El domingo, 30 de junio de 2019


EL DECIMOTERCER DOMINGO ORDINARIO, 30 de junio de 2019

(I Reyes 19:16.19-21; Gálatas 5:1.13-18; Lucas 9:51-62)


Al 4 de julio del año 1776 los representantes de las trece colonias norteamericanas ratificaron la Declaración de Independencia.   El documento listó las quejas de los colonos contra el rey de Inglaterra.  Dijo que normalmente la gente tiene que aguantar las injusticias de su gobierno.  Pero – continuó – cuando las injusticias crean una situación de despotismo, la gente tiene el derecho de formar una nación nueva.  Así nacieron los Estados Unidos.  Sin embargo, los líderes de la nación nueva sabían que la libertad no puede continuar por mucho tiempo sin la virtud de la gente.  El primer presidente de la república George Washington dijo: ambas la religión y la moralidad son necesarias para la prosperidad política.  Hasta el día hoy los americanos cantan: “Confirma tu alma en el autodominio, tu libertad en la ley”. En la segunda lectura hoy san Pablo dice algo muy parecido. 
               
Pablo cuenta a los gálatas: “Conserven, pues, la libertad y no se sometan de nuevo al yugo de la esclavitud”.  Pablo conoce bien el corazón humano.  Sabe de su tendencia a volver cosas buenos en vicios.  Se da cuenta de que la libertad puede volverse en el libertinaje, una forma de esclavitud.  Por esta razón, vemos a los adictos no como personas libres sino esclavos a las drogas. 

En nuestros tiempos parece que la gente es pegada particularmente a los vicios de la codicia, la lujuria, y la ira. Pocos están contentos con su salario. Si se fuera a preguntar: ¿cuánto dinero es suficiente para ti?  Casi todo el mundo respondería,  “Un poco más”.  La lujuria impregna nuestro entretenimiento como la contaminación impregna el aire cerca una carretera en agosto.  Es difícil evitarla.  Y la mayoría piensan que tienen el derecho de sentirse airados aun sobre cosas pequeñas.  A veces me capto a mí gritando al otro chofer por manejar su coche lentamente.  Pablo reduce todos estos vicios a uno, el egoísmo. 

Para combatir el egoísmo Pablo exhorta que la gente se deje a ser guiada por el amor del Espíritu Santo.  El amor verdadero nos forma el corazón para ser como lo de Dios. Una persona llamada Miguel describe cómo el amor lo rescató de la trampa de alcohol y drogas.  Dice que cuando tomaba, regularmente mentía a sus amigos y familiares.  Añade que bebiendo le hizo evitar el hecho que estaba arruinando su vida.  Un día, trató de llevar su bicicleta en la playa y se atascó en la arena.  Se dio cuenta que su situación reflejó su vida y que no podía continuar así.  Llamó a sus padres y sus mejores amigos para confesar su tontería.  No le rechazaron sino le prometieron su apoyo.  Encontró a un grupo de doce pasos y desde entonces no ha tomado ni un trago.  Ahora él ayuda a otros alcohólicos en su viaje a la reforma. 

El evangelio muestra cómo la superación del egoísmo es necesaria para ser discípulo de Jesús.  Contra la codicia Jesús advierte que el discípulo tiene que acostumbrarse de no tener ni una almohada para reclinar la cabeza.  Contra la lujuria dice que el Reino de Dios tiene prioridad sobre todas las otras cosas incluso la familia.  Y contra la ira Jesús reprende a Santiago y Juan cuando en su furia quieren bajar fuego en los samaritanos.  Se puede cumplir estas exigencias sólo con el amor.

Se dice que el corazón humano nunca queda contento.  Como un abismo sin fondo, no se puede llenarlo.  Tal vez es así con el corazón que no conoce el amor del Espíritu Santo.  Sin embargo, el corazón bajo el Espíritu tiene una experiencia distinta.  Reconoce los límites que necesitamos hacia las cosas buenas para que no se conviertan en vicios.  Aprecia la libertad de modo que no se vuelva en el libertinaje.  Reconoce la necesidad de tratar a todos con el amor. 

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