II DOMINGO ORDINARIO
(Isaías
62:1-5; I Corintios 12:4-11; Juan 2:1-11)
El
evangelio hoy es conocido, apreciado y singular. No tenemos ninguna otra
historia de Jesús asistiendo en bodas, mucho menos con sus discípulos y su
madre. Está dado a diferentes
interpretaciones. Algunos la entienden
como enfocada en María como la grande intercesora por todas nuestras
necesidades. Otros la ven como
testimonio de Jesús como persona regular que disfruta fiestas. Aún otros se aprovechan de la historia para
explorar las dimensiones religiosas del matrimonio.
Quisiera
proponer otra manera de leer este evangelio.
Tiene que ver con el matrimonio, pero no en el sentido de instrucciones
para los casados. Más bien, trata del
matrimonio entre Dios y su pueblo o, para nosotros, la unión entre Cristo y la
Iglesia. Parece ser la interpretación que
prefiere la Iglesia cuando lo une con la lectura del profeta Isaías.
La primera
lectura proviene de la tercera parte del Libro del profeta. El contexto de la lectura es Jerusalén poco
después del retorno de sus exiliados de Babilonia. Han experimentado el trauma
más grave de su historia hasta la fecha.
La ciudad entera había sido devastada junto con la destrucción del
Templo. Miles personas fueron matados y
otros miles deportados. Parecía al
tiempo que Dios había abandonado a su pueblo para siempre. Pero el profeta rechaza esa conclusión. Dice que el Señor ama a su pueblo y ahora,
purificado por el sufrimiento, promete a desposarse con él para siempre. Asegura a sus lectores que una vez más Israel
brillará con la justicia y manifestará la salvación.
El
Evangelio de Juan presenta el cumplimiento de esta promesa. Convenientemente tiene lugar en el contexto
de unas bodas. Jesús está allí junto con
sus discípulos y su madre. Se puede
decir que María sirve como casamentera presentando a Jesús a la gente. Aunque el momento para mostrar la plenitud de
su amor para el pueblo todavía no ha llegado, Jesús les da ahora una pista de
este amor. Convierte las seis tinajas de
agua en vino de modo que todos sean no solo satisfechos con su espíritu sino
maravillados de su calidad.
Para
entender el significado de la historia, tenemos que ser conscientes del
simbolismo que lleva. La falta de vino
es una manera de decir que la relación entre Dios y su pueblo carece de
vitalidad. El judaísmo se ha puesto
formalista con muchas reglas, pero poca santidad. Las tinajas de agua, que se
usaba para los ritos de purificación, representan la magra eficaz de la ley. Para rectificar la situación, Dios ha enviado
a su Hijo al mundo. El agua convertida
en vino tiene dos referencias. En un
lado, representa la transformación de vaciedad al gozo que experimenta el
pueblo con la presencia de Dios en su medio.
En otro lado, el vino simboliza la sangre de Jesús que va a ser derramada
para la salvación de todos.
En nuestro
tiempo muchos nosotros sentimos perplejos por los cambios que nos afectan con intensidad
creciente. Los mayores lamentan la
pérdida de virtudes como la humildad, la castidad, y la religiosidad
misma. Los jóvenes se angustian sobre
cuestiones básicas como perseguir una carrera o tener una familia. Los adultos se preocupan de que sus recursos
sean suficientes para satisfacer sus esperanzas y deseos. ¿Cómo vamos a proceder adelante?
La
respuesta que ofrece el evangelio es aferrar firmemente a Jesús. Como las últimas palabras dicen que “sus
discípulos creyeron en él”, no deberíamos retirar nuestra confianza. Por la participación en la Eucaristía, la
práctica de valores cristianos, y la colaboración con la comunidad podemos
navegar nuestras vidas a la serenidad que anhelan. El que cambió el agua al vino va a transformar
nuestras ansiedades en la paz.
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