Vigésimo segundo domingo ordinario
(Deuteronomio 4:1-2.6-8; Santiago 1:17-18.21b-22.27; Marcos
7:1-8.14-15.21-23)
De vez en cuando hay alboroto sobre los
Diez Mandamientos. Si una entidad
colocara una representación de los Mandamientos en lugar público, es seguro que
los ateos o los secularistas protestarían.
Hace veinte años un juez tuvo fabricado un monumento de granito con los
Diez Mandamientos inscritos en ello para su corte. Después la protesta, una corte superior mandó
que quitara el monumento. Dijo que era
una violación de la separación entre la Iglesia y el estado. Entonces el juez hizo una campaña para buscar
apoyo. Cargó el monumento de casi 2400
kilos a diferentes partes del país clamando la injusticia de la prohibición.
En un sentido el juez tenía la razón. Sí,
los Diez Mandamientos ocupan un espacio céntrico en nuestra religión, pero su
significado no es primeramente religioso.
Más bien los Mandamientos forman los principios de la ley natural. Eso es, transmiten el núcleo de lo que es
conducta recta como determinada por la razón humana. Prescriben las obligaciones y las
prohibiciones para hacer posible la vida social. Por esta razón la primera lectura insiste que
el pueblo Israel tiene que ponerlos en práctica.
En el evangelio los fariseos critican a los
discípulos de Jesús por acciones que tienen poco que ver con los Diez
Mandamientos. Dicen que es terrible que
los discípulos no lavan sus manos antes de comer. Pero ni los Diez Mandamientos ni los otros
preceptos de la ley judía requieren tal lavado.
Es tradición de sus mayores impuesta por los superiores religiosos para
evitar que partículas impuras toquen los labios del judío. Es verdad; no es muy difícil cumplir esta
regla. Sin embargo, multiplicadas
centenares de veces en diferentes áreas de la vida, tales tradiciones pueden
hacerse insoportables.
Jesús siempre ha llevado a cabo los Diez
Mandamientos y todas las reglas de la Ley.
No obstante, insiste que las tradiciones de los mayores no atañan a esta
categoría de deberes. Según Jesús
agradar a Dios consiste ambos en amar a Dios y al prójimo y en evitar la
maldad. La segunda lectura de la Carta
de Santiago resume su modo de pensar.
Dice que la religión consiste en ayudar a los desafortunados y
distanciarse de las influencias que corrompen el alma.
Hoy en día las tradiciones de los mayores
ocupan la mente de varios católicos.
Algunos insisten que se arrodillen cuando reciben la hostia y la tomen
en la lengua. Además, quieren que el
sacerdote ofrezca la misa con su espalda al pueblo y que use el latín. Estas cosas no son malas, y probablemente
ayudan a algunos rezar con más fervor.
Sin embargo, no tienen el mismo valor de actos de compasión. Llevar comida a los desamparados después de
la misa vale mucho más que la mujer cubra su cabello en el templo o que
cualquiera persona ayune tres horas antes de la misa.
En un libro de oraciones un teólogo
reflexiona sobre “el Dios de la ley”.
Dice que es cierto que Dios está presente en los Diez Mandamientos de
modo que cuando los cumplamos, encontramos a Él. Pero, pregunta el teólogo, ¿está Dios
presente en las directrices de los superiores?
Responde a su propio interrogante con “sí” cuando obedecemos las
directrices por amor de Él. Si seguimos la
directriz del obispo a recibir la hostia en la mano o la directriz del párroco
a no estacionar el coche en alguna zona por amor de Dios, encontraremos a
Dios. Es así cuando cumplimos las
tradiciones de los mayores. Cuando los
cumplimos por amor, encontramos a Dios.
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