El domingo, 26 de octubre de 2025

 

XXX DOMINGO ORDINARIO
(Eclesiástico 35:12-14, 16-18; II Timoteo 4:6-8, 16-18; Lucas 18:9-14)

Las parábolas del Evangelio según san Lucas son como las baladas en la radio: a menudo  transmiten la sabiduría de una manera atractiva. En el evangelio de hoy, Jesús nos ofrece otra parábola fascinante. Esta vez nos enseña cómo orar mediante la historia del fariseo y el publicano que rezan en el Templo. Ambos vivieron en circunstancias distintas a las nuestras. Sin embargo, al vernos reflejados en los dos, podemos aprovechar abundantemente la lección.

Aunque los fariseos parecen villanos en los cuatro evangelios, ellos salvaron al judaísmo de la extinción. Después del derrumbe del Templo, los fariseos reorganizaron la religión en torno a la Ley de Moisés. Para asegurar su cumplimiento, desarrollaron costumbres conocidas como la ley oral. Jesús se opuso a esta nueva ley por estar demasiado preocupada con los detalles. Dijo que, al procurar cumplirla, los fariseos a menudo se olvidaban de la primacía de la compasión. Los acusó de agobiar a los pobres con prácticas innecesarias.

Jesús tuvo algunos fariseos como amigos, pero, en general, los consideró arrogantes y despiadados. Por eso, pone a un fariseo como ejemplo de la manera incorrecta de orar en el evangelio de hoy. Lo caracteriza con los vicios que afectan a muchos reformadores: pensar en sí mismo como mejor que los demás; tener prejuicios contra otros tipos de personas; carecer de humildad ante Dios; y preocuparse por dejar una buena impresión.

Aunque no nos gustan las actitudes de los fariseos, no es raro que nos comportemos de manera semejante. Por supuesto, como ellos, practicamos regularmente nuestra religión —y eso no es malo—. Sin embargo, también como ellos solemos justificar nuestras faltas. Además, estamos inclinados a considerarnos mejores que la mayoría de la gente, y casi tan buenos como los verdaderamente santos. Somos lentos para reconocer nuestras propias faltas, pero rápidos para notar las de los demás. Queremos que se nos reconozca como inteligentes, atractivos, trabajadores y generosos, aunque no siempre lo seamos. Por eso, no nos abstenemos de fingir esas cualidades.

Los publicanos recaudaban impuestos en nombre del Imperio romano. En su mayoría eran romanos, pero se permitía que algunos judíos ocuparan ese oficio. Por colaborar con los opresores, los publicanos judíos provocaban el resentimiento del pueblo. Su trabajo les daba la oportunidad de extorsionar a la gente, lo que generaba aún más rencor.

Jesús pasó bastante tiempo con los publicanos en su esfuerzo por proclamar la misericordia de Dios. Es posible que los encontrara más dispuestos a arrepentirse que a otros. Al menos, Zaqueo —el jefe de los publicanos— demostró buena voluntad de arrepentirse cuando se encontró con Jesús en el evangelio que habríamos leído el próximo domingo si no fuera por el Día de Todos los Fieles Difuntos.

Como los publicanos, nosotros también estamos inclinados a la avaricia. Incluso es posible que participemos en pequeños engaños para ganar más dinero. Sin embargo, también como el publicano de la parábola, golpeamos nuestro pecho durante la misa y pedimos perdón al Señor en el Sacramento de la Reconciliación.

Pero pedir perdón no basta para ser justificado. Los pecadores deben reformar sus vidas. En el caso del publicano de esta parábola, se da por sentado que hizo los cambios requeridos. En la historia de Zaqueo, el jefe de los publicanos promete dar la mitad de sus bienes a los pobres antes de que Jesús lo declare salvado.

En un domingo este pasado verano, aprendimos de Jesús que debemos servir a los demás como el Buen Samaritano. Luego, el domingo siguiente, nos enseñó que es mejor escucharlo como María que servirlo como Marta. Jesús no se contradijo, sino que nos invitó a discernir bien los momentos para escucharlo y los momentos para servirlo. De modo semejante, los evangelios del domingo pasado y del de hoy están coordinados. Recordamos cómo nos instruyó el domingo pasado a orar persistentemente con la parábola de la viuda y el juez corrupto. Hoy nos explica que la oración constante no basta si no está acompañada por la humildad ante Dios.

Aunque somos arrogantes como el fariseo y avariciosos como el publicano, no estamos perdidos. Por la humildad del arrepentimiento y la oración del corazón contrito, Jesucristo nos justificará. Sin arrepentimiento, la oración es presunción; con arrepentimiento, la oración nos gana la salvación.

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