Homilía para el domingo, 16 de septiembre de 2007

Domingo, XXIV Semana del Tiempo Ordinario

(Lucas 15)


La llamamos “la parábola del hijo pródigo.” Sería más correcto decir, “la parábola del hombre con dos hijos.” Pues cuenta de un padre maravilloso con dos hijos que se comportan neciamente como muchos nosotros.

Algunos aquí fácilmente se ven a sí mismos en el hijo menor. Tal vez vagáramos como jóvenes desgastando nuestra plata en cerveza y marihuana. Sin embargo, en sentido más profundo todos nosotros asemejamos al hijo menor cuando dejamos la casa de los padres para reclamar nuestro propio rinconcito en el mundo. En ese proceso a menudo nos olvidamos del amor de Dios y permitimos que los valores del mundo sustituyan Su plan para nosotros. En esquela anhelábamos notas altas en lugar del conocimiento. En el sexo buscamos el placer gratificante en lugar de la entrega entera a nuestra pareja. En la familia soñamos de comprar una casa de dos pisos en lugar de gastar los ahorros en la educación de los niños. Se puede extender esta lista indefinidamente, y en todos casos habrá una brecha ancha entre los deseos mundanos y el proyecto de Dios para nosotros.

En la parábola de Jesús el hijo menor se cae en busca de aventura. Él sufre el hambre, recuerda la bondad de su padre, y regresa a casa para pedirle misericordia. Todos nosotros tenemos que dirigirnos al mismo rumbo. Es el redescubrimiento del amor de Dios que nos da la esperanza. Este amor es como diamantes – sin precio, sin gastamiento, sin vencimiento. Este amor provee un cimiento estable en esta vida y un hogar eterno en la vida que sigue.

Nosotros que asistimos a la misa dominical no deberíamos tener problema de ver a nosotros mismos en el hijo mayor. Después de todo, Jesús lo incluye en su parábola como una lección a los fariseos, los observantes de reglas más detallados en la historia. Acatando exteriormente a los mandamientos, creemos que merezcamos premios infinitamente más grandes que aquellos que los ignoren. Siempre llegando temprano, resentimos a la gente que llega diez minutos tarde. Asimismo, trabajando duramente por cada peso renegamos cuando vemos a otras personas recibiendo la ayuda social.

Molestado por la celebración para su hermano menor, el hijo mayor no puede darse cuenta de cómo su padre se humilla para llamarlo a la fiesta. Tampoco puede apreciar que todas las pertenencias de su padre serán de él. El resentimiento y la envidia pueden quemar a cualquiera persona. Sin embargo, no somos desarmados frente estos remordimientos. Podemos escoger la gratitud por todo lo que tenemos en lugar del resentimiento por lo que nos falte. La mayoría de nosotros venimos de buenas familias. Tenemos al menos el techo sobre la cabeza y frijoles para la mesa. Antes de preocuparnos de tan injusta aparece la vida, deberíamos dar gracias a Dios por tan beneficioso Él es.

En la parábola es el padre que realmente llama la atención. Un símbolo por Dios, este hombre ama a los dos hijos a pesar de sus pecados. Podemos imitar a él aún si no somos padres de familia. Como el padre recibe a su hijo menor sin regañarlo nosotros tenemos que aceptar a nuestras familiares, amigos y asociados. Tal vez no podamos aprobar todas sus acciones, pero sí podemos exponerles nuestro amor. Hace poco una mujer se acercó a un sacerdote llorando porque su hija es homosexual. Se espera que ella le tomara a cariño el consejo del sacerdote que una orientación homosexual no es pecaminosa. Además, le dijo que una tal joven necesita particularmente el amor de sus padres. Más allá que aceptar a nuestros familiares, tenemos que darles tiempo. En la parábola el padre interrumpe su festejar para atender a su hijo mayor. No exige que este hijo reúna en la fiesta. Sólo quiere que entienda el propósito de ella. Así, tenemos que pasar tiempo con nuestros queridos seres.

En una famosa pintura detallando el regreso del hijo prodigo el artista Rembrandt muestra el padre mirando de soslayo mientras toma a su hijo menor en sus manos. El pintor quiere decir que el padre es ciego. No ve a su hijo como pecador. Es así entre Dios y nosotros. Cuando nos volvemos a Él, no nos ve como pecadores. No, somos solamente sus queridos hijos.

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