El domingo, 24 de octubre de 2010

XXX DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO

(Eclesiástico 35:15-17.20-22; II Timoteo 4:6-8.16-18; Lucas 18:9-14)

La última escena de un cine tiene lugar a una graduación universitaria. La locutora estudiante habla del futuro. Dice que para hacerte exitoso en la vida tienes que confiar en ti mismo sobre todo. Parece que el fariseo en la parábola evangélico hoy sigue este consejo.

El fariseo no se para a hablar de sí mismo. Se proclama a sí como diferente de los demás. Según él, vive como un santo, ayunando más que la cuenta y no faltando a pagar el diezmo hasta el último centavito. Sí, es cierto que su oración incluye una referencia a Dios. Sin embargo, tanto como mantiene una postura erguida en el Templo, parece que él menciona al Altísimo principalmente para ganar el respeto de los demás. Como el guapo Gastón en “La bella y la bestia”, hay que concluir que este fariseo es orgulloso.

Hablamos del orgullo como ambos una virtud y un vicio. Nos sentimos orgullosos cuando el guiso que hemos preparado satisface a todos, o cuando sacamos un diez en un examen, o cuando la gente nos agradece por la homilía. No es malo este orgullo con tal de que reconozcamos que no hemos logrado el éxito sólo por nuestros esfuerzos. La verdad es que para todo lo bueno que realicemos tenemos la ayuda de otras personas y sobre todo de Dios. Después de una de las mejores actuaciones en la historia del fútbol americano hace cinco años, el atleta Vince Young no se jactó de sí mismo sino reconoció el papel de otras personas en su hazaña. Elogió tanto al equipo como a su familia por haberla hecho posible. En cambio, cuando la persona se pone a sí mismo como la causa primordial de lo bueno que logra, el orgullo no sólo se hace pecado sino también la fuente de otros delitos. Muchos políticos se han caído en el adulterio, como el gobernador de Carolina Sur el año pasado, pensando en sí mismo como “número uno”.

Podemos comparar a los publicanos del tiempo de Jesús con los inspectores de edificios de hoy en día. Para los dos oficios se dificulta no meterse en el pecado. A un lado las personas que están en violación de la ley quieren pagarles sobornos por dar espaldas a las infracciones. Al otro lado ellos pueden exigir más que la cuenta de propietarios cuyas cosas están en orden. Evidentemente el publicano de la parábola está culpable de uno o los dos tipos de corrupción. Sin embargo, se reconoce a sí mismo como pecador y le pide el perdón a Dios. La diferencia entre el publicano y el fariseo es que el primero se ve a sí mismo como inferior a Dios y en necesidad de su misericordia mientras el segundo se pone a sí mismo como parejo a Dios. Dice Jesús que el publicano regresa a casa justificado. ¿Significa esto que puede guardar los sobornos? No, es cierto. Para ser perdonado el publicano tiene que hacer recompensa por sus injusticias. En el evangelio del próximo domingo vamos a escuchar la historia de un publicano que hace precisamente esto.

Un ensayo sobre el sacramento de la Penitencia describe cómo era hace sesenta años. En la tarde de sábado se pudo ver en la calle muchos jóvenes caminando al templo para la confesión. Creían no tanto en sí mismos para hacer lo bueno como en la misericordia de Dios para perdonar sus faltas. Para ellos el “número uno” era el Señor Dios por haberlo hecho posible ambos el perdón de sus pecados y el compañerismo de sus amigos. La escena hoy en día ha cambiado. Desgraciadamente no acudimos tanto al sacramento de la Penitencia. Sin embargo, siempre ponemos a Dios y no a nosotros mismos como “número uno”. Entre nosotros Dios es siempre “número uno”.

1 comentario:

Carlos Rojas dijo...

Fray Carmelo excelentes ideas para la homilía dominical.
Un abrazo y lo felicito. Siga adelante con este vaioso apostolado.

P. Carlos Rojas
Costa Rica