El domingo, 1 de septiembre de 2019


EL VIGÉSIMO SEGUNDO DOMINGO ORDINARIO

(Eclesiástico 3:19-21.30-31; Hebreos 12:18-19.22-24; Lucas 14:1.7-14)

Si nos dirían que una persona comporta como si fuera Dios, no querríamos conocerla.  Pensaríamos que es mandón, impaciente, y arrogante.  La segunda lectura tiene el mismo sentido.  Dice que la experiencia de Dios en el Antiguo Testamento era realmente espantosa.  Era algo devastador como un huracán o un incendio forestal. Sin embargo, el encuentro con Dios en Jesucristo es bastante el contrario.  No nos espanta sino realmente nos agrada.  Pues Jesús, la faz de Dios en la tierra, es hombre de la paz y la bondad.  En el evangelio Jesús nos avisa cómo llegar al domicilio de su Padre donde él reside.

Dice que si queremos conocerlo tenemos que vestirnos de la humildad.  En lugar de ocupar los puestos más adelantados, tenemos que sentarnos al fondo del salón.  Allí encontraremos a la gente sencilla que teme ofender a Dios.  El director jubilado de una fábrica de avión explicó cómo siempre se sentaba con los trabajadores en el comedor.  Dijo que quería saber sus necesidades, esperanzas e ideas para que haya mejor cooperación entre la labor y la administración.  Por eso, se puede decir que los modos de Dios no necesariamente limitan el éxito en el mundo.  Más bien pueden facilitar aún mejor su logro.

Jesús ofrece en el evangelio otro consejo para alcanzar la vida eterna.  Quiere que invitemos a los pobres y discapacitados a nuestras fiestas.  Sin duda, esta idea nos reta.  Invitamos a nuestra casa a gente cuya compañía disfrutamos.  Pero con extraños nos sintamos nerviosos.  ¿Qué diría Jesús de nuestro dilema?  No nos regañaría porque queremos entretener a nuestros amigos, pero nos alentaría a conocer mejor a los necesitados.  Podríamos hacer una “casa abierta” donde los ricos y los pobres pueden mezclarse.  Sería oportunidad para expandir nuestros límites para que nuestro amor pueda imitar a aquel de Dios Padre.  De hecho, si estamos destinados a vivir en su Reino para siempre, tenemos que asumir los hábitos de su pueblo.

Desafortunadamente, muchos han perdido la compunción de conformarse a los modos de Jesucristo.  Actúan como si tuvieran la vida eterna como derecho del nacimiento.  Tal vez piensen en la misericordia de Dios como permiso de mantener odio y desdén.  No, la misericordia de Dios se extiende gratuitamente a los que se arrepientan de sus pecados.  Por la gracia Dios siempre nos llama a Sí mismo.  Sin embargo, tenemos que responder a su llamado con la voluntad para amar a todos y perdonar sus ofensas.

Los teólogos enseñan que el orgullo es peor que la lujuria.  Ciertamente la lujuria tiene consecuencias graves como la fornicación, el aborto, y el nacimiento fuera del matrimonio.  Pero es un pecado que surge del instinto animal.  El orgullo es distinto.  Es ver a sí mismo como si fuera Dios.  Con la lujuria fácilmente se reconoce el pecado y se lo arrepiente.  Con el orgullo muchas veces se quede ciego a la maldad de modo que no se arrepienta. 

Dice la segunda bienaventuranza: “Dichosos los humildes porque ellos heredarán la tierra”.  En otras palabras, dichosos los que ocupan los puestos más al fondo del salón.  También, dichosos los que invitan a sus casas los pobres y discapacitados.  Son dichosos porque no tienen el orgullo que los ciegan a la grandeza de Dios.  Ellos no necesariamente heredarán la tierra bajo sus pies.  Pero si heredarán la tierra nueva, el Reino de Dios.

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