El domingo, 15 de septiembre de 2019


EL VIGÉSIMO CUARTO DOMINGO ORDINARIO

(Éxodo 32:7-11.13-14; Timoteo 1:12-17; Lucas 15:1-10)


Durante la cuaresma  escuchamos la bella parábola del hijo pródigo.  Ahora tratamos las dos parábolas que la preceden.  Las historias de la oveja perdida y de la moneda perdida tienen el mismo tema que la del hijo pródigo.  Forman un testimonio del amor de Dios para cada uno de nosotros.  Retratan a Dios como siempre listo para perdonar nuestros pecados.  De hecho lo describen como buscándonos cuando lo fallamos.

Sí, pecamos aunque nos cuesta admitir el hecho a veces. La dificultad puede ser que no vemos a nosotros mismos como entre los pecadores grandes.  Pero la verdad es que como jóvenes hacemos varios actos indiscretos. Tal vez decepcionemos a una persona querida. O posiblemente nos aprovechemos de una persona ingenua.  Aún como mayores nos encontramos a nosotros mismos blasfemando después de beber mucho. O quizás miremos la pornografía en un momento desesperado.  Es posible también que seamos culpables de pecados tan atroces que los hayamos ocultado de nuestra consciencia.  Tal vez hayamos cometido el adulterio o aun tenido aborto.  De todos modos cada uno de nosotros hemos ofendido a Dios y lastimado a los demás.

Cristo nos ha venido para decirnos: “Está bien”.  No tenemos que preocuparnos de estos pecados.  Dios los perdona una vez que nos los arrepintamos.  Él nos concede un nuevo arranque de la vida de modo que los pecados ya no cuenten contra nosotros.  Es como un equipo de fútbol.  Su record del año pasado no lo retarda en la nueva temporada.  Comienza de nuevo con cero victorias y cero derrotas. 

Algunos quieren preguntar: ¿por qué Dios es tan misericordioso con nosotros?  Las primeras lecturas de la misa hoy nos ofrecen respuestas posibles.  En la primera Moisés sugiere que Dios perdona los pecados del pueblo porque tiene que cumplir sus promesas a Abraham.  Pero no es cierto que Dios tenga que perdonar desde que los Israelitas han abandonado sus obligaciones de la alianza.  En la segunda lectura  Pablo propone otra posibilidad.  Sugiere que Dios  perdona los pecados para utilizar a los perdonados como instrumentos en su plan para salvar al mundo.  Esto es cierto pero deja con la pregunta: ¿por qué Dios quiere salvar al mundo?

Dios es misericordioso con nosotros porque es tan perfecto que no quiera nada por sí mismo.  Sólo quiere compartir su bondad con cada uno de sus creaturas.  Es como la persona tan rica que no tiene ningún interés en hacer más plata.  Sólo desea usar sus millones por el bien de los demás.  Por eso, Dios se alegra con el arrepentimiento de un pecador.  Como el pastor que halla su oveja, la mujer que encuentra su moneda, y el padre que tiene a su hijo regresado, Dios quiere compartir su gozo con todo el mundo.

Algunos quedan ofendidos por las muestras del amor de Dios para los pecadores.  Se preguntan si la celebración de nuestro retorno a Dios va a arruinarnos como grandes muestras de afecto pueden consentir a niños.  Por esta razón los fariseos y escribas murmuran contra Jesús cuando lo ven comiendo con los publicanos.  Pero siempre tenemos que reparar el daño que nuestras ofensas han causado.  Si hemos estafado a alguien, tenemos que recompensarles o al menos tratar de hacerlo. Además hacemos la penitencia para corregir nuestras tendencias pecaminosas.  Si somos culpables de la gula, deberíamos ayunar para controlar nuestros apetitos.  Si hemos mirado la pornografía, deberíamos meditar sobre el significado de la sexta bienaventuranza: “Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”.

La palabra misericordia proviene de dos palabras latinas: cor, que quiere decir corazón, y miseria. Dios, que superabunda en la misericordia, comparte el corazón miserable del pecador.  Por eso, ha enviado a Jesús que nos dice: “Está bien”.  Jesús nos corrige de nuestras tendencias pecaminosas.  Sólo tenemos que arrepentirnos de nuestros errores. 


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