos contra los vicios. 

Antes de tratar cómo la unión de Dios con la humanidad afecta el futuro, que consideremos el vino.  Un salmo nota cómo el vino “alegra el corazón del hombre” (104,15).  De hecho, el vino se ha hecho en símbolo de la alegría.  Aquí Jesús no sólo produce el vino sino “el vino mejor”.  Es la felicidad de la vida, no sólo para ahora sino para siempre.  De esta manera podemos entender el truque del agua en el vino como cambio de nuestra naturaleza.  Jesús nos hace en hijos adoptados de Dios de modo que la muerte no nos aniquile.  Por unirnos con él tendremos un futuro sin fin. 

Alcanzamos esta unión cuando ponemos la fe en Jesús.  El evangelio cuenta de dos grupos mostrando la fe.  El primero consiste de sola una persona: la madre de Jesús.  Ella cree en su hijo aun cuando él se aleja de ella.  En el pasaje no le llama “mamá” y le responde a su intervención con la pregunta fría: “’¿qué podemos hacer tú y yo?’” No obstante, ella dice a los sirvientes con confianza absoluta: “’Hagan lo que él les diga’”. El segundo grupo poniendo su fe en Jesús es sus discípulos. Llegan a su planteamiento cuando lo ven cambiando el agua al vino. 

Nosotros quedamos entre estos dos grupos.  No hemos visto cambios de agua en vino, pero hemos atestiguado cambios de la actitud.  Una religiosa reporta recibiendo la llamada gozosa de una compañera de clase en sus cumpleaños.  Dice que en el pasado la compañera se quejaba siempre con una crítica para todo.  Entonces, tocada por la gracia, cambió de perspectiva. Ahora tiene una actitud muy positiva. A lo mejor cada uno de nosotros podemos percibir un tal cambio en nuestras propias vidas.  Tal vez como niños fuéramos consentidos con un enfoque exclusivamente en nosotros mismos.  Sólo por la gracia de Dios hemos crecido en adultos responsables por el bien de todos. Nuestra fe no es tan comprehensiva como la de María.  Ni es basada en la experiencia directa como la de los discípulos.  Sin embargo, vale para unirnos con Cristo. 

Una vez una mujer estaba postulada para la presidencia de una organización nacional católica.  Tenía a una amiga de años atrás cuando habían vivido en la misma parroquia en otra ciudad.  Cuando la amiga se enteró de la elección, viajó al capital para hacer campaña por la candidata.  Su entusiasmo era tan convincente que ganó la mujer.  El evangelio de las bodas de Caná quiere relatar una historia semejante.  Jesús ya está con nosotros.  Con él vamos a ganar la lucha de la vida.  Con él conquistaremos los vicios de nuestra naturaleza humana.  Con él tendremos el destino de su naturaleza divina.

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