Homilía para el Domingo, 15 de abril de 2007

II DOMINGO DE PASCUA

(Juan 20)

El evangelio nos cuenta de las apariciones de Jesús el día en que resucita de la muerte y una semana posterior. Sabemos la historia bien porque la escuchamos en este segundo domingo de Pascua todos los años. Tomás no está presente cuando Jesús aparece a sus discípulos la primera vez. Pero allí está por la segunda vuelta. Desde que Tomás ha insistido que no creería sin tocar las llagas de Jesús, Jesús le invita a hacer precisamente eso. La escena termina con Jesús bendiciendo a todos que creen sin verlo resucitado. Por eso, podemos decir que el propósito de la historia evangélica es para confirmar nuestra fe en la resurrección.

Hace siete años, el Papa Juan Pablo II declaró que este segundo domingo de Pascua sería conocido como “el Domingo de la Divina Misericordia.” Se puede encontrar la razón para el nuevo título en el mismo pasaje evangélico. En la tarde de su resurrección cuando Jesús aparece a los discípulos, él sopla sobre ellos el Espíritu Santo. Mandándolos al mundo con el poder de perdonar pecados, Jesús les hace agentes de la misericordia de Dios.

Con toda la charla de una “crisis de fe” en nuestros tiempos, pensáramos que la mayoría de personas no más cree en la vida después de la muerte. Asimismo, sintiéramos la necesidad de proclamar la divina misericordia si muchos estuvieran rechazando a Dios como un tirano. Sin embargo, los americanos por mucho creen en la vida eterna y también que van a conocer el cielo. Un sondeo hecho hace unos pocos años muestra que ocho de cada diez americanos aceptan la vida después de la muerte. Cuando se les pregunta si esperan alcanzar el cielo, casi dos por tres americanos dijeron que sí. No es sorpresa entonces que sólo uno en cada dos cientos se ve a sí mismo como condenado al infierno.

Desde que tanta gente ya acepta la vida después de la muerte y cree en la misericordia, ¿por qué repetimos este evangelio año tras año? Encontráramos una razón en lo que proclama Tomás después de ver a Jesús. Lo llama “¡Señor mío y Dios mío!” ¿No es que Tomás nos hable de parte de todos nosotros? Jesús es nuestro Señor y nuestro Dios. Esto quiere decir que someteremos nuestra voluntad a la suya, que guardaremos sus mandamientos. El único mandamiento enfatizado en este Evangelio según San Juan es que amemos a uno y otro como Jesús nos ha amado.

Tal amor parece tan simple como “dos mas dos,” pero muchos lo encuentran tan difícil como el álgebra. Un hombre está cuidando a su esposa que tiene la enfermedad de Álzheimer. Pide a sus hijos que ayuden simplemente por telefonear a su madre de vez en cuando. Cierto, les dice, cuesta mantener una conversión larga con ella pero a ella le gusta mucho escuchar sus voces. Sin embargo, tres de cuatro de los hermanos resisten cumplir la petición de su padre. Amar a uno y otro al menos exige que cuidemos a aquellas personas que Dios nos ha puesto cerca.

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